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Se pusieron en marcha, uno delante y el otro detrás. Y circulando así avanzaron y avanzaron, abandonaron la nacional, luego la provincial y se adentraron por senderos que rápidamente iban dejando a su espalda. Al final llegaron a la entrada de un chalet apartado, mucho más grande y mejor conservado que el del hermano geólogo. Un muro muy alto rodeaba la finca. Pero ¿es que estos Mistretta se sentían inferiores al resto si no vivían en casas de campo? El médico bajó, abrió la verja y entró con el automóvil, haciendo señas a Montalbano para que lo siguiera.

Aparcaron en el jardín, que no estaba tan descuidado como el de su hermano, aunque le faltaba poco.

A la derecha se veía una especie de almacén de techo bajo, tal vez unos antiguos establos. El médico abrió la puerta de la casa, encendió las luces e hizo pasar al comisario a un espacioso salón.

– Un momento, voy a cerrar la verja.

Era evidente que vivía solo. El salón estaba bien amueblado. Una rica colección de objetos de vidrio pintados ocupaba toda una pared. Montalbano contempló aquellos brillantes colores, signos ingenuos y refinados a la vez. Otra pared estaba parcialmente cubierta por estantes de libros. No de medicina o científicos, como él había supuesto en un principio, sino novelas.

– Disculpe -dijo Mistretta al entrar de nuevo-, ¿puedo ofrecerle algo?

– No, gracias. ¿No está usted casado, doctor?

– De joven jamás se me pasó por la mente casarme. Y después tenía demasiados años para hacerlo.

– ¿Vive solo aquí?

El médico esbozó una sonrisa.

– Comprendo lo que quiere decir. Esta casa es demasiado grande para una persona. Antiguamente había viñedos y olivares alrededor. En el almacén de al lado hay ruedas de molino, cubas, almazaras inservibles… Y el piso de arriba está cerrado desde tiempo inmemorial. Sí, hace años que vivo solo. De las tareas domésticas se encarga una asistenta que viene tres días a la semana. Para las comidas, me las arreglo yo…

– Hizo una pausa-. O si no, voy a comer a casa de una amiga mía… Sí, no me importa que lo sepa, tarde o temprano iba a averiguarlo. Es una viuda con la que mantengo una relación desde hace más de diez años. Y eso es todo.

– Le agradezco su franqueza, doctor, pero el motivo de querer hablar con usted es averiguar algo acerca de la enfermedad de su cuñada, siempre y cuando usted quiera y pueda…

– Mire, señor comisario, aquí no hay ningún secreto profesional que deba guardar. Mi cuñada fue envenenada. Un envenenamiento irreversible que está llevándola inexorablemente a la muerte.

– ¿La envenenaron?

Un mazazo en la cabeza, una piedra caída del cielo, un tortazo en pleno rostro. El golpe repentino y violento de aquella revelación hecha con tanta serenidad y casi sin la menor emoción afectó físicamente al comisario hasta el extremo de que las orejas le hicieron «riiing». ¿O acaso aquel brevísimo «riiing» había sonado de verdad? ¿Quizá habían llamado al timbre de la puerta? ¿Tal vez el teléfono que estaba encima de la consola había hecho amago de sonar? Pero el médico no parecía haber oído nada.

– ¿Por qué utiliza el plural? -preguntó Mistretta sin alterarse, como un maestro que señalara un pequeño error en una redacción-. Quien la envenenó fue un solo hombre.

– ¿Y usted sabe quién fue?

– Por supuesto -contestó sonriendo.

No, bien mirado no era una sonrisa lo que había tomado forma en el rostro de Carlo Mistretta, sino más bien una mueca. O más exactamente una risa maliciosa.

– ¿Por qué no lo denunció?

– Porque no es legalmente perseguible. Quien desee denunciarlo sólo podrá hacerlo ante Dios Todopoderoso, el cual, por lo demás, ya debe de estar al corriente de todo.

Montalbano empezó a comprender.

– Cuando dice que la señora fue envenenada, habla usted de manera metafórica, ¿verdad?

– Digamos que no me atengo a términos estrictamente científicos. Utilizo palabras y expresiones que, como médico, no debería usar. Pero usted no ha venido aquí para escuchar un parte médico.

– ¿Y con qué fue envenenada la señora?

– Con la vida. Como ve, sigo utilizando conceptos inaceptables en un diagnóstico. Con la vida. O, mejor dicho, alguien la forzó a emprender una travesía por un camino poco transitable de la existencia. Y Giulia, en determinado momento, se negó a seguir adelante. Abandonó toda defensa, toda resistencia, y se hundió por completo.

Carlo Mistretta sabía hablar muy bien. Pero el comisario necesitaba hechos concretos, no frases bonitas.

– Disculpe, doctor, pero me veo obligado a formularle más preguntas. ¿Fue su marido, tal vez involuntariamente…?

Los labios de Carlo Mistretta dejaron entrever los dientes. Era su manera de sonreír.

– ¿Mi hermano? ¿Bromea? Daría la vida por su mujer. Y cuando usted conozca toda la historia, comprenderá que esa suposición es absurda.

– ¿Un amante?

El médico lo miró aturdido.

– ¿Cómo?

– Quería decir otro hombre… un desengaño amoroso. Perdone, pero…

– Creo que el único hombre en la vida de Giulia ha sido mi hermano.

Y ahí Montalbano perdió la paciencia. Se había cansado de jugar a las adivinanzas. Además, la verdad era que Carlo Mistretta no le caía demasiado bien.

Estaba a punto de empezar a hacer preguntas menos respetuosas cuando el doctor, como si hubiera advertido su cambio de actitud, levantó una mano para detenerlo.

– El hermano -dijo.

¡Jesús! ¿De dónde salía ahora ese hermano? ¿Y hermano de quién?

Presentía que entre tantos hermanos, tíos, cuñados y sobrinos acabaría perdiendo la cabeza.

– El hermano de Giulia -añadió el médico.

– ¿La señora tiene un hermano?

– Sí, Antonio.

– ¿Y cómo es posible que no…?

– No ha dado señales de vida, ni siquiera en esta dramática circunstancia, porque hace tiempo que no se tratan. Mucho tiempo.

Y entonces a Montalbano le pasó una cosa que le sucedía a menudo en el transcurso de las investigaciones, y era que en su cerebro se juntaban de golpe datos aparentemente no relacionables entre sí y cada pieza se colocaba en su correspondiente lugar del rompecabezas. Y eso le ocurría antes incluso de que fuese consciente de ello, de modo que fueron sus labios los que dijeron casi al margen de su voluntad:

– ¿Pongamos… desde hace seis años?

Mistretta lo miró sorprendido.

– ¿Ya lo sabe usted?

Montalbano hizo un gesto con la mano que no significaba nada.

– No desde hace seis años -puntualizó el médico-, pero todo empezó hace seis años. Verá, mi cuñada Giulia y su hermano Antonio, que es tres años menor que ella, quedaron huérfanos en su infancia. Una desgracia. Los padres murieron en un accidente ferroviario, y dejaron unas pequeñas propiedades. Los niños fueron acogidos en su casa por un tío materno que estaba soltero y siempre los trató con mucho cariño. Giulia y Antonio crecieron muy unidos, como suele ocurrir entre los huérfanos. Poco después de que ella cumpliera dieciséis años, el tío murió. Tenían muy poco dinero, por lo que Giulia dejó el instituto para que Antonio pudiera seguir estudiando y se puso a trabajar como dependienta. Mi hermano Salvatore la conoció cuando ella tenía veinte años, y se enamoró. Pero Giulia se negó a casarse con él sin antes ver a Antonio licenciado y colocado. Jamás aceptó la menor ayuda económica de su futuro marido, lo hizo todo ella. Con el tiempo Antonio se convirtió en ingeniero y encontró un buen puesto de trabajo, y Giulia y Salvatore pudieron casarse. Al cabo de tres años, a mi hermano le ofrecieron un empleo en Uruguay. Aceptó y se fue allí con su mujer. Entretanto…

El timbre del teléfono en el silencio del chalet y la campiña que lo rodeaba fue como una ráfaga de kalashnikov. El médico se levantó de golpe y se acercó a la consola sobre la que descansaba el aparato.

– ¿Diga? Sí, dígame… ¿Cuándo? Sí, voy ahora mismo… El comisario Montalbano está aquí conmigo. ¿Quiere hablar con él?