No puede ver el reloj de la sala donde están haciéndole la ecografía cardíaca porque tiene una especie de velo grisáceo delante de los ojos. Los médicos están ocupados contemplando atentamente una especie de televisor; de vez en cuando desplazan un ratón.
Uno de ellos, el que debía operarlo, se llama Strazzera, Amedeo Strazzera. Esta vez del aparato no sale una tirita de papel, sino una serie de fotografías o algo por el estilo. Los dos hombres miran y remiran, y al final suspiran como agotados por una larguísima caminata. Strazzera se acerca a él mientras su compañero se acomoda en una silla, naturalmente blanca, y lo observa muy serio. Después se inclina hacia delante. Montalbano cree que le dirá: «¡Deje de fingir que está vivo! ¡Vergüenza debería darle!»
¿Cómo era aquella poesía?
«El pobre hombre que muerto había seguía combatiendo y no lo sabía.»
Pero el doctor no dice nada y empieza a auscultarlo con el estetoscopio. ¡Como si no lo hubiera hecho veinte veces ya! Al final endereza la espalda, mira a su compañero y pregunta:
– ¿ Qué hacemos?
– Yo haría que lo examinara Di Bartolo.
¡Di Bartolo! Una leyenda. Montalbano lo había conocido tiempo atrás. Ya era un anciano de setenta y tantos años, enjuto, con una barbita blanca que le confería aspecto de cabra e incapaz de adaptarse a la convivencia civilizada y las buenas maneras. Al parecer, en cierta ocasión le dijo a un tipo con fama de usurero que no podía hacerle nada porque no había conseguido localizarle el corazón.
Y otra vez, a uno que estaba tomando un café en el bar y a quien jamás había visto, le soltó de pronto: «¿Sabe usted que está apunto de sufrir un infarto?» Y lo bueno es que al hombre le dio inmediatamente el infarto, tal vez porque acababa de decírselo una lumbrera como Di Bartolo. Pero ¿por qué aquellos dos querían llamarlo si ya no había nada que hacer? Quizá porque deseaban enseñarle al viejo maestro aquel fenómeno que tenían delante, alguien que inexplicablemente seguía viviendo con un corazón que parecía la ciudad de Dresde en 1945.
Mientras tanto, deciden llevarlo de nuevo a su habitación. Cuando abren la puerta, él oye la voz de Livia que lo llama, desesperada:
– ¡Salvo! ¡Salvo!
No le apetece contestar. ¡Pobrecilla! Había ido a Vigàta para pasar unos días con él, y se encuentra con esa bonita sorpresa.
– ¡Menuda sorpresa! -le había dicho Livia la víspera cuando, a su regreso del hospital de Montelusa para una visita de control, él entró en casa con un gran ramo de rosas. E inmediatamente se echó a llorar.
– ¡Vamos, no te pongas así! -la consoló, reprimiéndose también a duras penas.
– ¿Y por qué no?
– Jamás lo habías hecho…
– Y tú, ¿cuándo me has regalado un ramo de rosas?
Le apoyó con suavidad la mano en el costado para no alterarla.
Había olvidado, o cuando lo conoció no reparó en ello, que el profesor Di Bartolo, aparte del aspecto, también tenía voz de cabra.
– Buenos días a todos -bala el doctor entrando con un séquito de médicos rigurosamente enfundados en batas blancas.
– Buenos días -contestan todos menos Montalbano, que hasta la aparición del profesor en el umbral estaba solo en la habitación.
El anciano se acerca a la cama y lo mira con interés.
– Veo con sumo placer que, a pesar de mis colegas, todavía disfruta usted del pleno uso de sus facultades mentales.
Hace un gesto y Strazzera se acerca y le entrega los resultados de las pruebas. El profesor estudia por encima la primera, la arroja sobre la cama, y lo mismo hace con la segunda, la tercera y la cuarta, hasta que la cabeza y el tronco de Montalbano desaparecen bajo los papeles. A continuación, el comisario oye la voz del doctor, a quien no puede ver porque las fotografías de la ecografía cardíaca que le ha lanzado han ido aparar sobre sus ojos.
– ¿Puedo saber por qué me han llamado? -El balido suena más bien irritado; es evidente que la cabra está empezando a cabrearse.
– Verá, profesor -dice la vacilante voz de Strazzera-, es que uno de los ayudantes del comisario nos ha revelado que hace unos días sufrió un grave episodio de…
¿De qué? Montalbano no consigue oír a Strazzera. A lo mejor está resumiéndole el capítulo al oído. ¿Capítulo? ¿A qué viene eso de «capítulo»? Esto no es un culebrón. Strazzera ha dicho «episodio». Pero ¿acaso el capítulo de un culebrón no se llama también episodio?
– Incorpórenlo -ordena el profesor. Le quitan los papeles de encima y lo levantan con cuidado. Un círculo de médicos vestidos de blanco rodea la cama en religioso silencio. Di Bartolo le apoya el estetoscopio sobre el pecho, después lo desplaza unos centímetros, vuelve a desplazarlo y se detiene. Al verle la cara tan de cerca, el comisario se da cuenta de que el profesor hace un constante movimiento con las mandíbulas, como si mascara chicle. Pero enseguida lo comprende: está rumiando. Di Bartolo es una auténtica cabra. Inmóvil, se limita a escuchar. «¿ Qué oye de lo que ocurre en el interior de mi corazón?», se pregunta Montalbano. ¿Derrumbamientos de edificios? ¿Grietas que se abren repentinamente? ¿Bramidos subterráneos? Di Bartolo continúa auscultando sin desplazarse ni un milímetro del punto que ha identificado. Pero ¿no le duele la espalda de tanto permanecer inclinado? El comisario empieza a sudar de miedo y el profesor se incorpora. -Ya basta.
Vuelven a tender al herido.
– En mi opinión -concluye la lumbrera-, pueden pegarle tres o cuatro tiros más y después extraerle las balas sin anestesia. Con toda seguridad, su corazón lo resistiría. Y se va sin despedirse de nadie. Diez minutos después Montalbano está en el quirófano, donde brilla una luz blanca muy intensa. Un individuo se cubre el rostro con una especie de mascarilla que sostiene con la mano.
– Inspire hondo -le dice.
El obedece. Y ya no se acuerda de nada.
«¿Cómo es posible -se pregunta- que aún no hayan inventado un espray que, cuando no hay manera de conciliar el sueño, te lo introduzcas en la nariz y aprietes, salga el gas o lo que sea, y te quedes dormido de golpe?»
Sería muy práctico, una anestesia contra el insomnio. Le entran ganas de beber. Se levanta despacio para no despertar a Livia, se dirige a la cocina y se sirve un vaso de agua mineral de una botella abierta. ¿Y ahora? Decide ejercitar un poco el brazo, tal como le ha enseñado una enfermera especializada. Uno, dos, tres y cuatro. Uno, dos, tres y cuatro. El brazo funciona bien, hasta el punto de que puede conducir tranquilamente el coche.
Strazzera ha acertado de lleno. Sólo que algunas veces se le duerme, como ocurre con las piernas cuando uno permanece demasiado rato en la misma posición y nota pinchazos. O bien hormigueos. Bebe otro vaso de agua y vuelve a acostarse. Al notar que él se desliza bajo las mantas, Livia emite un murmullo y se da media vuelta.
– Agua -suplica, abriendo los ojos.
Livia llena un vaso y lo ayuda a beber colocándole una mano en la nuca. Después deja el vaso sobre la mesilla de noche y desaparece del campo visual del comisario, que consigue incorporarse un poco. Livia está ante la ventana, al lado del doctor Strazzera, que le habla en susurros. De pronto Montalbano oye la leve risita de Livia. («¡Pero qué gracioso es usted!») ¿Por qué se pega tanto a ella el médico? ¿Y por qué Livia no siente el deber de apartarse un poco? «Ahora veréis.»