– ¿A saber?
– Que había dado un paso en falso y temía por su vida. En los dos meses anteriores a su partida estaba de un humor terrible, pero Giulia y Salvatore lo atribuían a la inminente separación. Formaban una familia. Y de hecho, Giulia lo pasó muy mal con la marcha de su hermano. Hasta el extremo de que Salvatore aceptó una oferta de trabajo en Brasil sólo para que ella pudiera vivir en un ambiente distinto.
– ¿Y no volvieron a verse hasta…?
– No, no. Aparte de que se escribían y llamaban constantemente, Giulia y Salvatore venían a Italia al menos una vez cada dos años y pasaban las vacaciones con Antonio. Piense que cuando nació Susanna… -Al pronunciar ese nombre, la voz del médico se quebró-. Cuando nació Susanna, que llegó cuando ya no esperaban tener hijos, vinieron aquí a bautizarla para que su padrino fuera Antonio, pues él estaba demasiado ocupado para viajar. Hace ocho años mi hermano y Giulia regresaron definitivamente. Estaban cansados; habían recorrido casi toda América del Sur y querían que la niña creciera entre nosotros. Además, Salvatore había ahorrado un montón de dinero.
– ¿Podía calificársele de hombre rico?
– Sinceramente sí. Era yo quien se encargaba de todo. Invertía las transferencias que me enviaba en títulos, terrenos, casas… En cuanto llegaron, Antonio les comunicó que tenía novia y no tardaría en casarse. La noticia sorprendió a mi cuñada: ¿por qué su hermano jamás le había insinuado siquiera que había conocido a una chica con quien tenía la intención de casarse? Obtuvo la respuesta cuando él le presentó a Valeria, su futura esposa. Una joven de veinte años, guapísima. Él ya rozaba los cincuenta, y había perdido la cabeza por aquella chica.
– ¿Aún siguen casados? -preguntó Montalbano con involuntaria malicia.
– Sí. Pero Antonio no tardó en descubrir que, para conservarla a su lado, tendría que cubrirla de regalos y satisfacer todos sus deseos.
– ¿Y se arruinó?
– No, las cosas no fueron así. Ocurrió lo de Manos Limpias.
– Un momento -lo interrumpió-. La historia de Manos Limpias empezó en Milán hace más de diez años, cuando su hermano y su cuñada aún vivían en el extranjero, antes de la boda de Antonio.
– Sí. Pero ya sabe usted cómo funciona este país. Todo lo que ocurre en el norte, fascismo, liberación, industrialización, llega a nosotros con mucho retraso, como una ola perezosa. El caso es que también un magistrado de aquí acabó por despertar. Antonio había obtenido muchas adjudicaciones de obras públicas. No me pregunte cómo lo hizo porque ni lo sé ni quiero saberlo, aunque es fácil de adivinar.
– ¿Fue sometido a investigación?
– El se adelantó a los acontecimientos. Es un hombre muy hábil. Para salvarse de una posible inspección que seguramente lo habría llevado al arresto y la condena, debía deshacerse de algunos documentos. Así se lo confesó entre lágrimas a su hermana una noche, de esto hace seis años. Y añadió que el precio de la operación ascendía a dos mil millones, suma que debería conseguir en un mes como máximo porque en aquel momento carecía de liquidez y no quería pedir dinero a los bancos. En aquella época, cualquier cosa que hubiera hecho habría podido interpretarse de manera errónea. Dijo que le entraban ganas de reír y llorar al mismo tiempo porque dos mil millones eran una bobada en comparación con las enormes sumas que pasaban por sus manos. Sin embargo, aquella cantidad representaba su salvación. Además, sólo se trataba de un préstamo. En tres meses se comprometía a devolver la totalidad, más el importe de las pérdidas sufridas con las ventas precipitadas. Giulia y mi hermano se pasaron toda la noche en vela discutiendo. Pero Salvatore habría dado hasta el traje que llevaba con tal de no ver la desesperación en los ojos de su mujer. A la mañana siguiente me llamaron y me pusieron al corriente de la petición de Antonio.
– ¿Y usted qué hizo?
– Le confieso que en un primer momento reaccioné mal. Pero después se me ocurrió una idea.
– ¿Cuál?
– Dije que aquello me parecía una locura, algo absurdo. Bastaba con que Valeria, la mujer de Antonio, vendiera el Ferrari, el yate y algunas joyas para reunir los dos mil millones. Y en caso de que no se alcanzara esa cantidad, ellos podrían cubrir la diferencia, pero sólo la diferencia. En resumen, traté de minimizar los riesgos.
– ¿Y lo consiguió?
– No. Aquel mismo día Giulia y Salvatore hablaron con Antonio y le expusieron mi propuesta. Pero él se echó a llorar; por aquel entonces tenía la lágrima fácil. Dijo que si aceptaba, no sólo perdería a Valeria, sino que la noticia se divulgaría por ahí y perdería el crédito del que gozaba. Y todo el mundo diría que estaba al borde de la quiebra. Así pues, mi hermano decidió malvenderlo todo.
– Por pura curiosidad, ¿cuánto dinero reunieron?
– Mil setecientos cincuenta millones. En cuestión de un mes se quedaron sin nada, excepto la pensión de Salvatore.
– Otra curiosidad, disculpe. ¿Sabe cómo reaccionó Antonio al ver que le entregaban una suma inferior?
– ¡Pero si obtuvo los dos mil millones que quería!
– ¿Y quién cubrió la diferencia?
– ¿De veras hace falta decirlo?
– Sí.
– Yo -contestó a regañadientes.
– ¿Y qué ocurrió después?
– Ocurrió que, al cabo de dos meses, Giulia le preguntó a su hermano si podía devolverles el préstamo, al menos una parte, y él pidió una prórroga de una semana. Tenga presente que no había nada por escrito, ni compromisos, ni letras, ni cheques conformados, nada. Lo único escrito era el recibo de mis doscientos cincuenta millones, que Salvatore insistía en restituirme. A los cuatro días Antonio recibió una solicitud de fianza. Se lo acusaba de varios delitos, entre ellos estafa, falsedad documental y cosas por el estilo. Cuando al cabo de cinco meses Giulia quiso enviar a Susanna a estudiar a un exclusivo colegio de Florencia y volvió a pedirle a su hermano al menos una parte del préstamo, él le contestó de muy malos modos que no era el momento. Y Susanna se quedó a estudiar aquí. En resumidas cuentas y para abreviar, ese momento jamás llegó.
– ¿Está diciendo que todavía no han recuperado aquellos dos mil millones?
– En efecto. Antonio consiguió salir bien librado del juicio, probablemente porque se encargó de que desaparecieran los documentos que lo incriminaban, pero una de sus empresas quebró de manera misteriosa. Por una especie de efecto dominó, sus restantes sociedades acabaron de la misma manera, y todo el mundo se vio afectado: acreedores, proveedores, empleados, obreros. Además, a su mujer le había dado por el juego y había perdido sumas increíbles. Hace tres años se produjo una violenta escena entre los hermanos, se interrumpió la relación entre ambos y Giulia enfermó. Ya no quería vivir. Y como usted comprenderá, no era por una simple cuestión de dinero.
– ¿Cómo van ahora los negocios de Antonio?
– Viento en popa. Hace dos años logró rehacer su fortuna. Yo creo que las quiebras fueron todas fraudulentas y que, en realidad, sacó ilegalmente su dinero al extranjero. Después, con la nueva ley, lo trajo otra vez al país, pagó el porcentaje exigido y regularizó su situación. Como hicieron muchas personas deshonestas cuando, gracias a la nueva ley, lo ilegal se convirtió en legal. Todas sus empresas, a causa de las anteriores quiebras, figuran ahora a nombre de su mujer. Pero nosotros, repito, no hemos visto ni una lira.
– ¿Cómo se apellida Antonio?
– Peruzzo. Antonio Peruzzo.
Conocía el apellido. Se lo había mencionado Fazio al informarlo de la llamada del «ex administrativo de la Peruzzo» en que recordaba al geólogo Mistretta que a veces el excesivo orgullo hacía daño. Ahora todo empezaba a cobrar sentido.