– A mí se me antoja una escritura ralentizada.
– ¿Qué quieres decir?
– No sé cómo explicarme. Es como si uno que tiene muy mala letra, casi ilegible, se hubiera aplicado en trazar las letras claramente y, por tanto, hubiera tenido que ralentizar su ritmo natural de escritura. Además, hay otra cosa. La C de «corresponda» presenta una corrección. Antes, se ve con toda nitidez, había una I. Pretendía poner «a quien interese» y lo cambió por «a quien corresponda», que es más apropiado. El que ha secuestrado o ha mandado secuestrar a Susanna no es un memo cualquiera, sino alguien que conoce el valor de las palabras.
– Muy perspicaz -dijo Minutolo-. Pero ¿adonde nos llevan estas deducciones tuyas?
– De momento a ninguna parte.
– Entonces, ¿qué tal si pensamos en nuestro próximo paso? En mi opinión, lo primero es establecer contacto con Antonio Peruzzo. ¿De acuerdo?
– Totalmente. ¿Tienes su número?
– Sí. Mientras te esperaba he buscado información. Veamos. En este instante Peruzzo posee tres o cuatro sociedades que convergen en una especie de sede central en Vigàta que se llama Progresso Italia.
Montalbano soltó una carcajada.
– ¿Qué pasa?
– Nada, que el nombre me parece muy apropiado para los tiempos que corren. ¡El progreso de Italia confiado a un estafador!
– Bueno, oficialmente todo está a nombre de su mujer, Valeria Cusumano, aunque estoy convencido de que ella jamás ha puesto los pies en ese despacho.
– Bien, llama.
– No, llama tú y pide una cita. Aquí tienes.
En el papel que le entregó Minutolo había cuatro números de teléfono. Montalbano eligió el correspondiente a «Dirección General».
– ¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el ingeniero.
– ¿Cuál de ellos?
– ¿Es que hay más de uno?
– Pues claro, el ingeniero Di Pasquale y el ingeniero Nicotra.
¿Y el bueno de Antonio qué era? ¿Un fantasma?
– La verdad es que yo quería hablar con el ingeniero Peruzzo.
– Lo siento, pero está fuera.
A Montalbano le dio un ataque de nervios.
– ¿Fuera del despacho? ¿Fuera de la ciudad? ¿Fuera de sí? ¿Fuera de…?
– Fuera de la ciudad… -lo cortó la secretaria con tono pausado y formal.
– ¿Cuándo regresa?
– No sabría decirle.
– ¿Adonde ha ido?
– A Palermo.
– ¿Sabe dónde se aloja?
– En el Excelsior.
– ¿Tiene móvil?
– Sí.
– Démelo.
– La verdad es que no sé si…
– Pues entonces, ¿sabe qué voy a hacer? -repuso Montalbano con la voz sibilante de quien desenvaina un puñal en la oscuridad-. Iré a pedírselo personalmente.
– ¡No, no, ahora mismo se lo doy!
En cuanto lo tuvo, llamó al Excelsior.
– El ingeniero no se encuentra en este momento en el hotel.
– ¿Sabe cuándo regresará?
– Pues no. Ni siquiera ha pasado la noche aquí.
El móvil estaba apagado.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Minutolo.
– Nos hacemos una buena paja -contestó Montalbano, todavía nervioso.
En aquel momento llegó Fazio.
– ¡El pueblo está alborotado! Todos hablan del ingeniero Peruzzo, el tío de la chica. Aunque la televisión no ha mencionado su nombre, todo el mundo lo ha identificado. Se han creado dos bandos: unos dicen que el ingeniero debe pagar el rescate y otros, que no tiene ninguna obligación con su sobrina. Pero los primeros son mucho más numerosos. En el café Casti-glione han estado a punto de llegar a las manos.
– Y han conseguido joder a Peruzzo -comentó Montalbano.
– Mandaré que le pinchen los teléfonos -dijo Minutolo.
Hizo falta muy poco para que el agua que había empezado a caer sobre Peruzzo se convirtiera en un auténtico diluvio universal. Y esa vez el ingeniero no había tenido tiempo de prepararse un arca de Noé.
El padre Stanzillà, el cura más viejo y sensato del pueblo, les decía a los fieles que acudían a consultarle sobre el asunto que no cabía la menor duda, ni humana ni divina: correspondía al tío pagar el rescate, puesto que era el padrino de la chica. Además, de esa forma no haría sino devolverles a los padres de Susanna la elevada suma que les había birlado mediante engaños. Y luego les contaba la historia del presunto préstamo de dos mil millones, del que estaba al corriente hasta en sus mínimos detalles. En resumen, el hombre ejerció toda la presión que pudo. Por suerte para Montalbano, Livia no tenía amistad con beatas que hubieran podido revelarle la opinión del padre Stanzillà.
Nicoló Zito anunció urbi et orbi en Retelibera que el ingeniero Peruzzo había decidido desaparecer. Una vez más había sido fiel a su fama. Pero esa fuga ante una cuestión de vida o muerte no lo eximía de su responsabilidad, antes bien la aumentaba.
Pippo Ragonese proclamó en TeleVigàta que, habiendo sido el ingeniero una víctima más de la magistratura roja, un hombre que había conseguido rehacer su fortuna gracias al impulso dado por el nuevo Gobierno a la empresa privada, tenía el deber moral de demostrar que la confianza que la banca y las instituciones habían depositado en él era merecida. Tanto más cuanto que era del dominio general su próximo salto a la política entre las filas de los que estaban renovando Italia. Cualquier gesto suyo que pudiera interpretarse como un desprecio a la opinión pública podría tener fatales consecuencias para sus aspiraciones.
Titomanlio Giarrizzo, venerable ex presidente del Tribunal de Montelusa, declaró con firmeza a los socios del Círculo de Ajedrez que, si los secuestradores hubieran caído en sus manos, los habría condenado sin duda a severísimas penas, pero también los habría alabado por haber descubierto el verdadero rostro de un aventurero sin escrúpulos como el ingeniero Peruzzo.
La señora Concetta Pizzicato, que tenía un puesto en el mercado con un letrero que ponía: «Pescado vivo de Cuncetta, quiromántica y vidente», siempre respondía lo mismo cuando sus clientes le preguntaban si el ingeniero pagaría el rescate:
– El que a su sangre hace daño, por los cerdos muere devorado.
– ¿Oiga? ¿Progresso Italia? Soy el comisario Montalbano. ¿Hay por casualidad alguna noticia del ingeniero?
– Ninguna. Ninguna.
La voz de la chica era la misma de antes, sólo que ahora sonó más aguda y nerviosa.
– Volveré a llamar.
– No, mire, es inútil. El ingeniero Nicotra ha ordenado que desconectemos los teléfonos dentro de diez minutos.
– ¿Por qué?
– Estamos recibiendo decenas y decenas de llamadas… insultos, groserías.
Parecía a punto de echarse a llorar.
11
Hacia las cinco de la tarde, Gallo informó a Montalbano de que, por si era poco, la propagación de un rumor había encendido los ánimos contra el ingeniero: que Peruzzo, para no pagar el rescate, le había pedido al juez el bloqueo de sus bienes y el juez se había negado. Aquello no tenía pies ni cabeza, pero Montalbano quiso aclararlo.
– ¿Minutolo? Soy Montalbano. ¿Sabes por casualidad cómo piensa actuar el juez en relación con Peruzzo?
– Pues mira, acaba de llamarme ahora mismo. Está fuera de sí. Alguien le ha contado un rumor que circula…
– Lo conozco.
– Bueno, me ha dicho que no ha mantenido ningún contacto ni directo ni indirecto con el ingeniero y que, por el momento, no está en condiciones de decretar el bloqueo de los bienes de los familiares de los Mistretta, ni de los amigos de los Mistretta, ni de los conocidos de los Mistretta, ni de los paisanos de los Mistretta… No había manera de detenerlo, era un río en plena crecida.
– Oye, ¿conservas aún la fotografía de Susanna?
– Sí.
– ¿Puedes prestármela hasta mañana? Enviaré a Gallo a recogerla.
– Estás obsesionado con esa historia de la luz, ¿eh?