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– Sí. -Pero no era una cuestión de luz, sino de sombra.

– Sobre todo, Montalbà, no la pierdas. De lo contrario, el juez nos crucificará.

– Aquí está la fotografía -dijo Gallo media hora después, entregándole un sobre.

– Gracias. Mándame a Catarella.

Catarella se presentó en un santiamén con la lengua fuera, como los perros cuando oyen el silbido del amo.

– ¡A sus órdenes, dottori!

– Cataré, ese amigo tuyo de confianza, el que sabe ampliar fotografías… ¿cómo se llama?

– Su nombre de él mismo es Cicco de Cicco, dottori.

– ¿Aún está en la jefatura de Montelusa?

– Sí, siñor dottori. Todavía está permanente en su sitio.

– Muy bien. Deja a Imbrò al cuidado de la centralita y llévale a tu amigo esta foto. Te explicaré lo que tiene que hacer.

– Un joven quiere hablar con usted. Se llama Francesco Lipari.

– Hazlo pasar.

Francesco había adelgazado y las ojeras le ocupaban medio rostro; parecía el hombre del antifaz, el de los tebeos.

– ¿Ha visto la fotografía? -le preguntó a Montalbano sin saludarlo siquiera.

– Sí.

– ¿Y?

– Pues, en primer lugar, no estaba encadenada como ha dicho el cabrón de Ragonese. Y no la tienen en un pozo, sino en el interior de una especie de piscina de más de tres metros de profundidad. Dadas las circunstancias, me ha parecido que estaba bien.

– ¿Puedo verla?

– Si hubieras venido un poco antes… Acabo de enviarla a Montelusa para que la analicen.

– ¿Por qué?

No podía contarle todo lo que le pasaba por la cabeza.

– No guarda relación con Susanna, sino con el lugar en que la fotografiaron.

– ¿Hay signos de que… le hayan hecho daño?

– Yo lo descartaría.

– ¿Se le veía la cara?

– Por supuesto.

– ¿Cómo era su mirada?

Aquel chico acabaría siendo un policía estupendo.

– No parecía asustada. Es quizá lo primero que me ha llamado la atención. Al contrario, tenía una mirada extremadamente…

– ¿Decidida? -dijo Francesco Lipari.

– Exacto.

– La conozco bien. Eso significa que no piensa ceder, que tarde o temprano tratará de escaparse como sea. Los secuestradores habrán de andarse con mucho cuidado. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Cree usted que el ingeniero pagará?

– Tal como están las cosas, no tendrá más remedio que hacerlo.

– ¿Sabe que Susanna jamás me había hablado de esa historia entre su tío y su madre? No me ha sentado nada bien.

– ¿Por qué?

– Me parece una falta de confianza.

Cuando Francesco abandonó el despacho, algo más tranquilo que al entrar, Montalbano se quedó pensando en las palabras del chico. No cabía duda de que Susanna era valiente, como confirmaba su mirada en la fotografía. Pero entonces, ¿por qué en la primera llamada su voz era la de una persona desesperada? ¿Acaso no había una contradicción entre la voz y la imagen? Aunque tal vez la contradicción fuera sólo aparente. Probablemente el mensaje se había grabado a las pocas horas del secuestro, y en esos momentos Susanna no había recuperado aún el control de sí misma y se encontraba bajo los efectos de un violento shock. No se puede ser valiente las veinticuatro horas del día. Sí, ésa era la única explicación posible.

– Dottori, me ha dicho Cicco de Cicco que se pone ahora mismo a trabajar y que por eso las fotografías estarán listas mañana por la mañana sobre las nueve.

– Bien, irás a recogerlas tú en persona.

De repente Catarella adoptó un aire misterioso, se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja:

– ¿Es una cosa reservada entre nosotros, dottorit

Montalbano asintió con la cabeza y Catarella salió con los brazos separados del cuerpo, los dedos de las manos extendidos y las rodillas rígidas. El orgullo de compartir un secreto con su jefe lo había transformado de perro en pavo real.

Montalbano se sentó ante el volante para regresar a Marinella enfrascado en un único pensamiento. Pero ¿podía calificarse de pensamiento aquella confusa serie de ideas sin sentido e imágenes indefinibles que le pasaban por la cabeza? Era como cuando uno está viendo la televisión y atraviesa la pantalla esa arenosa franja en zigzag, esa molesta y nebulosa interferencia de canales que te impide ver con claridad, y tienes que accionar los botones para que desaparezca.

Y de pronto el comisario ya no supo dónde estaba, no reconocía el habitual paisaje del trayecto a Marinella. Las casas eran distintas; los establecimientos, distintos; las personas, distintas. Jesús! ¿Adonde demonios había ido a parar? Sin duda se había equivocado, había seguido otra carretera. Pero ¿cómo era posible, si durante años había recorrido ese camino al menos dos veces al día?

Se orilló en la cuneta, se detuvo, miró alrededor y comprendió. Sin quererlo se había dirigido hacia el chalet de los Mistretta. Las manos que sujetaban el volante y los pies que accionaban los pedales habían actuado por cuenta propia. Era algo que le ocurría a veces. Su cuerpo se comportaba con absoluta independencia, como si no estuviera supeditado al cerebro. Y en esos casos no podía oponer resistencia, pues siempre acababa por haber un motivo. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver atrás o seguir adelante? Naturalmente, siguió adelante.

Cuando entró en el salón, había siete personas escuchando a Minutolo alrededor de una mesa de gran tamaño, desplazada al centro desde el lugar que habitualmente ocupaba en un rincón. Sobre la mesa, un mapa topográfico de Vigàta y alrededores, de los de tipo militar, en que figuraban marcadas hasta las farolas y veredas adonde iban a mear los perros y las cabras.

Desde su cuartel general, el comandante en jefe dottor Minutolo dictaba las órdenes con vistas a unas investigaciones más exhaustivas y, a ser posible, fructíferas. Fazio se encontraba en su sitio, ya como fundido con el sillón que estaba junto a la mesita del teléfono y los correspondientes aparatos. Minutolo pareció sorprendido de ver a Montalbano. Fazio hizo ademán de levantarse.

– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? -preguntó Minutolo.

– Nada, nada -contestó Montalbano, no menos sorprendido de hallarse allí.

Algunos de los presentes lo saludaron y él respondió de una manera un tanto vaga.

– Estoy adoptando medidas para… -empezó Minutolo.

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Querías decirme algo? -lo invitó amablemente.

– Sí. Que no disparéis. Por ningún motivo.

– ¿Puedo preguntar por qué?

El que había formulado esa cuestión era un jovencito impulsivo e impecablemente trajeado, un subcomisario un tanto trepa, cliente asiduo de gimnasios, con un mechón sobre la frente y pinta de ejecutivo arribista. En los últimos tiempos se veían muchos como él. Era una raza de cabrones que proliferaba como las moscas. A Montalbano le cayó fatal.

– Porque una vez alguien como usted disparó y mató a un pobre desgraciado que había secuestrado a una chica. Se llevaron a cabo las investigaciones oportunas, pero todo fue inútil. El único que habría podido decir dónde se encontraba la chica ya no estaba en condiciones de hablar. La hallaron al cabo de un mes, atada de pies y manos, muerta de hambre y sed. ¿Satisfecho?

Se produjo un tenso silencio. ¿Qué cono había ido a hacer al chalet? ¿Acaso estaba envejeciendo y empezaba a dar vueltas como un tornillo pasado de rosca?

Necesitaba beber agua. ¿Dónde estaba la cocina? La encontró al fondo del pasillo; dentro había una enfermera cincuentona y regordeta de expresión cordial y amistosa.

– ¿Usía es el comisario Montalbano? ¿Desea algo? -preguntó con una amable sonrisa.

– Un vaso de agua, por favor.

La mujer le sirvió un vaso de una botella de agua mineral que sacó de la nevera. Mientras Montalbano bebía, la enfermera llenó una bolsa con agua hirviendo e hizo ademán de retirarse.

– Un momento -dijo él-. ¿Dónde está el señor Mistretta?