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– Durmiendo. Ordenes del doctor. Tiene sus motivos. Yo le doy los tranquilizantes y los somníferos que él prescribió.

– ¿Y la señora?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Está mejor? ¿Está peor? ¿Hay alguna novedad?

– La única novedad que puede haber para esa pobre mujer es la muerte.

– ¿Le rige la cabeza?

– A ratos sí y a ratos no. Pero incluso cuando parece que está más lúcida, me da la impresión de que no entiende nada.

– ¿Podría verla?

– Venga conmigo.

A Montalbano le surgió una duda. Pero sabía que era una duda ficticia, dictada por el deseo de retrasar un encuentro muy difícil para él.

– ¿Y si me pregunta quién soy?

– ¿Está de guasa? Sería un milagro.

Hacia la mitad del pasillo había una ancha y cómoda escalera que conducía al piso de arriba. Subieron y llegaron a otro corredor con tres puertas a cada lado.

– Éste es el dormitorio del señor Mistretta, éste el cuarto de baño y ésta la habitación de la señora. La hemos instalado aquí para poder atenderla mejor. Al otro lado están la habitación de la hija, pobrecita, otro baño y un cuarto de invitados -explicó la enfermera.

– ¿Puedo ver el dormitorio de Susanna? -se le ocurrió preguntar.

– Sí, claro.

Abrió la puerta, asomó la cabeza y encendió la luz. Había una cama pequeña, un armario, dos sillas, una mesita con varios libros encima y una librería. Todo en perfecto orden. Y todo con un aire anónimo, provisional. Nada de carácter personal, ni un póster, ni una fotografía. La celda de una monja laica. Apagó la luz y cerró. La enfermera abrió con delicadeza la otra puerta. La frente y las manos del comisario se perlaron de sudor. Siempre lo asaltaba aquel miedo incontrolable cuando se hallaba en presencia de una persona moribunda. No sabía cómo actuar, tenía que impartir severas órdenes a sus piernas para evitar que emprendieran la huida por su cuenta y lo arrastraran consigo. Un cuerpo muerto no le causaba impresión; era la inminencia de la muerte lo que lo trastornaba desde lo más profundo de su ser, o mejor dicho, desde una profundidad abismal.

Consiguió dominarse, cruzó el umbral e inició su descenso personal a los infiernos. De inmediato lo acometió el mismo tufo insoportable que había percibido en la habitación del hombre sin piernas, el marido de la mujer que vendía huevos, sólo que éste era mucho más intenso. Notó que se le pegaba a la piel y tenía un color amarillento estriado por unos relámpagos de fuego. Un color en movimiento. Jamás le había ocurrido semejante cosa. Los olores solían tener sus colores correspondientes, como si estuvieran pintados e inmovilizados en un cuadro. Esta vez, en cambio, las estrías rojas dibujaban una especie de lodazal. Estaba empapado en sudor. La cama había sido sustituida por otra de hospital, cuya blancura dividía en dos la memoria de Montalbano y lo empujaba hacia atrás, a los días en que había estado ingresado. A su lado había bombonas de oxígeno, un gotero, una complicada maquinaria sobre una mesita y un carrito (¡también de color blanco, maldita sea!) literalmente cubierto de frascos, botellines, gasas, vasos milimetrados y recipientes de distintos tamaños. Desde el lugar en que se había detenido, le pareció que la cama estaba desocupada. Bajo la tensada colcha no se veía ningún bulto de cuerpo humano, ni siquiera las dos puntas a modo de colinas de los pies. Y aquella especie de pelotita gris olvidada sobre la almohada era demasiado pequeña para ser una cabeza; quizá fuese una vieja y gruesa pera de lavativa que había perdido el color. Avanzó dos pasos y el horror lo paralizó. Aquella cosa sobre la almohada era una cabeza humana que, sin embargo, ya nada tenía de humana, una cabeza sin cabello, reseca, un amasijo de arrugas tan profundas que parecían excavadas con un taladro. La boca estaba abierta, un agujero negro sin la más mínima blancura de los dientes. Una vez había visto en una revista algo similar, el resultado del trabajo que los cazadores de cabezas llevaban a cabo en sus presas. Mientras miraba sin poder moverse, sin poder dar crédito a lo que veía, a través del agujero de la boca brotó un sonido que procedía de la garganta ardiente y quemada:

– Ghanna…

– Llama a su hija -dijo la enfermera.

Montalbano se echó hacia atrás con las piernas rígidas; sus rodillas se negaban a doblarse. Para no caer, se recostó en la consola.

Y ocurrió lo inesperado. «Clac.» El disparo del resorte atascado en el interior de su cabeza resonó como el de un revólver. ¿Por qué? No eran en absoluto las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos, de eso estaba seguro. ¿Entonces? El pánico lo asaltó con la intensidad de un perro enfurecido. El rojo desesperado del olor se convirtió en un remolino que lo aspiraba. La barbilla empezó a temblarle, las piernas se le volvieron como de requesón, y para no desplomarse apoyó los brazos en el mármol de la consola. Por suerte, la enfermera, ocupada en atender a la moribunda, no se daba cuenta de nada. Después, la parte de su cerebro aún no dominada por aquel ciego temor reaccionó y le permitió hallar la respuesta oportuna. Había sido una señal. Aquel «algo» que lo había marcado mientras el proyectil le perforaba la carne le decía que también estaba allí, en aquella habitación, agazapado en un rincón, listo para comparecer en el momento preciso y de la manera más adecuada: bala de revólver, tumor, fuego que quema, agua que inunda. Era sólo una manifestación de presencia. No iba dirigida a él, no lo afectaba a él. Y eso bastó para infundirle un poco de fuerza. Entonces vio encima de la consola una fotografía con marco de plata. Un hombre, el geólogo Mistretta, tomaba de la mano a una chiquilla de unos diez años, Susanna, la cual sujetaba a su vez la mano de una hermosa mujer sonriente, sana y llena de vida, su madre, la señora Giulia. El comisario contempló un rato aquel rostro feliz para intentar borrar la imagen del otro sobre la almohada, si es que se podía llamar así todavía. Después dio media vuelta y salió, olvidando despedirse de la enfermera.

Condujo como un desesperado hacia Marinella, detuvo el coche a la entrada, bajó y echó a correr hacia la orilla del mar; se quitó la ropa, dejó un instante que el aire frío de la noche le helase la piel y se metió lentamente en el agua. A cada paso el frío lo cortaba con cien hojas, pero necesitaba limpiarse la piel, la carne, los huesos y más adentro, hasta el interior del alma.

Se adentró un poco más y dio unas brazadas, pero un puñal surgido de las oscuras aguas se le clavó en la herida. Al menos eso le pareció, tan repentino y violento fue el dolor que se le extendió por todo el cuerpo, insoportable, paralizador. El brazo izquierdo se le bloqueó y a duras penas consiguió volverse boca arriba y hacer el muerto.

¿Acaso se estaba muriendo de verdad? No, ahora intuía vagamente que su destino no era morir ahogado.

Poco a poco pudo moverse.

Regresó a la orilla, recogió la ropa, se olió el brazo y le pareció percibir todavía el terrible hedor de la habitación de la moribunda. El agua del mar no había conseguido borrarlo; tendría que lavarse uno a uno todos los poros de la piel. Subió jadeando los peldaños de la galería y llamó a la puerta cristalera.

– ¿Quién es? -preguntó Livia desde dentro.

– Ábreme, me estoy congelando.

Ella se lo encontró desnudo, empapado, morado de frío, y rompió en sollozos.

– Vamos, Livia…

– ¿Te has vuelto loco, Salvo? ¿Es que quieres matarte? ¿Y quieres matarme a mí también? Pero ¿qué has hecho? ¿Por qué? ¿Por qué?

Desesperada, lo siguió al cuarto de baño. Él se untó todo el cuerpo con gel, y cuando estuvo todo amarillo, se metió en la ducha, abrió el grifo y se restregó con piedra pómez. Livia ya no lloraba, pero lo miraba petrificada. El agua corrió largo rato y el depósito del techo estuvo a punto de vaciarse. Nada más salir de la ducha, Montalbano preguntó con mirada alterada: