– ¿Quieres olerme, por favor? -Y él mismo se husmeó el brazo como un perro de caza.
– Pero ¿qué te ha dado? -preguntó Livia angustiada.
– Huéleme, te lo suplico.
Ella obedeció y desplazó la nariz por su pecho.
– ¿Qué notas?
– El olor de tu piel.
– ¿Seguro?
Al final quedó convencido. Se puso ropa interior limpia, una camisa y unos téjanos.
Fueron al comedor. Montalbano se sentó en un sillón y Livia en el otro, a su lado. Después de un buen rato sin abrir la boca, ella preguntó con voz todavía vacilante:
– ¿Se te ha pasado?
– Se me ha pasado.
Más silencio. Y otra vez Livia:
– ¿Te apetece comer algo?
– Espero que dentro de un poco.
Otro silencio. Y después Livia se atrevió:
– ¿Me lo cuentas?
– Me cuesta mucho.
– Inténtalo, por favor.
Y se lo contó. Tardó lo suyo porque le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas para describir lo que había visto. Y sentido.
Al final Livia hizo una pregunta, sólo una, pero clave:
– ¿Por qué has ido a verla? ¿Qué necesidad tenías?
«Necesidad.» ¿Era la palabra adecuada o la palabra equivocada? No había ninguna necesidad, cierto, pero inexplicablemente la había habido. «Pregúntaselo a mis manos y pies», debería haber contestado, pero mejor dejarlo; aún se sentía demasiado conmociona-do. Extendió los brazos.
– No sabría explicártelo, Livia. -Y mientras pronunciaba esas palabras, comprendió que eran sólo una parte de la verdad.
Continuaron hablando un rato, pero a Montalbano no le entraba el apetito; seguía con el estómago encogido.
– ¿Crees que el ingeniero pagará? -preguntó Livia cuando se iban a dormir.
Era la pregunta del día, inevitable.
– Pagará, seguro que pagará.
«Ya está pagando», habría querido añadir, pero se abstuvo.
Mientras la abrazaba y besaba y acababa de penetrarla, Livia sintió que Montalbano estaba transmitiéndole una desesperada petición de consuelo.
– Pero ¿no te das cuenta de que estoy aquí? -le susurró al oído.
12
El comisario despertó cuando ya era de día. A lo mejor el «clac» no había sonado aquella noche, o el ruido no había sido tan fuerte como para empujarlo a abrir los ojos. A pesar de que ya era hora de levantarse, se quedó un rato tumbado. No se lo dijo a Livia, pero le dolían los huesos, consecuencia sin duda del baño de la víspera. Y la cicatriz del hombro estaba morada y le dolía. Livia notó que algo no marchaba, pero prefirió no hacer preguntas.
Entre una cosa y otra, llegó con un poco de retraso al despacho.
– ¡Dottori, ah, dottori! ¡Las ampliaciones futugráficas que le encargó a Cicco de Cicco sobre su mesa están! -dijo Catarella en cuanto lo vio entrar, mirando a un lado y otro con cara de conspirador.
De Cicco había hecho un trabajo excelente. Montalbano descubrió que la grieta que partía del borde de la piscina no era tal. Era un efecto engañoso de luz y sombra. En realidad se trataba de una cuerda atada a un clavo que sujetaba un termómetro de gran tamaño, de los que servían para medir la temperatura del mosto. Tanto la cuerda como el termómetro se habían vuelto de color negro, en primer lugar por el uso y después por el polvo acumulado encima.
A Montalbano ya no le cupo ninguna duda: los secuestradores habían arrojado a la chica al interior de un depósito donde antaño se recogía el mosto. Por consiguiente, junto a él y en un lugar más elevado debía de haber también un lagar, el receptáculo donde se pisa la uva. ¿Por qué no se habían tomado la molestia de retirar el termómetro? Quizá no le habían prestado atención por estar demasiado acostumbrados a su presencia. Uno acaba por no ver lo que tiene siempre delante de los ojos. En cualquier caso, aquello reducía el área de investigación. Ya no había que buscar una apartada casita rural sino una auténtica finca, aunque estuviera medio en ruinas.
Llamó de inmediato a Minutolo para comunicarle su descubrimiento. El dato le pareció muy importante a su colega. Dijo que eso limitaba considerablemente el campo de las pesquisas y que dictaría nuevas órdenes a los hombres que estaban batiendo la zona.
Después preguntó:
– ¿Qué opinas de la novedad?
– ¿Qué novedad?
– ¿No has visto TeleVigàta esta mañana a las ocho?
– ¡Yo no veo la televisión a esas horas!
– Los secuestradores han llamado a TeleVigàta. Allí lo han grabado todo y lo han emitido. La consabida voz falseada. Dice que aquel «a quien corresponda» dispone hasta mañana por la noche. De lo contrario, nadie volverá a ver a la chica.
Montalbano sintió que una fría víbora le subía por la espalda.
– Han inventado el secuestro multimedia. ¿No han dicho nada más?
– Te he repetido palabra por palabra el contenido de la llamada. De todos modos, si deseas escucharla, dentro de poco me enviarán la cinta. El juez está histérico. Quería mandar a la cárcel a Ragonese. ¿Y sabes una cosa? Estoy empezando a preocuparme en serio.
– Yo también -dijo Montalbano.
Los que retenían a la chica ya ni siquiera se dignaban llamar a casa de los Mistretta. Su propósito, implicar a Peruzzo sin nombrarlo, ya lo habían alcanzado. El ingeniero tenía a la opinión pública en contra. Montalbano estaba seguro de que si los secuestradores mataran a Susanna en ese instante, la gente no la tomaría con ellos, sino con el tío que se había negado a intervenir en el asunto. ¿Mataran? Un momento. Los captores no habían utilizado ese verbo. Ni siquiera «asesinar». Y tampoco «liquidar». Era gente que dominaba el italiano. Habían dicho que no volverían a ver a la chica. Y dirigiéndose a personas corrientes, no cabía duda de que un verbo como «matar» causa más impresión. Así pues, ¿por qué no lo habían usado? Se aferró a ese detalle lingüístico con toda la fuerza de la desesperación. Era como agarrarse a una brizna de hierba para no caer a un precipicio. A lo mejor, los secuestradores pretendían dejar un margen para las negociaciones y evitaban emplear un verbo definitivo y sin posibilidad de retorno. En cualquier caso, convenía actuar con rapidez. Sí, pero ¿qué hacer?
Por la tarde, Mimi Augello, que se había hartado de dar vueltas por la casa, se presentó en la comisaría con dos noticias.
La primera era que a última hora de la mañana, mientras abría la puerta de su automóvil en un aparcamiento de Montelusa, la señora Valeria, esposa del ingeniero Antonio Peruzzo, había sido abordada por tres mujeres que la increparon y la emprendieron a puntapiés con ella, diciéndole a gritos que no tenía vergüenza y que aconsejara a su marido que pagara el rescate cuanto antes. Entretanto se acercaron otras personas, que se pusieron de parte de las tres mujeres, hasta que una patrulla de carabineros que pasaba por allí salvó a la señora. En el hospital le detectaron contusiones, moretones y desgarros.
La segunda noticia era que habían incendiado dos camiones de gran tamaño de la empresa de Peruzzo. Para evitar equívocos y falsas interpretaciones, en el lugar de los hechos habían escrito en una pared: «¡Paga enseguida, cornudo!»
– Si matan a Susanna, seguro que el ingeniero muere linchado -dijo Mimi.
– ¿Tú crees que esto acabará mal? -le preguntó Montalbano.
Mimi Augello contestó de inmediato:
– No.
– Pero supongamos que el ingeniero se niega a pagar ni una lira. Ya han lanzado una especie de ultimátum.
– Los ultimátums nunca acaban siéndolo. Ya verás como terminan poniéndose de acuerdo.
– ¿Cómo está Beba? -preguntó, cambiando de tema.
– Bastante bien. Ya es sólo cuestión de días. Por cierto, ha venido Livia a vernos, y Beba le ha contado nuestra intención de pedirte que seas el padrino de nuestro hijo.
¡Pero bueno! ¿Es que todo el pueblo se había empeñado en nombrarlo padrino?