– ¡Agua! -grita, enfurecido.
Livia se sobresalta.
– ¿Por qué bebe tanto, doctor? -pregunta.
– Seguramente por el efecto de la anestesia -dice Strazzera. Y añade-: De todos modos, Livia, la operación ha sido una tontería. Lo he hecho de tal manera que le quedará una cicatriz prácticamente invisible.
Ella lo mira con una sonrisa de gratitud que enfurece todavía más al comisario. ¡Una cicatriz invisible! O sea que podrá presentarse sin ningún problema al próximo concurso de Mr. Músculo.
A propósito de músculo, o lo que sea. Se desplaza sin hacer ruido hasta pegar el cuerpo a la espalda de Livia. Ella parece notar el contacto, a juzgar por la especie de maullido que emite en sueños.
Montalbano alarga una mano ahuecada y se la coloca sobre un pecho. Livia, como obedeciendo a un reflejo condicionado, apoya su mano sobre la de él. Y la actuación se detiene ahí. Porque él sabe de sobra que si sigue adelante, Livia lo parará en seco. Ya ocurrió la primera noche que regresaron a Marinella.
– No, Salvo, de eso ni hablar. Temo que te duela.
– Vamos, Livia, me han herido en el hombro, no en la…
– No seas vulgar. ¿Es que no lo entiendes? No me sentiría a gusto, tendría miedo de que…
Pero el músculo, o lo que sea, no comprende ese tipo de miedos. Carece de cerebro, no está acostumbrado a la meditación. No atiende a razones. Y allí se queda, hinchado de rabia y deseo.
Miedo. Temor. Eso experimenta al segundo día de la operación cuando, hacia las nueve de la mañana, la herida empieza a dolerle intensamente. ¿Por qué duele tanto? ¿Se habrían dejado, como ocurría a menudo, un trozo de gasa dentro? Y tal vez no fuera una gasa, sino un bisturí de treinta centímetros. Livia lo nota de inmediato y llama a Strazzera, que acude enseguida, quizá dejando a medias una operación a corazón abierto. Pero las cosas habían llegado a ese punto: en cuanto Livia lo llamaba, Strazzera acudía corriendo. El médico dice que es algo normal, que no hay razón para que se alarme. Y le pone una inyección a Montalbano. Antes de que transcurran diez minutos, suceden dos cosas. La primera es que el dolor comienza a remitir y la segunda, que Livia dice:
– Ha llegado el jefe superior de policía.
Y se retira. Entran en la habitación Bonetti-Alderighi y su jefe de gabinete, el dottor Lattes, que junta las manos en gesto de oración como si se encontrara ante el lecho de un moribundo.
– ¿ Qué tal va eso, qué tal? -pregunta el jefe superior.
– ¿ Qué tal va, qué tal? -repite Lattes con entonación de letanía.
Habla el jefe superior, pero Montalbano lo oye sólo a ráfagas, como si un fuerte viento le arrebatara las palabras.
– … y por consiguiente, lo he propuesto para una mención solemne.
– Solemne -repite Lattes.
«Paraptin chimpún», dice una voz en la cabeza de Montalbano.
Viento.
– A la espera de su reincorporación, el dottor Augello…
«¡Oh, qué bello, oh, qué bello!», dice la consabida voz interior.
Viento.
Ojos de cordero degollado que se cierran inexorablemente
Le pesan los párpados. A lo mejor logra dormirse así, pegado al cuerpo caliente de Livia. Pero ahí está el latazo de la persiana que sigue quejándose a cada ráfaga de viento.
¿Qué hacer? ¿Abrir la ventana y cerrar mejor la persiana? Ni pensarlo, seguro que Livia se despertaría. Puede que haya algún sistema. No cuesta nada probarlo. No intentar oponerse al gemido de la persiana, sino secundarlo, incorporarlo al ritmo de la respiración.
– ¡Iiiih! -dice la persiana.
– ¡Iiiih! -replica él con los labios medio cerrados.
– ¡Eeeeh! -dice la persiana.
– ¡Eeeeh! -responde él como un eco.
Pero esta vez no ha controlado el volumen de la voz. En un visto y no visto, Livia abre los ojos y se incorpora a medias.
– Salvo, ¿te encuentras mal?
– ¿Por qué?
– ¡Te estabas quejando!
– Habrá sido en sueños, perdona. Duerme.
¡Maldita ventana!
2
A través de la ventana abierta entra mucho frío. Siempre ocurre lo mismo en los hospitales: te curan la apendicitis y te matan de una pulmonía. Montalbano permanece sentado en un sillón; faltan sólo dos días, y después podrá regresar a Marinella. Pero desde las seis de la mañana varios pelotones de mujeres se dedican a limpiarlo todo: corredores, habitaciones, trasteros… a sacar brillo a los cristales de las ventanas, los tiradores de las puertas, las camas y las sillas. Parece como si una oleada de locura limpiadora lo hubiera arrollado todo; se cambian sábanas, fundas de almohada, colchas; el cuarto de baño está tan reluciente que hay que entrar en él con gafas de sol.
– Pero ¿qué pasa aquí? -le pregunta a una enfermera que ha acudido para ayudarlo a acostarse.
– Va a venir un pez gordo.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– Oiga, ¿no podría quedarme en el sillón?
– No, no puede.
Al cabo de un rato aparece Strazzera, que sufre una decepción al no encontrar a Livia.
– Es posible que se pase más tarde -lo tranquiliza Montalbano. El «es posible» lo dice sólo para fastidiar, para mantener en vilo al médico. Livia le ha asegurado que iría, aunque con cierto retraso-. ¿Quién viene?
– Petrotto. El subsecretario.
– ¿Ya qué?
– A felicitarlo.
¡Mierda! ¡Lo que faltaba! El muy honorable abogado Gianfranco Petrotto, el actual subsecretario de Interior, condenado una vez por corrupción y otra por prevaricación, y acusado de un delito prescrito. Ex comunista, ex socialista, y ahora elegido triunfalmente por el partido de la mayoría.
– ¿No puede administrarme una inyección que me deje inconsciente unas tres horitas? -le suplica a Strazzera.
El médico alza los brazos y se va. El honorable abogado Gianfranco Petrotto se presenta precedido de una salva de aplausos que retumba por el pasillo. Pero sólo permite entrar en la habitación al prefecto, el jefe superior de policía, el director del hospital y un diputado de su séquito.
– ¡Los demás que esperen fuera! -ordena levantando la voz.
El subsecretario empieza a abrir y cerrar la boca. Habla. Y habla. Y habla. No sabe que Montalbano se ha taponado las orejas con algodón hidrófilo hasta casi reventárselas. Y no puede oír las chorradas que le está soltando.
Desde hace un buen rato ya no oye el gemido de la persiana. Apenas le da tiempo a mirar el reloj, las cuatro y cuarenta y cinco minutos, cuando finalmente se duerme.
En medio del sueño, a duras penas oyó el teléfono que sonaba y volvía a sonar.
Abrió un ojo y miró el reloj. Se levantó a toda prisa; quería detener los timbrazos antes de que llegaran a lo más profundo del sueño de Livia. Alzó el auricular.
– Dottori, ¿qué he hecho? ¿Lo he despertado?
– Cataré, son las seis de la mañana, en punto.
– Pues mi reloj marca las seis y tres minutos.
– Eso quiere decir que adelanta.
– ¿Está seguro, dottori?
– Segurísimo.
– Entonces lo retraso tres minutos, dottori. Gracias, dottori.
– Faltaría más.
Catarella colgó y Montalbano regresó al dormitorio. Sin embargo, se detuvo a medio camino, soltando maldiciones.
Pero ¿a qué cono venía aquella llamada? ¿Lo había despertado a las tantas de la madrugada sólo para ver si el reloj le iba bien? Justo en ese momento el teléfono sonó de nuevo, y fue corriendo y descolgó al primer timbrazo.
– Dottori, pido perdón, pero con la cuestión de la hora he olvidado decirle el motivo de mi llamada previa a la presente.
– Dímelo.
– Parece que han secuestrado el ciclomotor de una chica.
– ¿Secuestrado o robado?
– Secuestrado, dottori.
Montalbano se enfureció, pero estaba obligado a ahogar los gritos que le apetecía soltar.