– Susanna ha sido liberada.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo está?
– Bien.
– Nos vemos -concluyó Montalbano.
Y se acostó de nuevo.
Le contó la noticia a Livia en cuanto la vio removerse en la cama, dando las primeras señales de despertar.
– ¿Cuándo te has enterado? -preguntó ella, levantándose de un salto como si hubiera descubierto una araña entre las sábanas.
– Me ha llamado Fazio. Un poco antes de las seis.
– ¿Por qué no me lo has dicho enseguida?
– ¿Y despertarte?
– Sí. Sabes lo inquieta que estoy con esta historia. ¡Me has dejado dormir a propósito!
– Bueno, si eso es lo que crees, reconozco mi culpa y no se hable más. Ahora tranquilízate.
Pero Livia tenía ganas de armar jaleo. Lo miró con desdén.
– Además, no entiendo cómo puedes quedarte en la cama y no ir a reunirte enseguida con Minutolo para saber, para informarte…
– ¿De qué? Si quieres información, pon la televisión.
– ¡A veces tu indiferencia me ataca los nervios!
Y corrió a encender el televisor. Montalbano, en cambio, se encerró en el cuarto de baño y se lo tomó con calma. Con la obvia intención de incordiarlo, Livia puso el volumen muy alto, y mientras el comisario bebía café en la cocina le llegaban voces alteradas, sirenas, frenazos, a tal punto que estuvo a punto de no oír el timbre del teléfono. Cuando fue al comedor, todo vibraba a causa del fragor infernal procedente del aparato.
– Livia, por favor, ¿quieres bajar el volumen?
Ella obedeció a regañadientes. El comisario descolgó el auricular.
– ¿Montalbano? ¿Qué haces? ¿No vienes? -Era Minutolo.
– ¿Para qué?
Minutolo pareció desconcertarse.
– Bueno… no sé… pensaba que te gustaría…
– Además, supongo que estaréis asediados.
– En eso tienes razón. Delante de la verja hay decenas de periodistas, fotógrafos, cámaras… He tenido que pedir refuerzos. Dentro de poco llegarán el juez y el jefe superior. Un follón.
– ¿Cómo está la chica?
– Cansada pero bien. Su tío la ha examinado y la ha encontrado en buenas condiciones físicas.
– ¿Cómo la han tratado?
– Dice que jamás han hecho un gesto violento contra ella. Al contrario.
– ¿Cuántos eran?
– Ella siempre vio a dos personas encapuchadas. Campesinos, con toda seguridad.
– ¿Cómo la han liberado?
– Dice que la despertaron en plena noche, la obligaron a ponerse una capucha, le ataron las manos a la espalda, la sacaron de su encierro y la metieron en el maletero de un automóvil. Según ella, viajaron durante más de dos horas. Después el coche se detuvo, la hicieron bajar y caminaron durante media hora. Luego le aflojaron la cuerda de las muñecas, la sentaron en el suelo y se marcharon.
– Y en todo ese tiempo ¿no le dirigieron la palabra?
– Ni una sola vez. Susanna tardó un poco en librarse de las ataduras de las manos y luego se quitó la capucha. Como aún era noche cerrada, no veía nada, pero no se desanimó y consiguió orientarse y dirigirse hacia Vigàta. Finalmente comprendió que se encontraba en las inmediaciones de La Cueca, ¿recuerdas aquel pueblo…? -Sí, continúa.
– Recorrió los algo más de tres kilómetros que hay hasta el chalet, llamó al timbre y Fazio salió a abrir.
– O sea que todo se desarrolló según el guión.
– ¿Qué quieres decir?
– Que siguen mostrándonos el escenario que estamos acostumbrados a ver: un espectáculo falso; el verdadero lo han interpretado para un solo espectador, el ingeniero Peruzzo, y lo han invitado a participar. Después ha habido un tercer espectáculo destinado a la opinión pública. ¿Sabes cómo ha representado su papel Peruzzo?
– Montalbá, sinceramente no entiendo qué quieres decir.
– ¿Habéis logrado contactar con el ingeniero?
– Todavía no.
– ¿Y ahora qué haréis?
– El juez oirá el relato de Susanna y por la tarde se celebrará una rueda de prensa. ¿No vendrás?
– Ni loco.
Acababa de llegar a la puerta de su despacho cuando sonó el teléfono.
– ¿Dottori? Hay al tilífuno uno que dice que es la luna. Y yo, creyendo que era una broma, le he contestado que yo era el sol. Se ha cabreado. Un chiflado, me parece.
– Pásamelo.
¿Qué querría de él el fiel enfermero de sus clientes?
– ¿Dottor Montalbano? Buenos días. Soy el abogado Luna.
– Buenos días, abogado, dígame.
– Ante todo, lo felicito por el telefonista.
– Verá, abogado…
– «No les prestes atención, mira y pasa», como dice nuestro excelso Dante. Dejémoslo. Lo llamo sólo para recordarle su inútil y ofensivo sarcasmo de anoche, tanto contra mí como contra mi cliente. Porque resulta que tengo la desgracia, o la suerte, de poseer una memoria de elefante.
«¿Pero no es usted un elefante?», habría querido contestarle, pero se contuvo.
– Expliqúese mejor, se lo ruego.
– Anoche, cuando vino a mi casa con su compañero, usted estaba convencido de que mi cliente no pagaría, y en cambio, como ha visto…
– Abogado, sin duda usted me interpretó mal. Yo estaba convencido de que su cliente, por las buenas o por las malas, pagaría. ¿Ha conseguido ponerse en contacto con él?
– Me telefoneó anoche tras haber cumplido con su deber.
– ¿Podemos hablar con él?
– Todavía no se siente con ánimos. Ha pasado por una experiencia terrible.
– Sí, una experiencia terrible de seis mil millones en billetes de quinientos euros.
– Metidos en una maleta o en una bolsa, no lo sé.
– ¿Sabe dónde le dijeron que depositara el dinero?
– Pues mire, lo llamaron anoche sobre las nueve, le describieron con todo detalle el camino que tenía que seguir para llegar a un pequeño paso elevado, el único que hay a lo largo de la carretera de Brancato. Una zona muy poco transitada. Bajo el paso elevado le dijeron que encontraría un pequeño pozo cubierto por una laja muy fácil de levantar. Sólo debía introducir en su interior el maletín o la bolsa, volver a tapar el pozo y largarse. Poco antes de medianoche mi cliente llegó al lugar, cumplió al pie de la letra lo que le habían mandado y se apresuró a retirarse.
– Le doy las gracias, abogado.
– Disculpe, comisario. Tengo que pedirle un favor.
– ¿Cuál?
– Que colabore diciendo lo que sabe, ni una palabra más ni una menos, con el fin de restaurar la imagen de mi cliente, tan gravemente dañada.
– ¿Puedo preguntarle quiénes son los demás restauradores?
– Yo, el dottor Minutolo, usted, todos los amigos del partido y los que no lo son; en resumen, todos los que han tenido la oportunidad de conocer…
– Si se presenta la ocasión, lo haré.
– Se lo agradezco.
El teléfono volvió a sonar.
– Dottori, es el siñor y dottori Latte con ese al final.
El dottor Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía, llamado «Latte e miele», es decir «leche y miel», hombre religioso y empalagoso, suscriptor del Osservatore Romano.
– ¡Queridísimo amigo! ¿Cómo está?
– No puedo quejarme.
– ¡Gracias a la Virgen! ¿Y la familia?
¡Qué pesadez! Lattes estaba convencido de que el comisario tenía una familia y no había manera de sacarlo de ahí. Si se enteraba de que Montalbano era soltero, a lo mejor le daba un ataque.
– Muy bien, gracias a la Virgen.
– Pues mire, en nombre del señor jefe superior, lo invito a la rueda de prensa que tendrá lugar en la Jefatura hoy a las diecisiete treinta a propósito de la feliz conclusión del secuestro Mistretta. El señor jefe superior quiere puntualizar, sin embargo, que usted deberá limitarse a estar presente. No se le concederá el uso de la palabra.