– Gracias a la Virgen -murmuró entre dientes.
– ¿Qué ha dicho? No lo he entendido.
– He dicho que tengo una duda. Como usted sabe, estoy convaleciente y me han llamado al servicio sólo para…
– Lo sé, lo sé. ¿Y bien?
– Pues que quizá podrían disculpar mi ausencia en la rueda de prensa. Estoy un poco fatigado.
– ¡Cómo no, cómo no! ¡Cuídese mucho, mi queridísimo amigo! Pero considérese todavía en servicio hasta nuevo aviso.
Seguro que existía un Manual del perfecto investigador, como existía el Manual de los jóvenes castores, y seguro que lo habían publicado los americanos, que son capaces de escribir manuales sobre la mejor manera de introducir los botones en los ojales. Aunque Montalbano no lo había leído, no le cabía duda de que en algún capítulo el autor advertía de que cuanto antes se llevara a cabo el reconocimiento del escenario de un delito, tanto mejor. Es decir, antes de que los elementos naturales, la lluvia, el viento, el sol, el hombre, los animales, lo alteraran hasta convertir en indescifrables las señales, a veces ya de por sí apenas perceptibles.
A través del abogado Luna, Montalbano conocía el lugar donde el ingeniero había dejado el dinero del rescate. Pensó que su deber era comunicar esa información a Minutolo de inmediato. Seguro que los secuestradores habían permanecido un buen rato escondidos en las proximidades de aquel paso elevado, primero para cerciorarse de que no estuviera apostada la policía en las inmediaciones y después para comprobar que todo estuviera tranquilo antes de salir de su escondrijo e ir a recoger el dinero. Y seguro que habrían dejado alguna huella de su presencia. Por eso tenía que ir enseguida a inspeccionar, antes de que se alterara el escenario de los hechos (véase el susodicho manual). «Un momento», se dijo mientras su mano descolgaba el auricular. ¿Y si Minutolo no podía acudir al instante al lugar? ¿No sería mejor ir a echar un vistazo personalmente? Un simple reconocimiento superficial. En caso de que descubriera algo importante, advertiría a Minutolo para que se efectuara una investigación más pormenorizada.
Y así trató de tranquilizar su conciencia, que llevaba un buen rato murmurando por lo bajo.
Pero su conciencia, la muy testaruda, no sólo se negó a calmarse, sino que expresó lo que pensaba con toda claridad: «Es inútil que busques excusas, Montalbà. Tú lo que quieres es fastidiar a Minutolo ahora que la chica ya no corre peligro.»
– ¡Catarella!
– ¡A sus órdenes, dottori!
– ¿Conoces el camino más corto para Brancato?
– ¿Qué Brancato, dottori} ¿Brancato de Arriba o Brancato de Abajo?
– ¿Tan grande es?
– No, siñor dottori. Quinientos habitantes hasta ayer. El caso es que como Brancato de Arriba está resbalando hacia abajo por la montaña…
– ¿Qué quieres decir? ¿Algún corrimiento de tierras?
– Sí, siñor, y como está pasando lo que dice usía, han construido un pueblo nuevo al pie de la montaña. Pero cincuenta viejos no han querido dejar las casas y ahora mismo los habitantes viven todos repartidos, cuatrocientos cuarenta y nueve abajo y cincuenta arriba.
– Un momento, falta uno.
– ¿No le he dicho que quinientos hasta ayer? Ayer murió uno, dottori. Me lo cumunicó mi primo Michele, que vive en Brancato de Abajo.
¡Faltaría más que Catarella no tuviera también algún pariente en aquel remoto pueblo!
– Oye, Cataré, yendo desde Palermo, ¿cuál se encuentra primero, Brancato de Arriba o Brancato de Abajo?
– El de abajo, dottori.
– ¿Y cómo se llega hasta allí?
La explicación fue muy larga y laboriosa.
– Oye, Cataré, si telefonea el dottor Minutolo, dile que me llame al móvil.
Tomó la vía rápida de Palermo, que estaba muy transitada. Era una carretera de dos carriles ligeramente más anchos de lo habitual, pero, vete tú a saber por qué, todo el mundo la consideraba una autopista. Y debido a eso, todo el mundo circulaba como si fuera tal. Camiones que adelantaban a coches que iban a ciento cincuenta por hora (debido a que un ministro, el llamado «del ramo», había anunciado que se podía circular a esa velocidad por las autopistas), tractores, vespas y camionetas destrozadas, en medio de un diluvio de ciclomotores. La carretera, tanto a la derecha como a la izquierda, estaba constelada de pequeñas lápidas adornadas con ramilletes de flores, no a modo de embellecimiento sino para señalar el punto donde decenas de pobres desgraciados en coche o ciclomotor habían perdido la vida. Un recordatorio continuo que, sin embargo, a todos les importaba un carajo.
Giró al llegar a la tercera bifurcación a la derecha. La carretera estaba asfaltada, pero no había señalización. Tendría que fiarse de las indicaciones de Catarella. El paisaje llano había cambiado por otro de pequeñas colinas y algún que otro viñedo. Del pueblo, en cambio, ni rastro. Aún no se había cruzado con ningún automóvil. Empezó a preocuparse porque, entre otras cosas, no se veía ni un alma a quien pedir información. De golpe se le pasaron las ganas de continuar. Justo cuando se disponía a dar media vuelta para regresar a Vigàta, vio a lo lejos un pequeño carro que se dirigía hacia él y decidió preguntarle al carretero. Siguió adelante, y al llegar a la altura del caballo, se detuvo, abrió la portezuela y bajó.
– Buenos días -saludó al carretero.
El campesino, que no parecía haberse percatado de la llegada del comisario, miraba hacia delante con las riendas en la mano.
– A usted -contestó el hombre, un sexagenario enjuto y tostado por el sol. Iba vestido de fustán y llevaba la cabeza cubierta por un absurdo Borsalino que debía de remontarse a los años cincuenta.
Pero no hizo ademán de detenerse.
– Quería pedirle información -dijo Montalba-no, situándose a su lado.
– ¿A mí? -preguntó, entre sorprendido y consternado.
¿Y a quién, si no? ¿Al caballo?
– Sí.
– Ehhh -gritó el carretero, tirando de las riendas.
El animal se detuvo.
El hombre no abrió la boca. Sin dejar de mirar hacia delante, esperó a que le hiciera la pregunta.
– Oiga, ¿podría indicarme el camino de Brancato de Abajo?
A regañadientes, como si le costara un enorme esfuerzo, dijo:
– Todo recto. Tercer cruce a la izquierda. Buenos días. ¡Ahhh!
El «ahhh» iba dirigido al caballo, que reanudó la marcha.
Aproximadamente media hora después, Montalbano vio aparecer a lo lejos una especie de construcción mitad paso elevado y mitad puente. Para ser un puente le faltaban los pretiles, aunque tenía unas grandes redes metálicas de protección; pero su forma tampoco era la de un paso elevado porque lo habían hecho en arco, como un puente. Al fondo destacaba una colina en cuya cima se levantaban en imposible equilibrio los dados blancos de unas cuantas casuchas medio deslizadas hacia abajo. Sin duda se trataba de las viviendas de Brancato de Arriba, mientras que de las de Abajo aún no se veía ni siquiera un tejado. En cualquier caso, el pozo debía de estar por allí. Montalbano se detuvo a unos veinte metros de distancia del paso elevado, bajó y empezó a mirar alrededor. La carretera estaba desierta. Desde que girara en el cruce sólo había tropezado con el carretero. Después vio un campesino removiendo la tierra con una azada. Y nada más. En cuanto se ponía el sol y caía la oscuridad, en aquella carretera no debía de verse nada de nada. No había ningún tipo de alumbrado, ni casas desde las cuales pudiera llegar un poco de luz. Entonces, ¿dónde se habían apostado los secuestradores para observar si aparecía el automóvil del ingeniero? Y sobre todo, ¿cómo se las habían arreglado para saber con toda certeza que era el coche de Peruzzo y no otro que, por puro milagro, acertara a pasar por allí?
Cerca del paso elevado, cuya utilidad no conseguía comprender, no había ni matorrales ni muretes donde esconderse. Incluso en medio de la oscuridad de la noche, aquel lugar no ofrecía la menor posibilidad de esquivar la luz de los faros de un automóvil. ¿Entonces?