Un perro ladró. Impulsado por la necesidad de contemplar un ser vivo, Montalbano lo buscó con la mirada. Y lo vio. Estaba a la entrada del paso elevado, a la derecha. Sólo se le veía la cabeza. ¿Sería posible que hubieran construido aquello para facilitar el paso de perros y gatos? ¿Por qué no? En lo tocante a obras públicas, cualquier cosa es posible en nuestro bello país. De pronto el comisario comprendió que los secuestradores se habían escondido justo donde estaba el perro.
Avanzó por la campiña, cruzó una vereda y llegó al paso elevado, que tenía forma de lomo de asno y, por consiguiente, una acusada curvatura. Alguien que se situara justo al principio del puente no podía ser visto desde la carretera. Miró atentamente el suelo mientras el perro se alejaba gruñendo, pero no encontró nada, ni siquiera una colilla. Pero ¿cómo se puede encontrar una colilla hoy en día, cuando todo el mundo teme fumar debido a esos mensajes que figuran en las cajetillas y ponen cosas tales como «El tabaco provoca cáncer»? Así hasta los delincuentes dejan de fumar, y por eso los pobres policías se quedan sin indicios esenciales. ¿Y si le escribiera una nota al ministro de Sanidad?
Inspeccionó también el otro lado del puente. Nada. Regresó al punto de partida y se tumbó de bruces. Miró hacia abajo, apoyando la cabeza en la rejilla, y vio, casi perpendicular a él, una losa de piedra que cubría un pequeño pozo. Estaba claro que los secuestradores, en cuanto vieron llegar el coche del ingeniero, subieron al paso elevado para hacer lo mismo que él, tumbarse en el suelo. Desde allí verían, a la luz de los faros, cómo Peruzzo levantaba la piedra, introducía la maleta en el pequeño pozo y se iba. Seguro que los acontecimientos se habían desarrollado de esa manera. Sin embargo, no había logrado el objetivo que lo había inducido a desplazarse hasta allí: los raptores no habían dejado ninguna huella. Abandonó el puente y se situó debajo. Examinó la losa que tapaba el pozo, pero la abertura se le antojó demasiado pequeña para que cupiera una maleta. Efectuó un rápido cálculo: seis mil millones de liras equivalían más o menos a tres millones cien mil euros. Si cada fajo estaba integrado por cien billetes de quinientos euros, eso significaba que bastaban sesenta y dos fajos. Por tanto no se necesitaba una maleta grande, al contrario. La losa se podía levantar sin dificultad porque tenía una especie de argolla de hierro. Introdujo un dedo y tiró. La piedra se alzó. Montalbano miró al interior del pequeño pozo y se sorprendió. Había una bolsa de gran tamaño y no parecía vacía. ¿Aún estaba allí el dinero de Peruzzo? ¿Sería posible que los secuestradores no lo hubieran retirado? Entonces ¿por qué habían soltado a la chica? Se arrodilló, metió el brazo, agarró la bolsa, que pesaba considerablemente, la sacó y la dejó en el suelo. Respiró hondo y la abrió. Estaba llena de fajos, pero no de billetes de banco, sino de recortes de viejas revistas de papel satinado.
14
La sorpresa le provocó una especie de ataque que lo hizo caer de culo al suelo. Con la boca abierta a causa del estupor, empezó a hacerse preguntas. ¿Qué significaba aquel descubrimiento? ¿Que el ingeniero, en lugar de euros, había introducido en la bolsa recortes de papel? ¿Habría sido capaz de inventar una treta que pudiera poner en peligro la vida de su sobrina? Lo pensó un poco y llegó a la conclusión de que Peruzzo era capaz de eso y de mucho más. En tal caso, la actuación de los secuestradores resultaba inexplicable. Porque las posibilidades eran dos, no había vuelta de hoja: o habían abierto la bolsa allí mismo y, a pesar de advertir el engaño, habían decidido soltar a la chica, o habían caído en la trampa, es decir, habían visto al ingeniero depositar la bolsa en el interior del pozo, no habían tenido ocasión de comprobar de inmediato el contenido y habían dado la orden de liberar a Susanna.
¿O acaso Peruzzo sabía que los captores no podrían abrir enseguida la bolsa y había jugado con el tiempo? Calma, razonamiento equivocado. Nada impedía a los secuestradores ir al pozo cuando les diera la gana. La entrega del dinero no significaba necesariamente la instantánea liberación de la chica, así que, entonces, ¿con qué tiempo contaba el ingeniero? Con ninguno. Se mirara como se mirara, esa posibilidad era absurda.
Mientras permanecía allí aturdido, con las preguntas que le taladraban el cerebro cual ráfagas de ametralladora, oyó un extraño son de campanillas. Pensó que tal vez se aproximaba un rebaño de ovejas. Pero el sonido no se acercaba, por más que se oyera muy próximo. Entonces comprendió que lo que sonaba era el móvil, que casi nunca utilizaba.
– ¿Es usted, dottore? Soy Fazio.
– ¿Qué hay?
– El dottor Minutolo quiere que le comunique algo que ha ocurrido hace unos tres cuartos de hora. He intentado localizarlo en la comisaría y en su casa, hasta que al final Catarella ha recordado que…
– Muy bien, dime.
– Pues verá, el dottor Minutolo ha llamado al abogado Luna para preguntarle por el ingeniero. Y el abogado le ha dicho que Peruzzo pagó anoche el rescate e incluso le ha revelado dónde dejó el dinero. Así que el dottor Minutolo se dirige a toda prisa al lugar de los hechos, que se encuentra junto a la carretera de Brancato, para efectuar una inspección. Por desgracia, junto a él se desplazan también los periodistas.
– Pero bueno, ¿qué es lo que quiere Minutolo?
– Dice que le gustaría que usted se reuniera con él. Le explico cuál es el mejor camino para…
Pero el comisario ya había colgado. Minutolo, sus hombres, una caterva de periodistas, fotógrafos y cámaras podían llegar de un momento a otro. Y si lo veían allí, ¿cómo les explicaría su presencia? «¡Oh, qué agradable sorpresa! Estaba aquí arando los campos…»
Introdujo rápidamente la bolsa en el pozo, lo cubrió con la losa, regresó corriendo al coche, encendió el motor, inició la maniobra de marcha atrás… y se detuvo. Si volvía por el mismo camino, se cruzaría con la alegre caravana de vehículos encabezada por Minutolo. No, lo mejor era seguir hasta Brancato de Abajo.
Llegó en menos de diez minutos. Un pueblecito limpio, con una plaza muy pequeña, la iglesia, el ayuntamiento, un café, una sucursal bancaria, una trattoria y una tienda de zapatos. Alrededor de la placita había unos bancos de granito ocupados por una docena de ancianos y viejos decrépitos. No hablaban, no se movían. Durante un segundo Montalbano pensó que eran estatuas, unos admirables ejemplos de arte hiperrealista. Pero uno de ellos, perteneciente a la categoría de los decrépitos, echó repentinamente la cabeza atrás y la apoyó de golpe en el respaldo del banco. O había muerto, como parecía probable, o había experimentado un súbito acceso de sueño.
El aire del campo le había despertado el apetito. Consultó el reloj. Faltaba poco para la una. Se encaminó hacia la trattoria, pero se detuvo. ¿Y si a algún periodista se le ocurría ir a telefonear a Brancato de Abajo? Seguro que en Brancato de Arriba no había tabernas; pero no se sentía con ánimos para seguir mucho tiempo con el estómago vacío. Lo único que podía hacer era correr el riesgo y entrar en aquella trattoria.
Por el rabillo del ojo vio a un tipo que salía de la sucursal bancaria y se paraba a mirarlo. Acto seguido, el hombre, un obeso cuarentón, se le acercó con una ancha sonrisa:
– Pero ¿no es usted el comisario Montalbano?
– Sí, pero…
– ¡Qué alegría! Yo soy Michele Zarco. -Pronunció su nombre y apellido con el tono de alguien que es universalmente conocido. Y puesto que el comisario siguió mirándolo sin decir ni pío, aclaró-: Soy el primo de Catarella.
Michele Zarco, aparejador y teniente de alcalde de Brancato, fue su salvación. En primer lugar lo llevó a su casa para comer sin cumplidos, es decir, lo que hubiera, nada especial, tal como dijo. La señora Angila Zarco, rubia hasta la extenuación y parca en palabras, sirvió unos nada despreciables canelones en salsa, seguidos de conejo agridulce de la víspera, plato harto difícil de preparar, pues todo se basa en la exacta proporción entre vinagre y miel y en la adecuada amalgama entre los trozos de conejo y la caponata (fritura de berenjenas, apio, alcaparras y tomates), dentro de la cual tiene que cocer la carne. La señora Zarco lo había hecho muy bien y, para acabar de redondearlo, le había espolvoreado una picadura de almendras tostadas. Además, es bien sabido que el conejo agridulce recién hecho es una cosa, pero si se come al día siguiente es algo muy distinto, pues gana mucho en sabor y aroma. En resumen, Montalbano se chupó los dedos.