La rueda de prensa empezó a las cinco y media en punto. Detrás de una mesa estaban sentados Minutolo, el juez, el jefe superior de policía y Lattes. La sala de la jefatura se encontraba abarrotada de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Nicolò Zito y Pippo Ragonese también estaban presentes, a la debida distancia el uno del otro. El primero en tomar la palabra fue el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, el cual consideró oportuno empezar por el principio, es decir, desde el momento en que se produjo el secuestro. Aclaró que aquella primera parte del relato se basaba en las declaraciones de la chica. Susanna Mistretta regresaba a casa en su ciclomotor por el camino habitual, cuando, en el cruce con el sendero de San Gerlando, a pocos metros de su casa, un vehículo se situó a su lado y la obligó a meterse en el sendero. Apenas había tenido tiempo de detenerse, todavía alterada y confundida por lo ocurrido, cuando bajaron del automóvil dos hombres con el rostro cubierto por pasamontañas. Uno de ellos la levantó en vilo y la arrojó al interior del coche.
Susanna estaba demasiado aturdida para reaccionar. El hombre le quitó el casco, le tapó la boca con una bola de algodón, la amordazó, le ató las manos a la espalda y la obligó a tumbarse a sus pies.
De una manera confusa, la chica oyó, antes de perder el sentido, que el hombre subía al coche, se sentaba al volante y se ponía en marcha. Era evidente que el segundo, aunque ésta era una hipótesis de los investigadores, se había encargado de retirar el ciclomotor de la carretera.
Susanna despertó en medio de una oscuridad absoluta. Seguía con la mordaza, pero le habían desatado las muñecas. Moviéndose en la oscuridad se dio cuenta de que se encontraba en el interior de una especie de estanque de cemento de más de tres metros de profundidad y de que en el suelo había un viejo colchón. Así pasó la noche, desesperada, no tanto por su situación personal cuanto por el recuerdo de su madre moribunda. Después se quedó dormida, hasta que alguien encendió una luz. Una lámpara de las que usan los mecánicos para iluminar los motores. Dos hombres encapuchados la observaban. Uno de ellos sacó una grabadora de bolsillo y el otro bajó utilizando una escala de mano. El de la grabadora dijo algo, el otro le quitó la mordaza a Susanna, que pidió socorro a gritos, y volvieron a amordazarla. Al poco rato regresaron. Uno bajó por la escalerilla, le quitó la mordaza y subió de nuevo. El otro le hizo una instantánea. No la amordazaron más. Para darle la comida, siempre enlatada, empleaban la escalera de mano, que echaban cada vez. En un rincón de la piscina había un balde. A partir de entonces le dejaron la luz constantemente encendida.
Susanna no sufrió malos tratos en ningún momento, pero no tuvo la menor posibilidad de cuidar de su higiene personal. Y nunca oyó hablar entre sí a sus secuestradores, quienes jamás respondieron a sus preguntas ni le dirigieron la palabra. Ni siquiera cuando la sacaron de la piscina para ponerla en libertad. Susanna supo indicar a los investigadores el lugar donde la habían liberado. En efecto, allí encontraron la cuerda y el pañuelo con que la habían amordazado. En resumen, el jefe superior de policía dijo que la joven estaba bastante bien, teniendo en cuenta la terrible experiencia sufrida.
A continuación, Lattes señaló a un periodista, que se levantó y preguntó por qué no se podía entrevistar a la chica.
– Porque las investigaciones aún no han terminado -contestó el juez.
– Pero ¿el rescate se ha pagado o no? -preguntó Nicolò Zito.
– Eso forma parte del secreto del sumario -contestó una vez más el juez.
En ese momento se levantó Pippo Ragonese. Su boca de culo de gallina estaba apretadísima, hasta el punto de que las palabras le salían casi roídas:
– A est respect teng qu hacer no un prgunt sino una declarac…
– Más claro, más claro -dijo el coro griego de periodistas.
– Tengo que hacer una declaración, no una pregunta. Poco antes de venir aquí hemos recibido una llamada en nuestra redacción. He hablado yo en persona y he reconocido la voz del secuestrador que ya me había llamado. Ha declarado textualmente que el rescate no ha sido pagado, que quien tenía que pagar los ha engañado, pero que aun así han decidido soltar a la chica porque no se han sentido con ánimos para cargar con un cadáver en su conciencia.
Estalló un guirigay. Gente que se levantaba gesticulando, gente que salía corriendo, el juez que despotricaba contra Ragonese. El barullo era tal que no se entendía ni una sola palabra. Montalbano apagó el televisor y fue a sentarse a la galería.
Livia regresó una hora después y lo encontró contemplando el mar. No parecía en absoluto enfadada.
– ¿Adonde has ido?
– A despedirme de Beba y después me he pasado por Kolymbetra. Prométeme que cualquier día de éstos irás. ¿Y tú? Ni siquiera me has llamado para decirme que no venías a comer.
– Perdóname, Livia, pero es que…
– No te disculpes, no me apetece discutir contigo. Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.
Dio unas cuantas vueltas por la casa y después hizo algo que hacía muy pocas veces. Se sentó sobre las rodillas del comisario y lo estrechó entre sus brazos. Permaneció un buen rato así, en silencio, y después le susurró al oído:
– ¿Vamos dentro?
Antes de ir al dormitorio, Montalbano desconectó el teléfono, por si acaso.
Tumbados y abrazados en la cama se les pasó la hora de la cena. Y también la de la tertulia de después.
– Me alegro de que el secuestro de Susanna se haya resuelto antes de mi partida -dijo Livia.
– Ya.
Durante unas horas se había olvidado de todo, y le agradeció instintivamente a Livia que se lo hubiera recordado. ¿Por qué? No supo explicárselo.
Comieron sin apenas decir nada. A ambos les dolía la separación.
Livia se levantó y fue a terminar de preparar la maleta. Montalbano la oyó preguntar desde el pasillo:
– Salvo, ¿has cogido tú el libro que estaba leyendo?
– No.
Era una novela de Simenon, La prometida del señor Hire.
Livia fue a sentarse a su lado en la galería.
– No lo encuentro. Me gustaría llevármelo para terminarlo.
Al comisario se le ocurrió dónde podía estar. Se levantó.
– ¿Adonde vas?
– Vuelvo enseguida.
El libro estaba donde él pensaba: en el dormitorio, entre la mesita de noche y la pata de la cama. Se agachó, lo recogió, lo depositó sobre la maleta ya cerrada y regresó a la galería.
– Ya lo he encontrado -dijo. E hizo ademán de volver a sentarse.
– ¿Dónde? -preguntó Livia.
Él se quedó paralizado, como fulminado por un rayo, con un pie ligeramente levantado y el cuerpo inclinado hacia delante. Como en un repentino ataque de cervicales. Estaba tan inmóvil que ella se asustó.
– Salvo, ¿qué te ocurre?
No podía hacer el menor movimiento, las piernas se le habían vuelto de plomo; sin embargo, el cerebro estaba en plena actividad, todos sus engranajes giraban con soltura, alegrándose de poder moverse finalmente en la dirección apropiada.
– Salvo, Dios mío, ¿te encuentras mal?
– No.
Poco a poco notó que la sangre ya no estaba solidificada y volvía a circular. Consiguió sentarse. Pero su rostro debía de tener una expresión de asombro infinito y no quería que Livia lo viera.
Apoyó la cabeza en el hombro de ella y le dijo:
– Gracias.
Y entonces comprendió por qué antes, mientras estaban tumbados, había experimentado aquel sentimiento de gratitud que a primera vista le había parecido inexplicable.
15
El resorte de las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos no pudo despertar aquella noche a Montalbano porque ya estaba despierto. No había conciliado el sueño. Habría querido dejarse transportar por los pensamientos, que se sucedían como las olas de un mar embravecido, pero no podía agitar los brazos y las piernas; procuraba no moverse para no molestar a Livia, que se había ido muy pronto al país de los sueños.