El despertador sonó a las seis, y a las siete y cuarto ya estaban de camino hacia el aeropuerto de Punta Raisi. Conducía Livia. Durante el trayecto apenas hablaron; él, con la mente sumida en lo que deseaba hacer de inmediato para comprobar si lo que se le había ocurrido era una absurda fantasía o una absurda verdad, y ella, pensando en el trabajo atrasado, en lo que la esperaba en Génova después de haber permanecido más tiempo del previsto al lado de Salvo.
Antes de que Livia pasara a la sala de embarque, ambos se abrazaron en medio de la gente como dos jóvenes enamorados. Mientras la estrechaba entre sus brazos, Montalbano experimentó dos sentimientos contradictorios, dos sentimientos que no era natural que estuviesen juntos, pero que lo estaban. Por un lado, una profunda tristeza por el hecho de que ella se fuera; seguramente la casa de Marinella notaría en todo momento su ausencia, y él, que estaba a punto de convertirse en un señor de cierta edad, empezaba a sentir el peso de la soledad; y por otro lado, una especie de prisa porque Livia se marchase enseguida para poder regresar corriendo a Vigàta y hacer lo que debía con entera libertad, sin verse obligado a cumplir horarios ni a contestar a sus preguntas.
Livia se apartó por fin, lo miró y se encaminó hacia el puesto de control. Montalbano se quedó inmóvil, no para seguirla con la mirada hasta el último momento, sino a causa de un repentino estupor que le impidió dirigirse a la salida. Porque le había parecido percibir en el fondo de los ojos de Livia, justo en el fondo, un brillo, un resplandor que no tendría por qué estar allí. Había durado sólo un instante, agazapado detrás del opaco velo de la emoción. Pero él había tenido tiempo de percibir aquel relámpago apagado, pero relámpago al fin. ¿Acaso Livia, mientras permanecían abrazados, había vivido las mismas emociones contradictorias que él? ¿Acaso ella también sentía la amargura de la separación, pero al mismo tiempo estaba deseando con toda el alma recuperar su libertad?
Primero se enfureció, pero después le entraron ganas de reír. ¿Qué decía aquella sentencia latina? Nec tecum nec une te. Ni contigo ni sin ti. Perfecta.
– ¿Montalbano? Soy Minutolo.
– Hola. ¿Habéis logrado sonsacarle a la chica alguna información provechosa?
– Ahí está el problema, Montalbà. Debido en parte al trastorno que sufre por el secuestro, lo que es lógico, y en parte a que desde su regreso no ha podido dormir, no ha dicho gran cosa.
– ¿Y por qué no ha podido dormir?
– Porque el estado de su madre se ha agravado y no ha querido apartarse ni un instante de su cabecera. Por eso, cuando esta mañana me han llamado para decirme que la señora Mistretta había muerto por la noche…
– … has corrido con mucho tacto y sentido de la oportunidad a interrogar a Susanna.
– Montalbà, yo no soy de ésos. He venido aquí porque lo he considerado mi deber. A fuerza de estar en esta casa…
– … te has convertido en uno más de la familia. Bravo. Pero todavía no comprendo el motivo de tu llamada.
– Pues verás. Puesto que el funeral se celebrará mañana por la mañana, quisiera empezar a interrogar en serio a Susanna a partir de pasado mañana. El juez está de acuerdo. ¿Y tú?
– ¿Qué pinto yo en eso?
– ¿No tienes que ir tú también?
– No lo sé. Eso lo decidirá el jefe superior. Mira, hazme un favor: habla con él, pídele que te dé instrucciones y después me llamas.
– Dutturi, ¿es usía? Soy Adelìna Cirrinciò.
¡Su asistenta Adelìna! ¿Cómo se las había arreglado para enterarse de la marcha de Livia? ¿Por el olfato? ¿Husmeando el aire como los perros? Mejor no indagar; de lo contrario, igual averiguaba que en el pueblo sabían hasta la melodía que canturreaba cuando estaba sentado en el retrete.
– ¿Qué hay, Adelì?
– Dutturi, ¿puedo ir esta tarde a limpiar la casa y prepararle la comida?
– No, Adelì, hoy no, ven mañana por la mañana. -Necesitaba pensar un poco sin tener a nadie alrededor.
– Dutturi, ¿ya dicidió la cuistión del bautizo de mi nieto?
No lo dudó un instante. Livia, creyendo hacerse la graciosa, había acabado por ofrecerle un excelente motivo con aquella historia del empate.
– Ya lo he decidido, y estoy dispuesto.
– ¡Virgen santa, qué alegría!
– ¿Ya habéis fijado la fecha?
– Dutturi, dipende de usía.
– ¿De mí?
– Sí, siñor, de cuando usía esté libre.
«No; depende de cuando esté libre tu hijo», habría querido replicar, pues Pasquale, el padre de la criatura, se pasaba la vida entrando y saliendo de la cárcel. Pero se limitó a decir:
– Elegid vosotros y me lo comunicáis. Ahora dispongo de todo el tiempo que quiero.
Francesco Lipari se desplomó en la silla que había delante del escritorio del comisario. Tenía el rostro amarillento y las ojeras se le marcaban tanto que parecían pintadas con betún. Llevaba la ropa arrugada; a lo mejor se había acostado vestido. Montalbano se sorprendió, pues esperaba verlo sereno y aliviado por la puesta en libertad de la chica. Sin embargo…
– ¿Te encuentras mal?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Susanna no quiere hablar conmigo.
– Explícate.
– No hay nada que explicar. Desde que supe que la habían soltado, he llamado una docena de veces, pero siempre se pone el padre, el tío o cualquier otra persona. Y siempre me dicen lo mismo, que Susanna está ocupada y no puede atender al teléfono. Incluso esta mañana, cuando me enteré de que había muerto su madre…
– ¿Cómo lo supiste?
– Lo oí en una radio local y lo primero que pensé fue que era una suerte que Susanna haya tenido tiempo de verla viva. Y enseguida la llamé, quería estar cerca de ella; pero me dieron la misma respuesta. No podía ponerse. -Ocultó el rostro entre las manos-. ¿Qué le he hecho yo para que me trate de esta manera?
– Tú, nada. Pero compréndelo. El trauma del secuestro es muy fuerte y difícil de superar. Todos los que han pasado por esa experiencia lo dicen. Se requiere tiempo. -Y el buen samaritano Montalbano se calló, satisfecho de sí mismo. Se estaba formando una opinión muy audaz y estrictamente personal acerca de aquel asunto y prefería no exponérsela al chico y mantenerse en un plano general.
– Pero ¿no la ayudaría a superar ese trauma tener a su lado a una persona que la ama de verdad?
– ¿Quieres saber una cosa?
– Sí.
– Es una confesión que te hago a ti: creo que yo también preferiría estar solo, ya sabes, para examinarme las heridas.
– ¿Heridas?
– Sí. Y no sólo las sufridas, sino también las infligidas a los demás.
El muchacho lo miró perplejo.
– No entiendo nada.
– Dejémoslo. -El buen samaritano Montalbano no tenía intención de malgastar toda su dosis de bondad cotidiana-. ¿Querías decirme alguna otra cosa?
– Sí. ¿Sabe que el ingeniero Peruzzo ha sido excluido de las listas de su partido?
– No.
– ¿Y sabe que los de la Policía Fiscal están desde ayer por la tarde en los despachos del ingeniero? Corren rumores de que al primer vistazo ya han encontrado suficiente material para enviarlo a la cárcel.
– No sabía nada. ¿Y bien?
– Pues que me hago unas cuantas preguntas.
– Y quieres que yo te dé las respuestas…
– Si es posible.
– Estoy dispuesto a contestar a una sola pregunta, siempre que pueda hacerlo. Elígela.
El chico la formuló de inmediato, se ve que era la primera de la lista.
– ¿Cree usted que el ingeniero dejó la bolsa con los recortes de papel de periódico en lugar del dinero?
– ¿Tú no lo crees?
Francesco trató de esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió y torció la boca en una mueca.