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Y entonces, con una lentitud de pesadilla, como en un interminable fundido cinematográfico, la cabecita de la araña empezó a cambiar de color y forma, pasó del gris al rosa, el pelo se transformó en cabello y los ojos, de ocho que eran, se redujeron a dos hasta representar un minúsculo rostro humano que sonreía satisfecho ante el botín que estrechaba entre sus patas.

Montalbano se quedó aterrorizado. ¿Estaba viviendo una pesadilla o había bebido demasiado? De repente, recordó un pasaje de Ovidio que había leído en la escuela, el de la tejedora Aracne, a quien Atenea transformó en araña por haber osado desafiarla… ¿Sería posible que el tiempo se hubiera puesto a correr hacia atrás hasta remontarse a la oscura noche de los mitos? Experimentó una especie de aturdimiento, de vértigo. Por suerte aquella monstruosa visión duró poco, e inmediatamente la imagen volvió a resultar confusa porque se estaba produciendo la transformación inversa. Pero antes de que la araña fuese otra vez una araña, antes de que desapareciera de nuevo entre las hojas, Montalbano tuvo tiempo de reconocer aquel rostro. No, no era el de Aracne, estaba seguro.

Se sentó en la banqueta, pues las piernas no lo sostenían, y se bebió otra copa de vino de un trago para recuperar fuerzas.

Y pensó que a la otra araña, aquella cuyo rostro había entrevisto un instante, también se le había ocurrido de noche la idea de elaborar una gigantesca telaraña, una de las tantas y tantas noches de angustia, tormento y rabia.

Con paciencia, tenacidad y determinación, sin arredrarse ante nada, había conseguido tejer la tela. Un prodigio geométrico, una obra de arte de lógica.

Pero era imposible que en aquella construcción no hubiera un error, aunque fuese mínimo, una imperfección apenas visible.

Se levantó, entró en la casa y buscó una lupa que tenía que haber en algún sitio. Después de Sherlock Holmes, ningún policía lo es de verdad si no tiene una lupa al alcance de la mano.

Abrió cajones y cajoncitos, lo puso todo patas arriba, encontró la carta de un amigo recibida hacía seis meses y que aún no había abierto, rasgó el sobre, la leyó, se enteró de que su amigo Gaspano se había convertido en abuelo (¡carajo!, pero ¿no tenía la misma edad que él?), siguió buscando y llegó a la conclusión de que sería inútil. De lo que debía inferir que no era un verdadero policía. Elemental, querido Watson. Regresó a la galería, se apoyó en la barandilla y se inclinó hacia fuera hasta casi rozar con la nariz el centro de la telaraña. Al punto se echó hacia atrás, temiendo que la araña saliera como un rayo y le pellizcara la nariz, confundiéndola con una presa. Miró con atención hasta que los ojos empezaron a lagrimearle. No, la tela parecía perfecta desde un punto de vista geométrico, pero en realidad no lo era. En al menos cuatro puntos la distancia entre las hebras no era regular, e incluso había dos pequeños tramos de hilo que zigzagueaban.

Se sintió más tranquilo y sonrió. Y después la sonrisa se transformó en carcajada. ¡La telaraña! No existía ningún otro lugar común más recurrente que aquél para referirse a un plan urdido en secreto. El jamás lo habría utilizado. Y aquel lugar común había querido vengarse de su desprecio materializándose en algo concreto y obligándolo a tomarlo en consideración.

16

Dos horas después estaba circulando por la carretera de Gallotta con los ojos muy abiertos porque no recordaba dónde tenía que girar. En determinado momento vio a mano derecha el árbol con la tabla clavada en que figuraban en barniz rojo las palabras «Huevos frescos».

La vereda que arrancaba allí sólo conducía al dado blanco de la casita rural donde había estado la otra vez. Y allí terminaba. Desde lejos observó que en la explanada de delante había un automóvil aparcado. Avanzó por el sendero, detuvo su coche al lado del otro y bajó.

No llamó. Decidió fumarse un cigarrillo apoyado en el capó. Cuando arrojó la colilla al suelo, creyó observar un fugaz movimiento detrás de la minúscula ventana con barrotes que había al lado de la puerta, tal vez un rostro. Al poco tiempo salió de la casita un cincuentón elegante, gordo, con gafas de montura dorada y más rojo que un pimiento a causa de la vergüenza. En la mano sostenía su coartada: una caja de huevos. Abrió la portezuela del coche, subió y se alejó a toda prisa. La puerta permaneció entornada.

– ¿Por qué no pasa, comisario?

Montalbano entró. La mujer, sentada en el catre-sofá, se estaba abrochando la blusa. Tenía el negro cabello suelto sobre los hombros y las comisuras de la boca manchadas de carmín. La colcha estaba arrugada y la almohada había caído al suelo

– Lo he visto por la ventana y lo he reconocido enseguida. Perdone un momento.

Se levantó para ponerlo todo en orden. Vestía con la misma elegancia que la vez anterior.

– ¿Cómo está tu marido? -preguntó Montalbano mirando hacia la puerta de la habitación de atrás.

– ¿Cómo quiere que esté el pobre? -Cuando terminó de arreglarlo todo y de limpiarse los labios con un pañuelo de papel, preguntó con una sonrisa-: ¿Le preparo un café?

– Gracias, pero no quiero molestar.

– ¡Qué dice! Usía no parece un policía. Siéntese -dijo, ofreciéndole una silla de asiento de paja.

– Gracias. Aún no sé cómo te llamas.

– Angela. Angela Di Bartolomeo.

– ¿Te interrogaron mis compañeros?

– Dutturi mío, yo hice lo que usía me dijo. Me cambié de ropa y trasladé el catre a la otra habitación… Pero ni por ésas. Pusieron la casa patas arriba. Miraron hasta debajo de la cama de mi marido. Se pasaron cuatro horas seguidas haciéndome preguntas, buscaron en el gallinero, se les escaparon las gallinas y me rompieron tres cestas de huevos… Y hubo uno, un grandísimo hijo de puta, y usía me perdone, que en cuanto nos quedábamos solos, se aprovechaba.

– ¿Cómo que se aprovechaba?

– Sí, señor, me tocaba el pecho. En determinado momento no pude más y me eché a llorar. De nada servía que le repitiera una y otra vez que yo jamás le había hecho daño a la sobrina del doctor Mistretta, pues el doctor hasta medicinas gratis me daba para mi marido… Pero nada, no atendía a razones.

El café era excelente.

– Escucha, Angela, necesito que hagas un esfuerzo de memoria.

– Para usía, lo que quiera.

– ¿Recuerdas que me dijiste que después del secuestro de Susanna apareció un coche por aquí y tú creíste que era un cliente?

– Sí, señor.

– Bueno, pues ahora que las cosas se han calmado, ¿puedes volver a pensar con tranquilidad en lo que hiciste cuando oíste el ruido del motor?

– ¿No se lo dije?

– Me dijiste que te levantaste de la cama porque pensabas que era un cliente.

– Sí, señor.

– Pero un cliente que no te había advertido de su visita.

– Sí, señor.

– Te levantaste de la cama… ¿y qué hiciste?

– Vine aquí y encendí la lamparita.

Ahí estaba la novedad que buscaba el comisario. Por consiguiente, tenía que haber visto algo, no sólo oído.

– Espera. ¿Qué lamparita?

– La que hay en el exterior, encima de la puerta. Ilumina toda la explanada. Cuando mi marido estaba bien, en verano cenábamos fuera. El interruptor es aquél, ¿lo ve? -Lo señaló. Estaba en la pared, entre la puerta y la ventanita.

– ¿Y después?

– Después miré por la ventana. Pero el coche ya había dado media vuelta, y apenas pude verlo por detrás.

– Angela, ¿tú entiendes de coches?

– ¿Yo? Ni papa.

– Pero conseguiste ver la parte de atrás.

– Sí, señor.

– ¿Recuerdas de qué color era?

Angela arrugó la frente y se esforzó.

– Comisario, no sabría decirlo. Podía ser azul, negro, verde oscuro… De una cosa estoy segura: no era un color claro.