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Ahora llegaba la pregunta más difícil.

Montalbano respiró hondo y la formuló. Y Angela contestó, un poco sorprendida por no haber pensado antes en ello.

– Sí, señor. ¡Es verdad! -Y al punto adoptó una expresión confusa y perpleja-. Pero… ¿eso qué tiene que ver?

– Vaya si tiene -se apresuró a tranquilizarla-. Te lo he preguntado porque el coche que estoy buscando se le parece mucho. -Se levantó y le tendió la mano-. Adiós.

Angela también se levantó.

– ¿Le apetece un huevo fresco?

Y antes de que él pudiera contestar, ya lo había sacado de una cesta. Montalbano lo tomó, lo golpeó suavemente un par de veces contra la superficie de la mesa y se lo bebió. Hacía años que no saboreaba un huevo como aquél.

Llevaba un rato conduciendo cuando llegó a un cruce donde había un letrero en el que ponía «MONTEREALE KM 18» y tomó el desvío. Tal vez fue el sabor del huevo lo que lo llevó a recordar que hacía tiempo que no visitaba la tienda de don Cosimo, un local minúsculo en el que aún se podían encontrar cosas ya desaparecidas en Vigàta, como por ejemplo manojitos de orégano, concentrado de tomate secado al sol y, sobre todo, vinagre obtenido con la fermentación natural de vino tinto de alta graduación. En la botella de la cocina sólo quedaban un par de dedos y necesitaba reponer las provisiones urgentemente.

Tardó una eternidad en llegar a Montereale, pues efectuó el recorrido como si fuera a pie, en parte porque estaba pensando en las implicaciones de lo que le había confirmado Angela y en parte porque iba disfrutando del paisaje. Cuando estaba a punto de enfilar el callejón que conducía a la tienda, reparó en la señal de dirección prohibida. Una auténtica novedad en aquel pueblo. Tendría que dar un largo rodeo, así que mejor dejar el coche en la placita donde se encontraba y caminar cuatro pasos. Se arrimó a la acera, abrió la portezuela y vio que se le acercaba un guardia uniformado.

– Aquí no se puede aparcar.

– ¿No? ¿Y por qué?

– ¿No ve el letrero?

El comisario miró alrededor. En la placita había tres coches estacionados: una camioneta, un escarabajo y un todoterreno.

– ¿Y ésos?

– Están autorizados.

Pero ¿por qué ahora cualquier pueblo, aunque sólo tuviera doscientos habitantes, se creía que era Nueva York y establecía unas complejas normas de tráfico que cambiaban cada quince días?

– Mire -dijo en tono conciliador-. Estaré sólo un minuto. Voy a la tienda de don Cosimo a comprar…

– No puede.

– ¿También está prohibido ir a la tienda de don Cosimo? -preguntó Montalbano desconcertado.

– No, eso no está prohibido -contestó el guardia-. Es que la tienda está cerrada.

– ¿Y cuándo abre?

– No creo que vuelva a abrir. Don Cosimo ha muerto.

– ¡Caramba! ¿Cuándo?

– ¿Es usted pariente suyo?

– No, pero…

– ¿Por qué se sorprende tanto? El difunto don Cosimo tenía noventa y cinco años. Murió hace tres meses.

Montalbano se puso en marcha soltando maldiciones. Para salir del pueblo tuvo que seguir un recorrido laberíntico que acabó por atacarle los nervios. Recuperó la calma al alcanzar la carretera del litoral que llevaba a Marinella. De repente, recordó que Mimi Augello le había dicho que los carabineros habían encontrado la mochila de Susanna detrás de la piedra que marcaba el cuarto kilómetro de esa misma carretera. Ya casi estaba. Aminoró la velocidad, se detuvo en el punto que Mimi le había indicado y bajó.

No se veían casas por los alrededores. A la derecha crecían matojos de hierbas silvestres tras los que estallaba el amarillo de la playa, que se fundía en la distancia con la de Marinella. El oleaje se mecía con una perezosa respiración que presagiaba el ocaso. A la izquierda discurría un elevado muro interrumpido por una gran verja de hierro forjado, abierta de par en par, de la que partía un camino asfaltado que se adentraba en un verdadero bosque esmeradamente cuidado en dirección a un chalet que no estaba a la vista. Al lado de la verja había una placa de bronce de gran tamaño con una inscripción en relieve.

Montalbano no tuvo necesidad de cruzar la carretera para leer lo que decía.

Volvió a subir al coche y se alejó.

¿Qué solía decir Adelìna? «El hombre es burro por naturaleza.» Como un asno que sigue siempre el mismo camino, así el hombre suele hacer siempre los mismos itinerarios y gestos sin detenerse a reflexionar, por pura inercia. Pero lo que acababa de descubrir por casualidad y lo que le había dicho Angela ¿podían considerarse pruebas?

No, concluyó, decididamente no. Pero eran confirmaciones, eso sí.

A las siete y media encendió el televisor para ver el primer telediario.

Dijeron que no había ninguna novedad en el caso de Susanna, que la joven aún no estaba en condiciones de colaborar con los investigadores y que se preveía una asistencia multitudinaria al entierro de la pobre señora Mistretta, a pesar de que la familia había expresado su deseo de que nadie acudiera a la iglesia ni al cementerio. También dijeron que el ingeniero Peruzzo había desaparecido para evitar su inminente arresto, aunque esa información no se había confirmado de manera oficial. A las ocho, el telediario de la otra cadena repitió lo mismo, pero en orden inverso: la primera noticia fue la desaparición del ingeniero, y la segunda, la voluntad de la familia de celebrar el funeral en privado. Nadie podría entrar en la iglesia ni acceder al cementerio.

Sonó el teléfono justo cuando se disponía a salir hacia la trattoria. Se le había abierto el apetito. A mediodía no había comido casi nada y el huevo fresco de Angela le había servido de aperitivo.

– ¿Comisario? So… soy Francesco.

Montalbano no reconoció la voz. Sonaba ronca, vacilante.

– Francesco ¿qué? -preguntó en tono malhumorado.

– Francesco Li… Lipari.

El chico de Susanna. Pero ¿por qué hablaba de aquella manera?

– ¿Qué te ocurre?

– Susanna… -Se interrumpió. Montalbano oyó que se sorbía los mocos. Estaba llorando-. Susanna me… ha di… dicho.

– ¿La has visto?

– No. Pero fi… finalmente se… ha puesto al te… teléfono.

Esa vez el comisario oyó los sollozos con claridad.

– Pe… per… don…

– Cálmate, Francesco. ¿Quieres venir a mi casa?

– No, gra… gracias. No estoy… He be… bebido. Me ha dicho que no quie… quiere verme más.

Montalbano se quedó helado, quizá más de lo que estaba Francesco. ¿Qué significaba aquello? ¿Que Susanna tenía otro hombre? Si era así, todos sus razonamientos y suposiciones se irían al carajo. No serían más que las ridiculas y miserables fantasías de un viejo comisario que ya desvariaba.

– ¿Está enamorada de otro?

– Peor.

– ¿Cómo peor?

– No hay nin… ningún otro. Es un voto, bueno, una decisión que tomó mientras estaba prisionera.

– ¿Es religiosa?

– No. Es una promesa que se hizo a sí misma… si la soltaban a tiempo de ver a su madre viva. Se marcha dentro de un mes como máximo, aunque me hablaba como si ya se hubiera ido y estuviera lejos.

– ¿Te ha dicho adonde piensa ir?

– A África… Re… nuncia a seguir estudiando, a casarse, a tener hijos, re… nuncia a todo.

– Pero ¿qué piensa hacer?

– Quiere ser útil. Me lo ha dicho con estas palabras: «Por fin voy a ser útil.» Se va con una organización de voluntariado. ¿Y sabe que había presentado la solicitud hace dos meses sin decirme nada? Estaba conmigo y entretanto pensaba dejarme para siempre. Pero ¿qué le ha dado?

O sea que no había ningún hombre. Todo volvía a encajar. Más que antes.

– ¿Crees que puede cambiar de idea?

– No, comisario. Si usted hubiera oído su voz… Además, la conozco muy bien, cuando toma una de… decisión… Pero, por el amor de Dios, ¿qué significa todo esto, comisario? ¿Qué significa?