– ¿Y me despiertas a las seis de la mañana para decirme que la Policía Fiscal o los carabineros han secuestrado un ciclomotor? ¡Y a mí qué! ¡Me importa un carajo, con tu permiso!
– Dottori, usía no necesita mi permiso para que algo le importe un carajo -respondió con sumo respeto.
– Además, aún no me he reincorporado al servicio. ¡Estoy en plena convalecencia!
– Lo sé, dottori, pero los que han llevado a cabo el secuestro no han sido los de la Fiscal ni los de la Bienamada.
– La Benemérita, Cataré. Dime, ¿quién ha sido entonces?
– Ahí está el busilis, dottori. No se sabe, no se conoce. Y precisamente por eso me han dicho que lo tilifoniara a usted personalmente en persona.
– Oye, ¿está Fazio?
– No, señor, está en el lugar de los hechos.
– ¿Y el dottor Augello?
– El también está en el lugar de los hechos.
– Entonces, ¿quién se ha quedado en la comisaría?
– Yo estoy provisionalmente al cuidado, dottori. El señor y dottor Augello me ha dicho que hiciera las veces.
¡Virgen santísima! Un riesgo, un peligro que había que atajar cuanto antes. Catarella era capaz de desencadenar un conflicto nuclear a partir de un simple robo. ¿Cómo era posible que Fazio y Augello se hubieran molestado por el vulgar secuestro de un ciclo-motor? ¿Y por qué lo habían mandado llamar?
– Mira, haz una cosa, ponte en contacto con Fazio y dile que me telefonee ahora mismo aquí a Marinella.
Colgó.
– ¡Esto parece un mercado! -dijo una voz a su espalda.
Montalbano se giró. Era Livia, con los ojos brillantes de rabia. No llevaba la bata, sino la camisa que él había utilizado la víspera. Al verla de aquella manera sintió el impulso de abrazarla, pero se contuvo, pues sabía que de un momento a otro recibiría la llamada de Fazio.
– Livia, te lo ruego, mi trabajo…
– Tu trabajo deberías hacerlo en la comisaría. Y sólo cuando estés de servicio.
– Tienes razón. Te lo ruego, vuelve a la cama.
– ¡Pero qué cama ni qué cama! ¡Ya me has despertado! Voy a la cocina a preparar café.
Sonó el teléfono.
– Fazio, ¿tienes la bondad de explicarme qué cono está ocurriendo? -preguntó Montalbano levantando la voz; las precauciones ya no eran necesarias, pues Livia no sólo se había despertado sino que estaba enfadada.
Y en efecto, ella le gritó desde la cocina:
– No digas palabrotas.
– Pero ¿no se lo ha dicho Catarella?
– Catarella no me ha dicho una puñetera mierda.
– ¿Quieres parar, sí o no? -dijo Livia.
– Me ha hablado sólo del secuestro de un ciclomotor, un secuestro que no han realizado ni los carabineros ni la Policía Fiscal. Entonces, ¿qué cojones…
– ¡Te he dicho que basta!
– … venís a contarme a mí? ¡Comprobad si ha sido la Guardia Urbana!
– No, dottore. El secuestro se refiere en todo caso a la propietaria del ciclomotor.
– No entiendo.
– Dottore, han secuestrado a una persona.
¿Una persona secuestrada? ¿En Vigàta?
– Explícame dónde estáis, voy enseguida -dijo sin pensar.
– Dottore, es muy complicado llegar aquí. Dentro de una hora como máximo, si le parece bien, estará en su puerta el coche de servicio. Así no tendrá que conducir.
– De acuerdo.
Se dirigió a la cocina. Livia había puesto la cafetera al fuego y estaba extendiendo el mantel sobre la mesa. Al alisarlo se inclinó toda hacia delante, y la camisa del comisario le quedó un poco corta.
Montalbano no pudo reprimirse. Avanzó dos pasos y la abrazó por detrás.
– Pero ¿qué te pasa ahora? -preguntó Livia-. ¡Anda, déjame! ¿Qué pretendes?
– Intenta adivinarlo.
– Pero puede hacerte da…
El café salió. Nadie apagó el fuego. El café borboteó. El fuego permaneció encendido. El café empezó a hervir. Nadie se preocupó. El café rebosó de la cafetera, se derramó y apagó el fuego. El gas continuó saliendo.
– ¿No notas olor a gas? -preguntó lánguidamente Livia al cabo de un rato, soltándose del abrazo del comisario.
– No -contestó Montalbano, que tenía el olfato anegado en el perfume de ella.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Livia, y corrió a cerrar el gas.
A Montalbano le quedaban veinte minutos escasos para afeitarse y ducharse. El café, hecho por segunda vez, se lo bebió de un trago porque ya estaban llamando a la puerta. Livia ni siquiera le preguntó adonde iba ni por qué. Había abierto la ventana y permanecía tumbada con los brazos levantados hacia los rayos de sol.
Por el camino, Gallo le contó lo que sabía del asunto. La muchacha secuestrada -pues ya no parecía haber ninguna duda de que se trataba de un secuestro- se llamaba Susanna Mistretta, era muy guapa, acababa de matricularse en la Universidad de Palermo y estaba preparando su primer examen. Vivía con sus padres en un chalet en el campo, a cinco kilómetros del pueblo. Desde hacía aproximadamente un mes, iba todas las tardes a estudiar a casa de una amiga de Vigàta, y después, a eso de las ocho, regresaba en el ciclomotor.
La víspera, tras aguardar su llegada durante una hora, su padre telefoneó a la amiga de su hija, que le dijo que Susanna había salido como siempre a las ocho, minuto más, minuto menos. Entonces el hombre llamó a un chico del que su hija se consideraba novia, que se mostró sorprendido porque se había visto con ella en Vigàta antes de que fuera a casa de su amiga y le había dicho que esa noche no iría al cine con él porque tenía que volver a casa a estudiar.
Al oír eso, el padre empezó a preocuparse de verdad. Ya había llamado varias veces al móvil de su hija, pero estaba apagado. En cierto momento, el teléfono de la casa sonó y él corrió a contestar pensando que sería ella. Pero era su hermano.
– ¿Susanna tiene un hermano?
– No, señor, es hija única.
– Entonces ¿el hermano de quién? -preguntó desesperado Montalbano, pues entre lo rápido que conducía Gallo y la carretera llena de baches por la que circulaban, le dolía no sólo la cabeza sino también la herida.
El hermano en cuestión era el del padre de la chica secuestrada.
– Pero ¿es que ninguna de esas personas tiene nombre? -inquirió el comisario, exasperado, con la esperanza de que el conocimiento de los nombres le permitiera seguir mejor el relato.
– Por supuesto, cómo no, pero a mí no me lo han dicho -contestó Gallo, y añadió-: El hermano del padre de la secuestrada, que es médico…
– Llámalo el tío médico -sugirió Montalbano.
El tío médico llamaba para interesarse por su cuñada. Es decir, por la madre de la secuestrada.
– ¿Y eso por qué? ¿Se encuentra mal?
– Sí, señor dottore, pero que muy mal.
Entonces el padre informó al tío médico de lo ocurrido.
– No, en este caso tienes que decir «a su hermano».
Entonces el padre informó a su hermano de la desaparición de Susanna y le rogó que acudiera al chalet para atender a la enferma, y así él podría dedicarse por entero a la búsqueda de su hija. El médico llegó a la casa pasadas las once, tras resolver los compromisos que tenía pendientes.
El padre cogió el coche y recorrió una y otra vez el camino que solía tomar Susanna. A esas horas y en invierno no se veía ni un alma. En cierto momento se le acercó un ciclomotor. Era el novio de Susanna, que había llamado al chalet y el tío médico le había dicho que aún no tenían noticias. El muchacho le dijo al padre que iba a rastrear toda la carretera de Vigàta para ver si encontraba al menos el ciclomotor. El padre continuó buscando, incluso se paró a escudriñar en el interior de los coches estacionados. Cuando regresó a casa, eran casi las tres de la madrugada, y le sugirió a su hermano que llamara a todos los hospitales de Montelusa y Vigàta. Pero sólo obtuvieron respuestas negativas, lo cual los tranquilizó por una parte y por otra los alarmó. Así perdieron otra hora.