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– Si.

¡Virgen santa, menudo paso en falso! Jamás lo habría imaginado.

– ¿Y cómo se enteró?

– A través de los periódicos, la televisión, no me acuerdo.

– Imposible. Ni los periódicos ni la televisión hablaron jamás de semejantes hallazgos. Conseguimos que no se filtrara nada.

– ¡Espere! ¡Ahora lo recuerdo! ¡Me lo dijo usted mientras estábamos sentados aquí, en este mismo banco!

– No, doctor. Yo le dije que habían encontrado esos objetos, pero no dónde. ¿Y sabe por qué? Porque usted no me lo preguntó.

Ésa era la ruptura de la fina malla que en aquel momento él había percibido como una extraña sensación de malestar y no había sabido interpretar. Una pregunta que habría sido natural hacer y que, sin embargo, no se hizo. Y que llegó incluso al extremo de impedir que la conversación siguiera adelante, como una línea saltada en una página. ¡Pero si hasta Livia había querido saber dónde estaba la novela de Simenon! Y la omisión se debía a que el médico sabía muy bien dónde se hallaban el casco y la mochila.

– ¡Pero comisario! ¡Hay docenas de motivos para explicar eso! ¿Se da cuenta de cuál era mi estado de ánimo? Usted quiere construir… cualquiera sabe qué… sobre un debilísimo hilo de…

– ¿De telaraña? No sabe lo acertada que es su metáfora. Sí, mi construcción se apoyaba inicialmente en un hilo todavía más débil.

– ¿Lo ve? Usted es el primero en reconocerlo.

– Sí. Y se refiere a la conducta de su sobrina. Francesco, su ex novio, me dijo una cosa sobre ella… ¿Sabe que Susanna lo ha dejado?

– Sí, me lo ha dicho.

– Es un tema delicado. Lo abordo un poco a regañadientes, pero…

– Pero tiene que hacer su trabajo.

– ¿Usted cree que si estuviera haciendo mi trabajo me comportaría de esta manera? La frase que yo pretendía decir terminaba así: pero quiero conocer la verdad.

El médico no contestó.

Y en ese momento una figura de mujer se perfiló en el umbral de la puerta cristalera, dio un paso hacia delante y se detuvo.

¡Santo cielo, volvía una vez más la pesadilla! ¡Era una cabeza sin cuerpo, con largo cabello rubio, suspendida en el aire! ¡La misma que había visto en el centro de la telaraña! Pero enseguida comprendió que Susanna iba de luto riguroso y el vestido se confundía con la negrura de la noche.

La muchacha avanzó un poco más y se sentó en un banco cerca de ellos. A la escasa luz sólo se podía intuir su cabello, una mancha algo menos densa de oscuridad. No saludó, y Montalbano decidió continuar como si ella no estuviera.

– Como ocurre entre novios, Susanna y Francesco mantenían relaciones íntimas.

El médico se agitó, visiblemente incómodo.

– Usted no tiene derecho a… Además ¿qué importa eso en sus investigaciones? -preguntó, irritado.

– Pues importa. Verá, Francesco me dijo que siempre era él quien se lo pedía a ella, ¿me explico? En cambio, la tarde de su secuestro fue ella quien tomó la iniciativa.

– Comisario, no logro comprender qué tiene que ver la conducta sexual de mi sobrina en todo esto. Me pregunto si usted es consciente de lo que dice o está desvariando. Repito: ¿qué importa eso?

– Mucho. Francesco me dijo que a lo mejor Susanna había tenido un presentimiento… pero yo no creo en los presentimientos; era otra cosa.

– ¿Qué, según usted? -inquirió en tono sarcástico el médico.

– Un adiós.

¿Qué había dicho Livia la víspera de su partida? «Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.» Quiso hacer el amor. Y decir que sólo se trataba de una breve separación. ¿Y si hubiera sido, por el contrario, un largo y definitivo adiós? Porque Susanna sabía que la ejecución de suplan, tanto si terminaba bien como si no, supondría el final de su amor. Que aquél era el precio, infinitamente alto, que debería pagar.

– Porque hacía dos meses que había presentado la instancia para irse a África -continuó-. Dos meses desde que se le metió en la cabeza la otra idea.

– Pero ¿qué idea? Oiga, comisario ¿no le parece que está abusando de…?

– Se lo advierto -dijo fríamente Montalbano-. Usted se equivoca en las preguntas y en las respuestas. Yo he venido aquí para hablar con las cartas sobre la mesa, para exponerle mis sospechas… mejor dicho, mi esperanza.

¿Por qué utilizaba esa palabra, «esperanza»? Porque era la que había inclinado la balanza en favor de Susanna. Porque era la palabra que lo había convencido definitivamente.

Aquella palabra desconcertó al médico, que fue incapaz de decir nada. Y en medio del silencio, desde la sombra, se oyó por primera vez la voz de la chica, una voz vacilante, pero como cargada justamente de la esperanza de que se la comprendiera hasta lo más hondo del corazón.

– ¿Ha dicho… esperanza?

– Sí. De que una capacidad extrema de odiar quiera transformarse en extrema capacidad de amar.

Desde el banco donde permanecía sentada la joven surgió una especie de sollozo reprimido. Montalbano encendió un cigarrillo y vio, a la llama del encendedor, que le temblaba la mano.

– ¿Quiere? -le ofreció al médico.

– Le he dicho que no.

Los Mistretta se mantenían firmes en sus propósitos. Mejor así.

– Yo sé que no ha habido ningún secuestro. Aquella tarde, Susanna, usted regresó a casa por un camino distinto, el sendero escasamente transitado donde la esperaba su tío con el todoterreno. Dejó el ciclomotor, subió al coche, se acurrucó en el asiento trasero y se dirigieron al chalet de su tío. Allí, en el almacén que hay al lado de la casa, lo habían preparado todo desde hacía tiempo: las provisiones, una cama. La mujer de la limpieza no tenía ningún motivo para poner los pies allí. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría buscar a la secuestrada en casa de su tío? Allí grabaron los mensajes, y usted, doctor, falseando la voz, habló de miles de millones, pues resulta difícil a cierta edad acostumbrarse a calcular en euros. Allí sacaron la fotografía con la polaroid, en cuyo reverso escribió usted aquella frase haciendo todo lo posible para que su letra, ilegible como la de todos los médicos, resultara comprensible. Nunca he entrado en ese almacén, doctor, pero podría decirle con toda certeza que hay una extensión telefónica mandada instalar recientemente…

– ¿Cómo puede deducir semejante cosa? -repuso Carlo Mistretta.

– Lo sé porque tuvieron una ocurrencia genial para apartar de ustedes las sospechas. Aprovecharon al vuelo una ocasión. Susanna, sabedora de que yo acudiría a su chalet, efectuó la llamada con el mensaje grabado en que se indicaba la suma del rescate mientras usted estaba hablando conmigo. Pero yo percibí, aunque no lo comprendí de inmediato, el sonido que emite una extensión cuando se levanta el auricular. De todos modos, es fácil confirmarlo: basta con preguntar a la compañía telefónica. Y eso podría convertirse en una prueba, doctor. ¿Quiere que siga adelante?

– Sí.

Pero quien había contestado era Susanna.

– Sé también, porque usted me lo dijo, doctor, que en aquel almacén hay un lagar en desuso. Y el lagar tiene que disponer necesariamente de una habitación contigua donde se ubica el depósito de fermentación del mosto. Y estoy dispuesto a apostar a que en esa estancia hay una ventana, que usted abrió en el momento de hacer la instantánea para que entrara la luz del día. Y con el fin de iluminar mejor el interior del depósito, utilizó una lámpara de mecánico. Pero olvidaron un detalle en esa minuciosa y convincente puesta en escena.

– ¿Un detalle?

– Sí, doctor. En la fotografía se observa una especie de grieta que baja desde el borde del depósito. Encargué ampliar la foto y vi que no era una grieta.

– ¿Qué era?

Montalbano advirtió que Susanna también había estado apunto de hacer la misma pregunta. Aún no estaban convencidos de su error. Intuyó el movimiento de la cabeza del médico hacia su sobrina, el interrogante que debía de haber en sus ojos, pero que no podía ver.