– Es un viejo termómetro de mosto. Irreconocible, cubierto de espesas telarañas, ennegrecido y pegado a la pared, prácticamente fundido con ella, y por ese motivo invisible a los ojos. Pero allí está. Y ésa es la prueba definitiva. Bastará con que me levante, entre en la casa, coja el teléfono, mande venir a dos de mis hombres para que los vigilen y llame al magistrado para que me autorice a registrar el chalet.
– Será un bonito paso hacia delante en su carrera -dijo Mistretta en tono burlón.
– Una vez más se equivoca de medio a medio. Mi carrera ya no tiene que dar ningún paso hacia delante ni hacia atrás. Lo que intento hacer no es por usted.
– ¿Es por mí? -La voz de Susanna sonó como asombrada.
Sí, por ti. Porque me ha hechizado la intensidad y pureza de tu odio, el tormento que has soportado, la frialdad, valentía y paciencia que has demostrado para hacer lo que querías, a pesar de saber el precio que deberías pagar por ello. Y también lo he hecho por mí, porque no es justo que siempre haya uno que sufre y otro que disfruta a costa del dolor ajeno al amparo de la llamada ley. ¿Puede un hombre que ha llegado al final de su carrera rebelarse contra una situación que él mismo ha contribuido a mantener?
Al ver que el comisario no contestaba, la joven dijo algo que no era una pregunta.
– La enfermera me contó que usted quiso ver a mamá.
Quise verla, en efecto, en su cama, transformada por completo, ya no un cuerpo, sino casi una cosa que, no obstante, se quejaba y sufría terriblemente… Quise ver, aunque entonces no lo sabía, el lugar donde tu odio empezó a echar raíces, a crecer imparable mientras aumentaba en la estancia el olor de las medicinas, los excrementos, el sudor, la enfermedad, el vómito, el pus, la gangrena que había devastado el corazón de aquella cosa que yacía en la cama, el odio que has contagiado a quien tenías al lado… No, no a tu padre, él jamás supo nada, jamás supo que todo era una ficción, él sufrió por lo que creía un verdadero secuestro… pero ése también era un precio que había que pagar y hacer pagar porque el verdadero odio, como el amor, no se detiene ante la desesperación y el llanto del inocente.
– Sí, quería verla para comprender. -En el mar empezó a tronar. Los relámpagos estallaban lejos, pero el agua se estaba acercando-. Porque la idea de vengarse de su tío el ingeniero comenzó a tomar cuerpo allí dentro, en una de aquellas terribles noches que usted pasaba atendiendo a su madre. ¿No es así, Susanna? Al principio debió de achacarlo al cansancio, el desánimo, la desesperación, pero cada vez le resultaba más difícil apartar de su mente aquella idea. Y luego, casi para matar el tiempo, empezó a pensar en cómo podría llevarla a la práctica. Y fue definiendo el plan, noche tras noche. Y le pidió a su tío que la ayudara porque…
Detente. Eso no puedes decirlo. Se te acaba de ocurrir en este instante, tendrías que pensarlo un poco antes de…
– Dígalo… -lo apremió el médico, despacio pero con firmeza-, porque Susanna había advertido que yo siempre he estado enamorado de Giulia. Un amor sin esperanza, pero que me impidió tener mi propia vida.
– Y entonces usted, doctor, contribuyó con todas sus fuerzas a la destrucción de la imagen del ingeniero Peruzzo. Manipulando magistralmente a la opinión pública. Y el golpe de gracia fue la sustitución de la maleta con el dinero por la bolsa llena de papeles de periódico.
Comenzó a lloviznar. Montalbano se levantó.
– Pero antes de irme, por respeto a mi conciencia… -La voz le salió demasiado solemne, pero no consiguió cambiarla-. Por respeto a mi conciencia, no puedo permitir que esos miles de millones vayan a parar…
– ¿A nosotros? -lo interrumpió Susanna-. El dinero ya no está aquí. Ni siquiera hemos retenido la cantidad que mamá le había prestado y jamás le fue devuelta. Tío Carlo se ha encargado de ello con la ayuda de un amigo suyo que jamás hablará. Todo se ha repartido, y la mayor parte ya ha sido transferida, con carácter anónimo, a unas cincuenta organizaciones humanitarias. Si quiere, puedo mostrarle la lista.
– Bien -dijo el comisario-. Me voy.
Entrevió en la oscuridad al médico y a la chica, que también se levantaba.
– ¿Irá mañana al entierro? -preguntó Susanna-. Me gustaría que…
– No. Sólo espero, Susanna, que no traicione usted la esperanza. -Comprendió que estaba diciendo palabras de viejo, pero esa vez le importó un carajo-. Buena suerte -añadió en voz baja.
Dio media vuelta, fue hasta el coche, se sentó al volante, giró la llave de encendido y se puso en marcha, pero tuvo que detenerse al llegar a la verja cerrada. Entonces vio a Susanna, que se acercaba bajo la lluvia que comenzaba a arreciar. Su cabello pareció encenderse como el fuego a la luz de los faros. Abrió la verja sin mirarlo. Y él tampoco volvió la cabeza.
En la carretera de Marinella se puso a llover a cántaros, y el comisario hubo de parar porque los limpiaparabrisas no daban abasto. Al cabo de unos minutos la lluvia cesó de golpe. Cuando Montalbano entró en el comedor, reparó en que había dejado abierta la puerta de la galería y el suelo se había mojado. Tendría que ponerse a fregar. Encendió la luz del exterior y salió. El violento aguacero se había llevado la telaraña. Las ramas del arbusto estaban completamente limpias y perladas de gotas que centelleaban como estrellas.
Andrea Camilleri