– Pero no… -titubeó. Era evidente que lo molestaba hablar de un tema tan personal.
– Cuando ingreses en la policía, tú también te verás obligado a hacer preguntas indiscretas.
– Lo sé. Quería decir que no lo hacíamos muy a menudo.
– ¿Ella no lo deseaba?
– No exactamente, pero siempre era yo el que le pedía que fuese a mi casa. Cada vez la notaba más… no sé, como distante, ausente. Estaba conmigo sólo para complacerme. Comprendí que la enfermedad de su madre la condicionaba. Y me avergonzaba de mí mismo por pretender que… Sólo ayer por la tarde… -Se interrumpió y puso una cara un tanto perpleja-. Qué extraño -murmuró.
El comisario plantó las orejas.
– Sólo ayer por la tarde… -lo apremió.
– Ayer fue ella quien me preguntó si íbamos a mi casa. Y yo le contesté que sí. Disponíamos de poco tiempo, pues ella había pasado por el banco y después tenía que ir a estudiar a casa de Tina. -Aún estaba confuso.
– Quizá quiso recompensarte por la paciencia que habías mostrado con ella -dijo Montalbano.
– Puede que tenga usted razón. Porque se entregó por primera vez. Por entero. A mí. ¿Me entiende?
– Sí. Perdona, has dicho que antes de reunirse contigo había pasado por el banco. ¿Sabes a qué fue? -Tenía que sacar dinero. -¿Y lo hizo? -Sí, claro. -¿Sabes cuánto sacó? -No.
Entonces, ¿por qué el padre de Susanna le había dicho que su hija llevaba en el bolsillo treinta euros como máximo? ¿Tal vez ignoraba lo del banco? Se levantó, y el joven lo imitó.
– Muy bien, Francesco, ya puedes irte. Ha sido un placer conocerte. Si te necesito, te llamaré.
Le tendió la mano y el muchacho se la estrechó. -¿Me permite hacerle una pregunta? -dijo el joven.
– Por supuesto.
– ¿Por qué cree usted que el ciclomotor de Susanna estaba colocado de aquella manera?
Francesco Lipari se convertiría en un buen policía, no cabía duda.
Montalbano llamó a Marinella. Livia acababa de regresar a casa y estaba contenta.
– He descubierto un sitio maravilloso, ¿sabes? -dijo-. Se llama Kolymbetra. ¡Imagínate, antes era una piscina gigantesca que había sido excavada por los prisioneros cartagineses!
– ¿Dónde está?
– Allí mismo, en los templos. Ahora es una especie de enorme Jardín del Edén. Acaban de inaugurarlo.
– ¿Has comido?
– No. Me compré un bocadillo en Kolymbetra. ¿Y tú?
– Yo también he tomado sólo un bocadillo.
La trola le salió espontánea. ¿Por qué no le decía que se había atiborrado de cuscús y salmonetes, transgrediendo aquella especie de dieta que ella lo obligaba a seguir? ¿Por qué? Tal vez por una mezcla de vergüenza, cobardía y deseo de no provocar discusiones.
– ¡Pobrecito! ¿Volverás tarde?
– No creo.
– De todos modos, ahora mismo preparo algo.
He ahí el inmediato castigo por la mentira: ahora lo pagaría comiéndose la cena preparada por Livia, que no es que cocinara muy mal, pero más bien tendía a lo insípido, poco aliñado y ligerito, a lo noto y no lo noto. Más que cocinar, lo de Livia era una insinuación culinaria.
Decidió acercarse al chalet de los Mistretta para ver cómo iba todo. Cuando llegó a las inmediaciones, advirtió que había demasiado tráfico. En efecto, delante de la casa había unos diez automóviles estacionados, y seis o siete personas que se apretujaban delante de la verja con cámaras de televisión al hombro para enfocar el sendero particular y el jardín. Montalbano subió el cristal de la ventanilla y siguió adelante haciendo sonar el claxon hasta casi chocar contra la verja.
– ¡Comisario! ¡Comisario Montalbano! -lo llamaron unas voces amortiguadas.
Un fotógrafo cabrón lo cegó con una ráfaga de flashes. Por suerte, el agente de Montelusa que estaba de guardia lo reconoció, le abrió y pudo entrar con el coche.
En el salón encontró a Fazio sentado en el sillón de costumbre, con el rostro amarillento y unas profundas ojeras que revelaban cansancio. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo. El teléfono estaba conectado a varios artilugios, una grabadora y unos auriculares. Un agente que no era de la comisaría de Vigàta hojeaba una revista junto a la ventana. Justo en ese momento sonó el teléfono. Fazio se sobresaltó, se ajustó los auriculares en un santiamén, puso en marcha la grabadora y descolgó.
– ¿Dígame?… No, el señor Mistretta no está en casa… No, no insista. -Colgó, y al ver al comisario se quitó los auriculares y se levantó-. ¡Ah, dottore! ¡Hace tres horas que el teléfono no para de sonar! ¡Tengo la cabeza a punto de estallar! No sé cómo ha ocurrido, pero toda Italia se ha enterado de la desaparición y llaman para entrevistar al pobre padre.
– ¿Dónde está el dottor Minutolo?
– Ha ido a Montelusa a coger algo de ropa. Esta noche quiere dormir aquí.
– ¿Y Mistretta?
– Acaba de subir a ver a su mujer. Se ha despertado hace una hora.
– ¿Ha conseguido dormir algo?
– Muy poco, y porque lo han obligado. Al mediodía se ha presentado su hermano el médico con una enfermera que pasará la noche con la paciente. El médico ha insistido en inyectarle un calmante al señor Mistretta y ha habido una especie de discusión entre ambos hermanos.
– ¿No quería que le pusiera la inyección?
– Pues no. Pero antes de eso el señor Mistretta ya se había molestado al ver a la enfermera. Le dijo a su hermano que no tenía dinero para pagarla, y el otro le contestó que ya se encargaría él de eso. Entonces el señor Mistretta se echó a llorar. Decía que había llegado al extremo de tener que pedir limosna… Pobrecillo, ¡me da pena!
– Oye, Fazio, con pena o sin ella, esta noche desconectas de todo y te vas a casa a descansar, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, de acuerdo. Aquí está el señor Mistretta.
El sueño no parecía haberle beneficiado mucho. El hombre caminaba dando tumbos, con unas rodillas como de requesón, y le temblaban las manos. Al ver a Montalbano se alarmó.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado?
– Nada, se lo aseguro. No se altere. Pero ya que estoy aquí, quisiera hacerle una pregunta. ¿Se siente con ánimos para contestar?
– Lo intentaré.
– Gracias. ¿Recuerda que esta mañana me dijo que Susanna llevaría como máximo treinta euros? ¿Era la cantidad que solía llevar habitualmente?
– Sí, más o menos.
– ¿Sabe que ayer por la tarde su hija fue al banco?
Mistretta lo miró perplejo.
– ¿Por la tarde? No, no lo sabía. ¿Quién se lo ha dicho?
– Francesco, el novio de Susanna.
El hombre pareció sinceramente sorprendido. Se sentó en la primera silla que encontró y se pasó una mano por la frente. Estaba haciendo un gran esfuerzo por comprender.
– A no ser que… -murmuró.
– ¿A no ser qué?
– Verá, ayer por la mañana le dije a Susanna que fuese al banco para ver si me habían ingresado ciertos atrasos de la pensión. Ella y yo somos los titulares de la cuenta. En caso de que hubiera dinero, tenía que retirar tres mil euros y pagar unas deudas que yo deseaba saldar cuanto antes. Eran un peso para mí.
– Disculpe, ¿qué deudas?
– Pues la farmacia, los proveedores… Nunca me han presionado, pero soy yo el que… A mediodía, cuando regresó a casa, no le pregunté si lo había hecho. Quizá…
– … quizá lo olvidó y se acordó por la tarde -dijo el comisario, terminando la frase por él. -Es probable.
– Pero eso significaría que Susanna llevaba encima más de tres mil euros. No es que sea una cantidad excesivamente elevada, pero para un maleante…
– ¡Pero ella ya debía de haber pagado las deudas!
– No, no lo hizo.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque al salir del banco se fue a… charlar un rato con Francesco.
– Ah. -De pronto dio una palmada-. Puedo comprobarlo telefoneando a… -Se levantó con dificultad, marcó un número y habló tan bajo que apenas se le oyó-. ¿Oiga? ¿Farmacia Bevilacqua?… -Colgó poco después-. Tiene usted razón, comisario, no pasó por la farmacia a pagar la cuenta pendiente… Y si no fue allí, tampoco debió de ir a los demás sitios. -De repente exclamó-: ¡Oh, Virgen santa!