Incluso sin ese telón de fondo, el Ojo de Murcheson era la estrella más brillante del cielo: una gran gigante roja a treinta y cinco años luz de distancia. La mancha blanca que había a un lado era su estrella compañera, una enana amarilla, más pequeña, más difusa y menos interesante: la Paja. Visto desde allí el Saco de Carbón tenía la forma de un hombre encapuchado, con cabeza y hombros; y la supergigante roja descentrada se convertía en un ojo atento y malévolo.
La Cara de Dios. Era una vista famosa en todo el Imperio, aquel panorama extraordinario del Saco de Carbón visto desde Nueva Caledonia. Pero allí, en el frío del espacio, resultaba distinto. En una fotografía parecía un saco de carbón. Allí era real.
Y algo que no podía ver avanzaba hacia él desde la Paja en el Ojo de Dios.
6 • La vela de luz
Una gravedad sólo… con sensaciones de náusea cuando la MacArthur enfiló el rumbo de intercepción previsto. La red elástica le mantuvo fijado a la silla de aceleración durante los escasos minutos de gravedad cambiante pero normal… minutos, sospechaba Rod, que pronto consideraría retrospectivamente con nostalgia.
Kevin Renner había tripulado un navío mercante interestelar antes de incorporarse a la MacArthur como piloto. Era un hombre delgado de rostro flaco, diez años más viejo que Blaine. Cuando Rod situó su silla de aceleración tras él, Renner ajustaba curvas en una pantalla visual; y su sonrisa satisfecha no correspondía a un hombre de la Marina.
—¿Ajustado el rumbo, teniente Renner?
—Sí, señor —contestó animosamente Kevin Renner—. ¡Directamente hacia el sol a cuatro gravedades!
Blaine rechazó el deseo de comprobarlo.
—Adelante.
Las alarmas de aviso sonaron y la MacArthur aceleró. La tripulación y los pasajeros sintieron que su peso se asentaba más profundamente en literas y sillas, y se prepararon para varios días de peso excesivo.
—Bromeaba usted, ¿verdad? —preguntó Blaine. El piloto le miró quisquillosamente.
—Ya sabe que se trata de un sistema de propulsión basado en la luz, ¿no?
—Naturalmente.
—Entonces mire allí. —Renner trazó una curva verde en la pantalla visual, una parábola que se elevaba agudamente hacia la derecha—. La luz solar por centímetro cuadrado que incide sobre una vela de luz decrece proporcionalmente al cuadrado de la distancia de la estrella. La aceleración varía en proporción directa a la luz solar reflejada desde la vela.
—Por supuesto, señor Renner. Explíquese.
Renner trazó otra parábola, muy parecida a la primera, pero azul.
—El viento estelar puede también impulsar una vela de luz. El empuje varía más o menos igual. La diferencia importante es que el viento estelar lo forman núcleos atómicos. Se fijan donde golpean la vela. El impulso se transfiere directamente… y es todo radial respecto al sol.
—No se puede virar por avante contra él —comprendió de pronto Blaine—. No puedes virar por avante contra la luz inclinando la vela; el viento estelar siempre te aleja en línea recta del sol.
—Exactamente. Así que, capitán, supongamos que penetramos en un sistema al siete por ciento de la velocidad de la luz y que queremos parar. ¿Qué haríamos?
—Soltar todo el peso posible —musitó Blaine—. Bueno… no veo dónde está el problema. Ellos deben de haber despegado de ese mismo modo.
—No lo creo. Se mueven demasiado aprisa. Pero aceptemos eso por un minuto. Lo que cuenta es que se mueven demasiado aprisa para parar, a menos que se aproximen mucho al sol, realmente mucho. Los intrusos se dirigen en realidad directamente hacia el sol. Probablemente la nave vire mucho después de que la luz solar la haya desacelerado lo suficiente… siempre que no se haya fundido o se hayan partido los obenques o se le haya rasgado la vela. Llegarán tan cerca que tendrán que desviarse en ángulo recto; no tienen elección.
—Ah —dijo Blaine.
—Ni que decir tiene —añadió Renner— que cuando ajustemos nuestro rumbo al suyo, también tendremos que movernos directamente hacia el sol…
—¿A un siete por ciento de la velocidad de la luz?
—A un seis. Los intrusos habrán disminuido un poco su velocidad por entonces. Nos llevará ciento veinticinco horas, con cuatro gravedades la mayor parte del tiempo, reduciendo un poco al final.
—Va a ser duro para todos —dijo Blaine, y de pronto se preguntó, con retraso, si Sally Fowler habría desembarcado realmente—. Sobre todo para los pasajeros. ¿No sería posible otro rumbo más fácil?
—Lo sería, señor —repuso instantáneamente Renner—. Puedo hacer lo mismo en ciento setenta horas sin llegar nunca a superar las dos gravedades y media… y ahorrar además algo de combustible, porque la sonda tendrá más tiempo para aminorar. El rumbo en que estamos ahora nos llevará a Nueva Irlanda con tanques secos, suponiendo que llevemos al intruso a remolque.
—Tanques secos. Pero a usted le gusta más este rumbo. Rod empezaba a detestar al piloto y aquella sonrisa que implicaba constantemente que el capitán había olvidado algo esencial y evidente.
—Dígame por qué —añadió.
—Pienso —dijo el piloto— que el intruso podría ser hostil.
—Sí. ¿Y qué?
—Si siguiésemos su mismo rumbo y nos dañasen los motores…
—Caeríamos en el sol a un seis por ciento de la velocidad de la luz. Comprendo. Así que usted pretende que les alcancemos lo más lejos posible de Cal, para tener un cierto margen de maniobra.
—Eso mismo, señor. Exactamente.
—Muy bien. Le gusta esto, ¿verdad, señor Renner?
—No me lo habría perdido por nada del mundo, señor. ¿Y a usted?
—Continúe, señor Renner.
Blaine guió su silla de aceleración hasta otra pantalla y comenzó a comprobar el rumbo del piloto. Le indicó que podía darles casi una hora de una sola gravedad inmediatamente antes de la intercepción, para que todos tuviesen posibilidad de recuperarse. Renner aceptó con un entusiasmo estúpido y se puso a trabajar en el cambio.
«Pueden serme muy útiles los amigos a bordo de mi nave —solía decir el capitán Cziller a sus oficiales— pero los cambiaría todos por un piloto competente.»
Renner era competente. Renner era también un sabihondo; pero era un buen arreglo. Rod se conformaría con un sabihondo competente.
A cuatro gravedades nadie caminaba, nadie alzaba nada. Las respuestas de la caja negra de la bodega seguían allí mientras la MacArthur continuaba con las chapuzas de Sinclair. La mayoría de los miembros de la tripulación trabajaban desde sus literas, o en sillas móviles, o no trabajaban.
En otras secciones se entretenían con complicados juegos de palabras, o especulaban sobre el próximo encuentro, o contaban historias. La mitad de las pantallas de la nave mostraban lo mismo: un disco como el sol, con el Ojo de Murcheson tras él y el Saco de Carbón como telón de fondo.
Los indicadores de la cabina de Sally reflejaban consumo de oxígeno. Rod dijo palabras de potente y malévola magia en voz alta. Estuvo a punto de llamarla luego, pero lo pospuso. En vez de llamarla a ella llamó a Bury.
Bury estaba en el baño de gravedad: una película de mylar sobre líquido muy elástica. Sólo se veían su cara y sus manos por encima de la curvada superficie. Su cara parecía vieja… mostraba casi su verdadera edad.