—¿Nunca le dije que su padre fue mi oficial al mando en Taniz? —preguntó en tono más cordial Plejanov.
—No, señor. Me lo dijo él. —Aún no había cordialidad alguna en la voz de Rod.
—Fue además el mejor amigo que tuve en la Marina Espacial, teniente. Su influencia me situó donde estoy, y él solicitó que usted estuviese bajo mi mando.
—Sí, señor. —Lo sabía. Pero en aquel momento se preguntaba por qué.
—Le gustaría a usted preguntarme qué espero que usted haga, ¿no es así, teniente?
—Sí, señor —Rod se estremeció de sorpresa.
—¿Qué habría sucedido si la oferta del rebelde no hubiese sido sincera? Si hubiese sido una trampa…
—Los rebeldes podrían haber destruido mi comando.
—Sí —la voz de Plejanov era aceradamente tranquila—. Pero consideró usted que valía la pena correr el riesgo porque tenía la posibilidad de poner fin a la guerra con pocas bajas por ambos bandos. ¿No es así?
—Así es, señor.
—Y si morían los infantes de marina, ¿qué habría podido hacer mi flota? —el almirante aporreó con sus puños la mesa—. ¡No habría tenido ninguna elección posible! —bramó—. ¡Cada semana que mantengo esta flota aquí es una oportunidad más para que los exteriores ataquen a uno de nuestros planetas! No habría tiempo para enviar a por otro transportador de fuerzas de asalto y a por más infantes de marina. Si hubiese perdido usted su comando, yo habría barrido este planeta reduciéndolo de nuevo a la edad de piedra, Blaine. ¡Aristócrata o no, no vuelva a colocar a nadie jamás en una situación así! ¿Ha comprendido?
—Sí, señor, he comprendido… —Tenía razón. Pero… ¿Qué habrían podido hacer los infantes de marina con el campo de la ciudad intacto? Rod bajó los ojos. Algo. Habrían hecho algo. Pero ¿qué?
—La cosa salió bien —dijo fríamente Plejanov—. Quizás tuviese usted razón. Quizás no la tuviese. Si hace usted otra cosa parecida, le degradaré. ¿Está claro? —Alzó un documento impreso, copia del expediente de Rod—. ¿Está la MacArthur preparada para el espacio?
—¿Cómo dice, señor? —la pregunta había sido formulada en el mismo tono que la amenaza, y Rod tardó unos instantes en accionar sus engranajes mentales—. Para el espacio, señor. No para un combate. Y no me gustaría que fuese muy lejos sin un reajuste general.
En la frenética hora que había pasado a bordo, Rod había realizado una inspección general, y ésa era una de las razones de que necesitara un afeitado. Ahora se sentía inquieto y sorprendido. El capitán de la MacArthur seguía junto a la ventana, evidentemente escuchando, pero no había dicho una palabra. ¿Por qué no le había preguntado el almirante a él?
Mientras Blaine seguía preguntándose todo esto, habló Plejanov despejando sus dudas.
—Bueno, Bruno, tú eres Capitán de la Flota. ¿Qué dices?
Bruno Cziller se volvió. Rod se quedó asombrado: Cziller no llevaba ya la pequeña reproducción en plata de la MacArthur que indicaba que era su jefe. En vez de ella brillaban en su pecho el cometa y el sol del Estado Mayor de la Marina Espacial, y anchas fajas de almirante.
—¿Cómo está usted, teniente? —preguntó formulariamente Cziller; luego sonrió; aquella sonrisa oblicua era famosa en la MacArthur—. Tiene usted un aspecto magnífico. Al menos por el lado derecho. Bueno, estaba usted en la nave hace una hora. ¿Qué daños descubrió en ella?
Confuso, Rod fue informando del estado de la MacArthur según sus comprobaciones, y de los arreglos y reparaciones que había ordenado. Cziller asentía y hacía preguntas. Por último dijo:
—Y cree usted que está preparada para salir al espacio, pero no para la guerra, ¿no es cierto?
—Así es, señor. No podría enfrentarse a una nave grande, de ningún modo.
—Eso es cierto. Almirante, quiero recomendarle lo siguiente: el teniente Blaine está en condiciones de ascender y podemos darle la MacArthur para que vaya a repararla a Nueva Escocia y siga luego hasta la Capital. Puede llevarse con él a la sobrina del senador Fowler.
¿Darle la MacArthur? Rod le oyó confusamente, asombrado. Tenía miedo a creerlo, pero allí estaba la oportunidad de demostrarles algo a Plejanov y a todos los demás.
—Es muy joven. Demasiado. Nunca debería permitírsele tomar el mando de esa nave —dijo Plejanov—. Aun así, probablemente sea la mejor solución. No creo que haya ningún problema en el viaje a Esparta por Nueva Caledonia. La nave es suya, capitán. —Al ver que Rod no decía nada, Plejanov le gritó—. Mire, Blaine. Queda ascendido a capitán y tomará el mando de la MacArthur. Mi secretario le dará instrucciones escritas de aquí a medía hora.
Cziller sonrió oblicuamente.
—Diga algo —sugirió.
—Gracias, señor. Yo… yo creí que le desagradaba.
—No esté tan seguro de lo contrario —dijo Plejanov—. Si tuviese otra alternativa sería usted ayudante de alguien. Quizás resulte usted un buen marqués, pero no tiene carácter para la Marina. Supongo que eso no importa mucho; de todos modos su carrera no es la Marina Espacial.
—Ya no, señor —dijo cuidadosamente Rod.
Aún le dolía dentro. El Gran George, que había destacado en el levantamiento de pesos a los doce años y poseía ya una gran corpulencia antes de los dieciséis… su hermano George había muerto en una batalla al otro lado del Imperio. Rod estaría planeando su futuro, o pensando voluntariamente en su casa, y el recuerdo llegaba como si alguien hubiese punzado su alma con una aguja. Muerto. ¿George?
A George correspondía heredar las fincas y los títulos. Rod sólo deseaba hacer carrera en la Marina con la posibilidad de convertirse algún día en Gran Almirante. Ahora… habían transcurrido menos de diez años y debía ocupar su puesto en el Parlamento.
—Tendrá usted dos pasajeros —dijo Cziller—. A uno lo conoce ya. Conoce usted a la señorita Sandra Bright Fowler, ¿verdad? La sobrina del senador Fowler…
—La conozco, señor. Hace años que no la veo, pero su tío cena muy a menudo en Crucis Court… Además la encontré en el campo prisión. ¿Cómo está?
—No muy bien —contestó Cziller; su sonrisa se desvaneció—. La enviamos a casa, y no tengo ni que decirle que debe tratarla con la mayor delicadeza. Viajará con usted hasta Nueva Escocia, o hasta la Capital incluso, si ella quiere. Queda al criterio de ella. Su otro pasajero, sin embargo, es una cuestión diferente.
Rod le miró atentamente. Cziller miró a Plejanov, que asintió, y continuó:
—Su excelencia, el comerciante Horace Hussein Bury, magnate, presidente del Consejo de Autonética Imperial, y figura importante de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Viajará con usted hasta Esparta, y no debe moverse de la nave, ¿comprende?
—Bueno, no exactamente, señor —contestó Rod. Plejanov lanzó un bufido.
—Cziller lo ha dicho bastante claro. Pensamos que Bury está detrás de esta rebelión, pero no hay pruebas suficientes para una detención preventiva. Apelaría al Emperador. Pues bien, le enviaremos a Esparta para que curse su apelación. Eso es lo que la Marina considera más adecuado. Pero ¿a quién debo enviar con él, Blaine? Posee millones. Más aún. ¿Cuántos hombres podrían dar un planeta entero corno soborno? Bury podría ofrecer uno.
—Yo… Sí, señor —dijo Rod.
—Y no se muestre tan desconcertado, demonios —aulló Plejanov—. No he acusado de corrupción a ninguno de mis oficiales. Pero lo cierto es que usted es más rico que Bury. Ni siquiera puede tentarle. Es mi principal razón para darle el mando de la MacArthur, así no tendré que preocuparme de mi próspero amigo.