Cargill y Sinclair estuvieron a punto de darse de puñetazos discutiendo algunas de las adaptaciones, sosteniendo Sinclair que lo importante era que la nave estuviese lista para el espacio, e insistiendo el teniente en que nunca podría controlar las reparaciones de las instalaciones de combate porque ni Dios sabía lo que se había hecho en la nave.
—No me agrada oír esa blasfemia —decía Sinclair cuando Rod se acercó a ellos—. ¿No es suficiente que tenga que soportar lo que se ha hecho ya a la nave?
—¡No, a menos que quieras hacer también tú de cocinero, chapucero maniático! Esta mañana no hubo manera de hacer funcionar la cafetera. Uno de tus artilleros se apoderó del calentador microndular. Ahora, por amor de Dios, haz que lo devuelva…
—Muy bien, te lo devolveré cuando me encuentres piezas para la bomba que estoy reemplazando. A ti, claro, te da igual que la nave pueda luchar de nuevo o no. Para ti, es más importante el café.
Cargill tomó aliento y luego continuó:
—La nave puede luchar —dijo en lo que parecía una discusión de niños— hasta que alguien le hace un agujero. Entonces hay que arreglarla, Ahora suponte que yo tuviese que reparar esto —dijo, indicando con la mano algo que Rod estaba casi seguro que era un extractor-transformador de aire—. Ahora esta maldita cosa está toda medio fundida. ¿Cómo voy a saber yo lo que está dañado? ¿O si está dañado? Supón…
Pero en ese momento Rod consideró que era mejor intervenir. Envió al ingeniero jefe a un extremo de la nave y a Cargill al otro. No resolverían su disputa hasta que la MacArthur no quedase totalmente reparada en los talleres de Nueva Escocia.
Blaine pasó una noche internado bajo el control del teniente médico. Salió con el brazo inmovilizado en un gran envoltorio como una almohada. Estuvo receloso y especialmente alerta durante los días siguientes, pero nadie llegó a reírse, al menos lo bastante alto como para que él lo oyera.
Al tercer día de hacerse cargo del mando, Blaine hizo una inspección. Se paralizaron todos los trabajos y se dio rotación a la nave. Luego Blaine y Cargill la recorrieron.
Rod sintió la tentación de aprovecharse de su experiencia anterior en la MacArthur. Conocía todos los lugares donde podía esconderse en pleno trabajo un oficial ejecutivo perezoso. Pero era su primera inspección, la nave acababa de ser reparada de los daños del combate, y Cargill era un oficial demasiado bueno para dejar pasar algo que pudiese haber corregido. Blaine hizo un recorrido general, comprobando las cosas más importantes y dejando a Cargill que le guiase. Mientras lo hacía, decidió mentalmente no permitir que aquello fuese un precedente. Cuando hubiese más tiempo, volvería a revisar la nave y lo comprobaría todo.
En el espaciopuerto de Nueva Chicago aguardaba una compañía completa de infantes de marina. Como el general del Campo Langston de la ciudad había caído, habían cesado por completo las hostilidades. En realidad, la mayoría de la agotada población parecía dar la bienvenida a las fuerzas imperiales con un alivio más convincente que los desfiles y los vítores. Pero la rebelión de Nueva Chicago había sido una gran sorpresa para el Imperio; no sería difícil que se repitiese pronto.
Así pues, los infantes de marina patrullaban el espaciopuerto y guardaban las naves imperiales, y Sally Fowler sintió sus miradas mientras caminaba con sus criados bajo la ardiente luz del sol hacia la nave. No la molestaron. Era la sobrina del senador Fowler. Sólo podían contemplarla.
Encantadora, pensaba uno de los soldados. Pero sin expresión. Sería lógico pensar que se siente feliz de poder salir de este inmundo campo prisión, pero no lo parece. El sudor goteaba firmemente por las costillas del hombre, y pensó: Ella no suda. Fue tallada en hielo por el mejor escultor de todos los tiempos.
El vehículo era grande, y estaba vacío en sus dos tercios. Los ojos de Sally se posaron sobre dos hombres bajos y oscuros (Bury y su criado, y no había duda alguna sobre quién era quién) y cuatro hombres más jóvenes que mostraban temor, ansiedad y desconcierto. Mostraban a las claras que eran de las zonas más remotas de Nueva Chicago. Nuevos reclutas, pensó.
Ocupó uno de los últimos asientos del fondo. No tenía ganas de hablar con nadie. Adam y Annie la miraron con expresión preocupada, y luego se sentaron enfrente. Ellos sabían.
—Es bueno poder irse —dijo Annie.
Sally no contestó. No sentía nada en absoluto.
Tenía esa sensación desde que los soldados imperiales habían irrumpido en el campo de concentración. Con ellos había llegado buena comida, un baño caliente, ropas limpias y respeto hacia ella… y sin embargo nada de esto la había afectado. Nada sentía. Aquellos meses en el campo de concentración habían quemado algo en su interior. Quizás de manera permanente, pensaba. Aquello le molestaba remotamente.
Cuando Sally Fowler dejó la Universidad Imperial de Esparta con su título de doctora en antropología, convenció a su tío de que en vez de enviarla a la escuela graduada la enviase de viaje por el Imperio, para visitar las provincias recién conquistadas y estudiar directamente las culturas primitivas. Escribiría incluso un libro.
—Después de todo —había insistido—, ¿qué voy a hacer aquí? Donde me necesitan es allí, más allá del Saco de Carbón.
Sally tenía una imagen mental de su triunfal regreso, con publicaciones y artículos eruditos, consiguiendo un puesto destacado en su profesión en vez de esperar pasivamente a que algún joven aristócrata se casase con ella. Sally se proponía casarse, pero no mientras no dispusiese de algo más que su herencia. Quería ser algo por sí misma, servir al reino en algo más que darle hijos para que muriesen en naves de combate.
Sorprendentemente, su tío había aceptado. Si Sally hubiese sabido algo más de la gente que lo que enseña la psicología académica, podría haber comprendido por qué, Benjamín Bright Fowler, el hermano más joven de su padre, no había heredado nada, había obtenido su puesto dirigente del Senado a base de coraje y habilidad. Como no tenía hijos consideraba como hija suya a la única superviviente de su hermano, y estaba harto de las jóvenes cuyo único mérito eran sus parientes y su dinero. Sally y una compañera de clase habían salido de Esparta con los criados de Sally, Adam y Annie, hacia las provincias, para estudiar las culturas humanas primitivas que la Marina Espacial descubría constantemente. Algunos planetas llevaban trescientos años o más sin que los visitase ninguna nave, y las guerras habían reducido hasta tal punto sus poblaciones que los supervivientes habían retrocedido a la barbarie.
Camino de un mundo colonia primitivo, hicieron una parada en Nueva Chicago para cambiar de nave, cuando estalló la revolución. Dorothy, la amiga de Sally, estaba fuera de la ciudad aquel día, y nunca más se volvió a saber de ella. Los guardias de la Unión del Comité de Salud Pública habían sacado a Sally de sus habitaciones del hotel, y le habían quitado cuanto tenía de valor y encerrado en el campo prisión.
Durante los primeros días la situación en el campo era más o menos aceptable. Nobleza imperial, funcionarios civiles y antiguos soldados imperiales hacían el campo más seguro que las calles de Nueva Chicago. Pero día a día aristócratas y funcionarios del gobierno fueron retirados del campo y no volvió a vérseles, añadiéndose a la mezcla delincuentes comunes. Adam y Annie la localizaron, y los otros habitantes de su tienda eran ciudadanos imperiales, no delincuentes. Sally sobrevivió primero días, luego semanas y por último meses de presión bajo la noche negra interminable del Campo Langston de la ciudad.