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En cierto momento, habiendo agotado la charla trivial e incomunicativa, Judy le había preguntado acerca de su trabajo. Como él sabía que realmente no le interesaba, le había dicho poco, describiéndole principalmente un grupo de rock (Las Llantas de Repuesto) al que su oficina le estaba haciendo la promoción. En la punta de la lengua había tenido lo de su encuentro con Jim McLoughlin y el trabajo del Instituto Raker, porque le latía que esto la habría intrigado y le habría dado mayor mérito al padre a los ojos de la hija, pero se había contenido justo a tiempo. Se había contenido porque había recordado, con una sensación de hundimiento, que iba a rechazar a McLoughlin y su cuenta, y que no habría manera de justificar esto ante su Judy.

Ella había hecho a un lado su plato y estaba llevándose la servilleta de papel a los labios.

– Ahora, ¿qué tal un postre? -le preguntó él con fingido entusiasmo.

– Ojalá pudiera -dijo Judy-, pero nunca entraría yo en esos nuevos pantalones que compré. Te diré qué. Tomaré un poco de chocolate, si también lo tomas.

Trató de recordar si era chocolate lo que solía compartir con Judy las mañanas de los domingos, cuando ella tenía nueve o diez años y desayunaban juntos. Simplemente no podía recordarlo.

– Justo lo que estaba yo pensando -dijo él, deslizándose al extremo del reservado y voceando la orden a la camarera.

Volvió a su sitio frente a ella y comprendió que era su turno. Había querido ese almuerzo no sólo para verla, sino también para sondear sus sentimientos respecto a la determinación de su madre de obtener el divorcio y volver a casarse. Era difícil entrar en esto ahora porque los riesgos eran grandes, pero si lo eludía, pudiera no presentarse otra oportunidad. Tenía que averiguarlo. Y el increíble asunto ése de las drogas. Eso también.

No hacía más de una hora que le había dicho a Tom Carey que se estaba interesando cada vez más por la verdad.

Así, pues, la verdad tenía que ser.

– Judy, aún no hemos hablado acerca de tu escuela, y…

La muchacha había estado hurgando en su bolso de cañamazo, pero ahora alzó la vista cautelosamente.

– …y quiero saber qué pasó allí -dijo él-. Supe que te expulsaron por un lío de drogas.

– Sabía que mamá te lo diría. Si por ahí hubiera un Muro de las Lamentaciones, iría y se lo contaría también.

– Bueno, ¿quieres hablar de eso?

– ¿Qué hay que decir? Ocurrió que me pescaron. A la mayoría no los sorprenden. Los estúpidos cerdos de la junta de la facultad estaban temerosos de que yo pudiera corromper a los otros… qué chistoso… corromperlos yo… nueve de cada diez están realmente enviciados, disparados al espacio. Pues nada, que la junta de la facultad me dijo que me fuera; aunque yo era la más lista de mi clase.

Randall trató de evitar el tono de Padre Severo y Progenitor Reprobatorio.

– ¿Por qué las drogas fuertes, Judy? ¿Por qué era eso tan importante?

– No fue la gran cosa. Fue como… bueno… como una experiencia, eso es todo. Era un asunto mío. Quería explorar mis percepciones. Tú sabes… alivianar mi cabeza. Algunos otros no pueden con el asunto, pero yo sentía que sí podía. Lo habría dejado fácilmente sin la gran bronca.

Randall titubeó. Ahora venía un terreno aún más peligroso. Se resolvió a abordarlo.

– ¿Qué hay de ese doctor Burke que has estado viendo? ¿Cómo marcha eso?

Casi podía ver cómo, paso a paso, se erguían las defensas de ella.

– No sé qué decirte -dijo ella suavemente-, excepto que es psiquiatra. ¿No lo dice todo, eso?

– No me dice si estás progresando con él.

– Si te refieres a las aceleradas… Mi madre diría que me ha hecho reducir a cincuenta kilómetros por hora. -La chica afrontó los ojos de su padre brevemente, y abandonó el aire petulante-. Si quieres saber cómo ando de aquello… estoy limpia. Ya no las uso.

– Me alegra oír eso.

La camarera había traído por fin los vasos de chocolate; Judy tomó un sorbo y anunció, con contagioso buen ánimo, que estaba delicioso.

Randall no cejaría.

– Ese doctor Burke -empezó con tono casual-, ¿te agrada en lo personal?

Los ojos de Judy parecieron brillar.

– ¿El viejo Arthur? Oh, es de onda. Digo, su barba; a ti te mataría. No le entiendo la mitad de lo que me dice, pero él se esfuerza. Es un buen tipo.

Randall se sintió débil y herido; traicionado.

– ¿Sabes que tu madre pretende casarse con él?

– Mejor sería que lo hiciera. Creo que se la anda cogiendo casi a todas horas. -Judy levantó la vista de su chocolate y vio el rostro de su padre, y al instante se retractó-. No quise decir… lo siento si te…

– Olvídalo -dijo él, tajante- Es sólo que no estoy acostumbrado a escucharte esa clase de lenguaje.

– Bueno, lo siento… ya dije que lo siento. Sé… sé que quieren casarse.

El gran interrogante seguía en pie.

– Lo que me interesa saber es cómo te sientes al respecto. ¿Qué te parecería que tu madre se casara con ese Burke?

– Al menos me la quitaría de encima.

– ¿Y eso es todo lo que sientes, Judy?

– ¿Qué más quieres que diga? -dijo Judy perpleja.

Él se dio cuenta de que el interrogatorio era fútil. Además, ya no había riesgos que correr.

– Judy, ¿qué te parecería que yo objetara el matrimonio de tu madre con Burke?

El suave ceño de Judy se frunció.

– Ésa… ésa es una pregunta pesada. Quiero decir, ¿cuál se supone que debe ser mi respuesta? Es decir, ¿por qué habrías de objetarlo? Mamá y tú habéis estado separados durante diez millones de años. De una forma u otra, yo no sabía que ella aún te importara.

– Aun cuando ella no me importara, Judy, me importas tú. Tú eres lo que más me importa, pase lo que pase.

– Me… -Judy no encontraba palabras para expresarse y se sentía, simultáneamente, incómoda y complacida- me alegro.

– Parece que no te das cuenta de cuánto me importas.

– Supongo que sí me doy cuenta, sólo que…, bueno… quiero decir, que rara vez te veo, así que… bueno, tú estás tan lejos y yo he estado con tanta gente…

Randall asintió.

– Comprendo, Judy -dijo-. Sólo quería que supieras lo que siento. El problema que tu madre y yo tenemos es problema nuestro, y no tuyo; y lo resolveremos. Yo sólo tengo un interés… el ver que tú estés feliz.

– Yo seré feliz -dijo ella rápidamente, agarrando su bolso-. Mejor será que me vaya. Gracias por el almuerzo y…

– ¿Por qué la prisa?

Judy se corrió hacia la orilla del reservado.

– Mamá está empacando. Ahora que el abuelo está un poco mejor, quiere que regresemos a San Francisco. Saldremos en un vuelo desde Chicago dentro de un par de horas. No quiere que pierda yo muchas sesiones con Arthur… quiero decir… con el psiquiatra.

– Supongo que tiene razón.

– Bueno, adiós -dijo Judy desgarbadamente, mientras se separaba de la mesa-, y… gracias, de nuevo, por el almuerzo… Y me alegro que el abuelo se esté recuperando.

Randall la miró en silencio. Distraídamente tomó la cuenta y dijo:

– Sí, adiós, Judy.

No hubo más. Ella se había dirigido a la salida de la cafetería mientras él, entumecido, contaba su cambio. De repente, con el rabillo del ojo la vio detenerse, darse la vuelta y regresar apresuradamente.

Inclinándose sobre el reservado, ella se acercó a él, que levantó la cabeza azorado.

– Pase lo que pase, papi -dijo ella con voz quebrantada-, tú siempre serás mi padre.

Se acercó aún más, rozándole la cara con su largo pelo, y lo besó en la mejilla.

Randall alzó su mano a la cara de Judy y, sintiendo que la voz se le ahogaba, le dijo en un murmullo:

– Pase lo que pase, querida, siempre serás mi niña. Te quiero mucho.