Randall escuchaba el palpitante sonido de los motores del buque y el silbido del mar estrellándose contra el transoceánico. Y luego oyó el crepitar de la televisión desde la sala, y la voz sosa del locutor.
Steven se recostó de nuevo sobre su almohada y trató de ubicarse en esta cuarta mañana y quinto día de la travesía de Nueva York a Southampton.
Cuando había aceptado el cargo de director de publicidad para el Nuevo Testamento Internacional y el proyecto conocido como Resurrección Dos, no planeaba traer a Darlene Nicholson en el viaje. Quería ir solo con Wheeler, y concentrarse en los antecedentes que debía absorber y en el trabajo que había convenido en realizar. Darlene era demasiado frívola, demasiado hedonista para viajar con ella en una empresa como ésta. No era que Darlene le exigiera mucho tiempo, sino meramente que podría distraerlo de su propósito con su plática vacía y superficial y su omnipresente sensualidad. Más aún, su presencia podría resultar molesta y comprometedora. Wheeler y su gente, lo mismo que esos especialistas y expertos, sabios y teólogos, involucrados en Resurrección Dos en Amsterdam, nada tendrían en común con una chica como Darlene. Randall supuso que ella encajaba en esa compañía y ese ambiente tanto como, digamos, una corista o una artista de striptease encajaría en una tómbola católica.
No era que Darlene fuese vulgar, sino que más bien era chillona, aparatosa, algo distraída y sin sentido de la ocasión. De hecho, era muy atractiva y transpiraba sexualidad. Era alta, con una figura plana, alargada, huesuda como de modelo de alta costura, excepto por sus pechos, que eran firmes y tenían forma de pera, y que siempre resultaban evidentes tras sus blusas y vestidos escotados y sus suéteres adhesivos que coleccionaba por docenas. Su cabello rubio le llegaba hasta los hombros, sus ojos azules estaban demasiado juntos, sus pómulos salientes, su cutis terso, su boca pequeña con labios carnosos. Caminaba con una especie de contoneo, de modo que todas las partes adecuadas de su cuerpo (pechos, caderas, muslos, nalgas) se movían en los sentidos adecuados o, cuando menos, en los sentidos que siempre provocaban las miradas de los hombres. Tenía las piernas más largas que Randall había visto jamás. Fuera de la cama era inquieta, inútil, tonta, traviesa. Dentro de ella, era un visón, inagotable, ingeniosa, placentera, divertida. El centro de su inteligencia, dedujo Randall una vez, lo tenía en la vagina.
Ella le había dado lo que él necesitaba cuando se encontraron, pero no era la compañera que él quería para esa estimulante y emotiva jornada hacia la fe, en la cual acababa de embarcarse.
Él le había ofrecido todas las alternativas. Puesto que estaría en el extranjero sólo un mes o dos, y estaría demasiado ocupado para concederle ninguna atención durante ese tiempo, él le había suplicado que regresara a Kansas City a visitar a sus padres, a su familia, a sus amigos de la secundaría. Él le pagaría el viaje y la mantendría mientras estuviera fuera, y al regresar se podría reunir con él de nuevo en Nueva York. Pero ella no aceptó. Él le ofreció un viaje a Las Vegas y Los Ángeles, o un mes de vacaciones en Hawai, o una gira de seis semanas por Sudamérica. Pero su respuesta fue no, no, no, Steven, quiero estar contigo; me mataré si no puedo estar contigo.
Así que él suspiró, rendido, y la registró como su secretaria, a sabiendas de que a nadie iba a engañar y, a fin de cuentas, no le importó. De hecho, había algunas ventajas. Bueno, una. Odiaba acostarse solo. Era un momento en el que, después de beber, siempre sentía compasión de sí mismo. Darlene era una diversión maravillosa. Anoche había estado mejor que nunca; hubo de todo, todo en movimiento, manos, piernas, caderas y culo, y cuando eventualmente hizo erupción, pensó que saldría expulsado por la escotilla.
En la semana anterior a que el barco zarpara, excepción hecha de la decisión de llevar a Darlene, había habido pocas otras decisiones personales que tomar, pero de alguna manera había estado ocupado cotidianamente, del amanecer al anochecer, poniendo en orden su casa y su oficina. Después de la estruendosa revelación de Wheeler acerca del descubrimiento de Ostia Antica, que establecía por primera vez la irrefutable autenticidad de la historia de Cristo, había estado lleno de curiosidad e impaciencia por conocer todos los detalles del hallazgo secreto. Pero Wheeler lo había aplazado. Bastantes horas tendría durante la travesía para que le dieran una información más completa, y los detalles completos estarían esperando a Randall cuando llegara a Amsterdam. Steven había estado ansioso por informar a Wanda, a Joe Hawkins y a su cuerpo de colaboradores acerca de esta nueva cuenta, pero le había prometido a Wheeler mantenerlo en secreto hasta que las muestras anticipadas del Nuevo Testamento Internacional salieran de la imprenta y hasta que el consejo de editores concediera permiso. Más que nada, Randall quería transmitir la revelación a su padre y a Tom Carey, presintiendo lo que esta noticia estremecedora provocaría en ellos; sin embargo, había jurado no decir nada, y lo había cumplido.
Todos los días había telefoneado a Oak City, y su madre o Clare le habían reafirmado que su padre, aunque todavía parcialmente paralizado, estaba recobrando las fuerzas gradualmente y recuperándose. Había llamado a San Francisco una vez. Con cierta dificultad había explicado a Judy que su plan de tenerla consigo en Nueva York durante dos semanas en el verano tendría que ser pospuesto. Le había dicho que iría al extranjero por un encargo especial, pero le prometió que de alguna manera tendrían tiempo para estar juntos en el otoño. Luego le había pedido a Judy que pusiera a su madre en la línea. Quería saber si Bárbara había cambiado de parecer con respecto a la demanda de divorcio. Bárbara había replicado tranquilamente que no. Se reuniría con un abogado la semana siguiente. Muy bien, Randall le había dicho fríamente; él le daría instrucciones a Thad Crawford para que contestara la instancia.
A la mañana siguiente, Randall había conferenciado con Crawford y le había bosquejado su caso, mientras el abogado se estiraba sus blancas patillas y trataba de persuadir a Randall de que no desafiara a su esposa. Cuando Randall permaneció inexorable. Crawford había comenzado a hacer renuentes anotaciones para la inevitable comparecencia en el juzgado, y había convenido en presentar la contrademanda. Durante esa turbulenta semana, había llevado a cabo varias juntas más con Crawford y los dos abogados de Ogden Towery, para allanar ciertos puntos irresolutos concernientes a la toma de posesión de Randall y Asociados por parte de Cosmos Enterprises. Dolorosamente, Randall había determinado telefonear a Jim McLoughlin en Washington, D. C, y concertar una entrevista. Lo menos que Jim merecía era una explicación personal de la razón por la cual Randall se estaba retractando y rechazando la cuenta del Instituto Raker. Jim no comprendería, pero el esfuerzo tenía que hacerse. Desafortunadamente, Jim McLoughlin había salido a alguna parte en una misión altamente confidencial y no podía ser localizado. No estaría de vuelta en Washington hasta dentro de varios meses. Randall le dejó recado que se comunicara con Thad Crawford. No había otra disyuntiva. McLoughlin tendría que enterarse de las malas nuevas en la peor forma.
Cuando llegó el día de zarpar, Steven Randall finalmente se alegró.
Ahora, recostado sobre la cama de su camarote, se volvió sobre un lado. Junto al teléfono estaban el montón de souvenirs y recuerdos que Darlene había acumulado durante la travesía. Randall tomó el fajo de folletos que anunciaban los eventos de cada día desde que habían estado a bordo. Había cinco de esos programas que contenían cuatro páginas cada uno, las primeras dos en inglés y las otras dos en francés. Cuatro de los folletos representaban las actividades que habían estado disponibles durante los últimos cuatro días a bordo, y el quinto describía el programa de hoy. Mañana no habría programa, puesto que llegarían a Southampton al amanecer.