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Randall no había pensado en eso antes.

– ¿De veras piensa usted que Su muerte fue ignorada?

– ¿Cuándo ocurrió? Ciertamente. Desde el punto de vista del Imperio Romano, el juicio de Jesús en Jerusalén fue puramente un disturbio local de menor importancia, de los cuales los romanos tenían cientos. Incluso, el informe de Petronio acerca del juicio de Jesús (pese al gran valor que tiene hoy para nosotros) fue meramente otro reportaje rutinario en el año 30 A. D. De hecho, señor Randall, la mayoría de los sabios bíblicos siempre han pensado que es asombroso y afortunado que se haya escrito algo acerca de Jesús por parte de gente que había recabado información de aquellos que habían conocido a Nuestro Señor. Y sucede que, a través de los evangelios, hemos recibido tal testimonio. Las cortes judiciales por lo general se han basado en el testimonio de los declarantes como evidencia de los hechos. Los evangelios nos han proporcionado tal evidencia. Los eruditos siempre comprendieron que los detalles biográficos acerca de Jesús fueron escasos porque los testigos, con sus relatos orales (en los cuales se inspiraron los evangelistas), no estaban interesados en la biografía de Cristo, sino en Su divinidad. Sus seguidores no sintieron la necesidad de registrar la historia porque para ellos la historia estaba a punto de terminar. A ellos no les interesaba la apariencia de Jesús, sino Sus actos y Sus palabras. No podían concebir la necesidad de preservar la vida o la descripción de Jesús, porque ellos esperaban Su reaparición inmediata «sobre las nubes del cielo». Pero los legos, la gente ordinaria, nunca han comprendido esto, así que los escépticos y los incrédulos se han multiplicado. Para la gente de nuestros días, educada en biografía e historia, Jesús se ha convertido en un ser irreal, en el personaje ficticio de un cuento folklórico, como Hércules o Paul Bunyan.

– Y ahora, con la nueva Biblia, usted piensa que sus dudas terminarán.

– Para siempre -dijo firmemente el doctor Evans-. Con el advenimiento de la nueva Biblia, el escepticismo universal se acabará. Jesús, el Mesías, será totalmente aceptado. La prueba será tan sólida como si se le hubiese preservado en fotografías o en película. Una vez que se sepa que Jesús tuvo un hermano que se anticipó a la duda al encargarse de asentar hechos de primera mano acerca de Su vida, una vez que se sepa que han sobrevivido fragmentos de un manuscrito que contiene el relato de un testigo ocular acerca de Su Ascensión, el mundo experimentará una conmoción y la fe se restaurará en todas partes. Sí, señor Randall, lo que el señor Wheeler y sus colegas están a punto de presentar al mundo no sólo arrasará la desconfianza, sino que además inspirará un milenio de fe y esperanza entre los hombres. Durante siglos, los seres humanos han deseado creer en un Redentor. Ahora, por fin, podrán hacerlo. Usted se está embarcando en una jornada memorable, señor Randall. Todos estamos adentro. Y es por esa jornada que le deseo un buen viaje.

Aturdido, incapaz todavía de absorber las implicaciones del hallazgo, Randall buscó una tregua en otra copa de champaña, y luego la simple realidad en la persona de Darlene Nicholson.

Buscando, la encontró cerca de la puerta. Un oficial francés se acababa de acercar a ella, inclinándose para murmurarle algo al oído. Darlene asintió con la cabeza y apresuradamente lo siguió fuera del salón privado. Sintiendo curiosidad por esa salida tan repentina, Randall rellenó su copa y, sorbiéndola, decidió averiguar a dónde había ido ella.

Abriéndose paso a través de la multitud de visitantes, Randall emergió hacia la zona del ascensor. A Darlene no se la veía por ningún lado. Preparándose para buscarla en la Cubierta Principal, de repente la vio parada frente a las ventanas abiertas de la Cubierta Veranda; y no estaba sola. Estaba sumergida en una profunda conversación con un hombre joven. Darlene tenía veinticuatro años de edad, y el joven de apariencia formal que estaba con ella no podía haber sido más que uno o dos años mayor. El holgado traje que vestía no ocultaba su delgada estructura. Tenía el cabello rubio de un tono arenoso, muy corto y erizado, y era de mandíbula prominente. Parecía suplicante ante Darlene.

Entonces, rememorando una instantánea que Darlene le había mostrado una vez con el propósito de mortificarlo, Randall reconoció al joven. Era Roy Ingram, su antiguo novio de Kansas City. Era contador, o cuando menos planeaba serlo. Antes de que pudiera especular acerca de la presencia de Roy aquí, Darlene advirtió a Randall, le hizo un ademán y se dirigió hacia dentro precediendo al joven para presentárselo.

Randall buscó la manera de escapar, pero era demasiado tarde. Los dos ya estaban ahí. Darlene sostenía en su mano un ramillete de gardenias, y Randall no podía creer que esos ramilletes todavía existieran.

Darlene lucía una sonrisa alegre.

– Roy, éste es mi jefe, el señor Steven Randall… Mmmm, éste es Roy Ingram, un amigo mío de Kansas City.

Randall le estrechó la mano.

– Sí, la señorita Nicholson me ha hablado de usted.

Roy Ingram trató de ocultar su nerviosismo.

– Mucho gusto en conocerle, señor. Darlene me escribió acerca de su empleo con usted, y me dijo que le acompañaría en este viaje de trabajo a Europa. Yo… yo pensé que pasaría a decir… a desearle a Darlene un buen viaje.

– Muy galante de su parte -dijo Randall-, venir desde Kansas sólo para desearle un buen viaje.

Ingram se sonrojó y tartamudeando dijo:

– Bueno, yo… yo tenía algunos negocios en Nueva York, además, pero sí, gracias.

– Los dejaré solos -dijo Randall-. Será mejor que regrese a la fiesta.

Una vez de vuelta en el salón privado, Randall recordó cuándo había oído de ese tal Roy Ingram por primera vez. Había sido la noche del día en que había conocido a Darlene Nicholson. Ella era una de las varias muchachas que había enviado la agencia de colocaciones como solicitantes para ocupar la plaza vacante de secretaria. Randall había estado trabajando en su oficina y con el timbre había llamado a Wanda para que recogiera unos papeles. Wanda había entrado y, a través de la puerta abierta, Randall había visto a Darlene sentada frente al escritorio de Wanda, con sus largas piernas cruzadas.

– ¿Quién es ella? -había preguntado Randall.

– Una de las chicas que solicitan el empleo. La he estado entrevistando. No sirve.

– Tal vez no esté solicitando el puesto adecuado. Hágala pasar, Wanda, y nada de bromas, por favor. Y acuérdese de cerrar la puerta.

Después de eso, había sido casi demasiado fácil. Se llamaba Darlene y había salido de Kansas City hacía dos meses porque ahí su inclinación creativa se estaba asfixiando. Ella siempre había ambicionado estar en la televisión neoyorquina. Había habido promesas y prospectos, pero ninguna actuación, y ya casi no tenía dinero. Así que había pensado que tal vez le gustaría trabajar en una empresa famosa que manejara a gente famosa, porque podría ser divertido. A Randall le gustaron su soltura, sus pechos y sus largas piernas. Él le había servido una copa y había mencionado los nombres de unos cuantos clientes y amigos. Le había dicho que estaba muy impresionado por su personalidad e intelecto para dejarla desperdiciar sus talentos en las pesadas faenas de oficina. Él encontraría algo mejor para ella. Y, a propósito, ¿estaba libre para cenar con él esa noche?