– Primero -dijo el doctor Jeffries-, estarían los quinientos rollos de badana y papiro descubiertos en 1947 en los alrededores de Khibert Qumrân. A éstos se les conoce comúnmente como los Rollos del Mar Muerto. En segundo término, el Códice Sinaiticus, encontrado en su forma completa en el Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en 1859. Éste es un Nuevo Testamento copiado en griego en el siglo cuarto, y ésa es una de nuestras posesiones que estoy a punto de mostrarle. El tercero en importancia es el hallazgo de los textos de Nag Hamadi, realizado en 1945 en las afueras de Nag Hamadi en el norte de Egipto. Este descubrimiento consistió en trece volúmenes de papiro, preservados en jarrones de barro, desenterrados por granjeros que buscaban humus para utilizarlo como fertilizante. En esos escritos del siglo cuarto estaban ciento catorce parábolas de Jesús, muchas de las cuáles eran desconocidas antes del descubrimiento de esa biblioteca cóptica. En cuarto lugar, el Códice Vaticanus, una Biblia griega escrita alrededor del año 350 A. D. y que se encuentra depositada en la Biblioteca del Vaticano, siendo desconocido su origen. En quinto término, el Códice Alexandrinus que posee el Museo Británico y que es un texto escrito en griego sobre papel vitela antes del siglo v. Llegó a Londres como un regalo que el Patriarca de Constantinopla hizo al Rey Carlos I en 1628.
– Odio confesar mi ignorancia -dijo Randall-, pero ni siquiera sé lo que la palabra códice significa.
– Hace usted bien en pedir explicaciones -dijo complacido el doctor Jeffries-. La palabra códice…. hummm… tiene su raíz en el vocablo latino codex, que significa el tronco de un árbol. Esto se refiere a los manuscritos antiguos, en forma de tabletas, que se hacían sobre madera encerada. De hecho, el códice fue el principio del libro encuadernado, tal como lo conocemos hoy en día. En los tiempos de Jesucristo, las escrituras no cristianas se hacían principalmente en rollos de papiro o pergamino… que resultaban demasiado incómodos paira el lector. Hacia el siglo ii, se comenzó a adoptar el códice. Los rollos de papiro fueron cortados en forma de páginas y luego sujetadas o pegadas por el lado izquierdo. Como dije, ése fue el principio del libro moderno. Bien, pues, ¿cuántos… cuántos descubrimientos bíblicos importantes, clasificados inmediatamente después de nuestro hallazgo en Ostia Antica, he mencionado?
– Cinco, profesor -dijo Wheeler.
El doctor Jeffries reanudó lentamente el paso.
– Gracias, George… Señor Randall, he de citar otros cuatro, que no irán en un orden específico. Sería una omisión de mi parte el no mencionar (especialmente en mi calidad de escolástico y traductor textual) los descubrimientos de Adolf Deissman, el joven clérigo alemán y erudito bíblico. Antes de Deissman, los traductores de los Nuevos Testamentos griegos pensaban que el griego bíblico difería del griego literario, suponiendo que aquél era algún tipo especial de griego puro, un lenguaje sagrado utilizado exclusivamente en los Nuevos Testamentos. Pero en 1895, después de estudiar multitud de antiguos papiros griegos descubiertos durante los cien años anteriores (fragmentos comunes y ordinarios de cartas escritas hacía más de dos mil años; presupuestos domésticos, facturas mercantiles, escrituras, arrendamientos, peticiones), Deissman pudo anunciar que ese griego coloquial de todos los ciudadanos, el griego vulgar de la vida cotidiana y de uso callejero (que se llama koine) era el mismo griego que utilizaban los evangelistas. Eso, por supuesto, causó una revolución en las traducciones posteriores.
El doctor Jeffries nuevamente miró de reojo a Randall.
– Los otros tres hallazgos importantes incluyen el descubrimiento de la tumba de San Pedro, en un antiguo cementerio ubicado diez metros abajo del Vaticano… presumiendo que la tumba sea auténtica. De cualquier manera, la doctora Margherita Guarducci descifró la clave de una inscripción en piedra (que data del año 160 A. D.) encontrada debajo de la nave de la basílica en la que se lee: «Pedro está enterrado aquí.» Después vino el descubrimiento, en Israel, durante 1962, de un bloque de construcción utilizado para dedicar una estructura al Emperador Tiberio, antes del año 37 A. D., cuya inscripción traía el nombre de Poncio Pilatos seguido por las palabras prefectus Udea, el mismo título que nosotros hemos autentificado en el Pergamino de Petronio. Luego, en 1968, en Giv'at ha'Mivtar, en Jerusalén, un hallazgo verdaderamente grandioso: un féretro de piedra conteniendo el esqueleto de un hombre llamado Yehohanan (su nombre inscrito en arameo sobre el ataúd), a quien le habían metido clavos de dieciocho centímetros a través de los antebrazos y los huesos de los talones. Esa osamenta de hace casi dos mil años representó la primera evidencia física que hemos tenido de un hombre que hubiera sido crucificado en Palestina en la época del Nuevo Testamento. La Historia nos dice que tal cosa había sucedido; los evangelistas dijeron que le había sucedido a Jesús; pero, con la exhumación de los restos de Yehohanan, el conocimiento literario fue al fin confirmado.
El doctor Jeffries levantó su binóculo y con él apuntó hacia enfrente.
– Aquí estamos.
Randall observó que ya habían pasado entre las vitrinas del Salón de los Manuscritos y que ahora estaban siendo conducidos hacia otra sala. A la entrada, sobre un pedestal, estaba un letrero que decía:
DEPARTAMENTO DE MANUSCRITOS
A LA SALA DE LOS ESTUDIANTES
CÓDICE SINAITICUS
CARTA MAGNA
ACTA DE SHAKESPEARE
El guardia que estaba en la puerta, vestido con una gorra negra, chaqueta gris y pantalón negro, saludó amablemente al doctor Jeffries. Inmediatamente a la derecha había una larga vitrina de metal con dos cortinas azules que cubrían dos entrepaños de cristal.
El doctor Jeffries condujo a sus huéspedes hacia ese exhibidor, y luego levantó una de las cortinas, murmurando:
– El Códice Alexandrinus… Hummm, no, no necesitamos ocuparnos de éste por ahora. Es de menor importancia. -Con delicadeza, Jeffries descorrió la segunda cortina, se subió el binóculo para acomodárselo en la nariz, y luego sonrió ampliamente frente al antiguo volumen exhibido abierto tras la vitrina de cristal-. Ahí lo tienen ustedes; uno de los tres manuscritos más importantes en la historia de la Biblia: el Códice Sinaiticus.
Steven Randall y Naomí dieron un paso adelante y se asomaron a las parduscas páginas de papel vitela, las cuales contenían cuatro angostas columnas nítidamente escritas en griego, a mano y en letra de molde.
– Están ustedes contemplando un fragmento del Evangelio según San Lucas -dijo el doctor Jeffries-. Observen la tarjeta de explicación que está en esa esquina.
Randall leyó el contenido mecanografiado en la tarjeta. El Códice Sinaiticus se encontraba abierto en la página correspondiente al versículo 23:14 de San Lucas. Al pie de la tercera columna, en la página izquierda, había unos versos que describían la agonía de Cristo en el Monte de los Olivos; versos que muchos expertos anteriores no habían conocido antes del descubrimiento de esta Biblia, así que no los habían utilizado en sus propias traducciones.
– Este manuscrito, en su estado original -dijo el doctor Jeffries-, probablemente contenía 730 hojas Las que han sobrevivido son 390… 242 de las cuales están dedicadas al Viejo Testamento, y 148 representan el Nuevo Testamento en su totalidad. La vitela, como ustedes verán, está hecha tanto de piel de oveja como de piel de cabra. La escritura, toda en mayúsculas, está hecha por manos de tres diferentes escribanos, muy probablemente antes del año 350 A. D. -El doctor Jeffries se volvió hacia Randall-. Que toda esta porción del Códice Sinaiticus se haya logrado salvar la hace una historia muy emocionante. ¿Ha escuchado usted el nombre de Constantine Tischendorf?
Randall meneó la cabeza. Nunca antes había oído ese extraño nombre, pero le intrigaba.
– Ahí va, brevemente, esta emocionante historia -dijo el doctor Jeffries con evidente gusto-. Tischendorf era un experto bíblico alemán. Siempre estaba hurgando a través del Medio Oriente, en busca de manuscritos antiguos. En uno de sus viajes, en mayo de 1844, trepó el amurallado Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en Egipto. Cuando atravesaba uno de los corredores del monasterio, advirtió un gran cesto de basura colmado de lo que parecían ser girones de manuscritos. Husmeando en el cesto, Tischendorf se percató de que lo que allí había eran hojas de pergamino antiguo. Dos cestos similares ya habían sido quemados como desecho, y éste estaba a punto de sufrir el mismo destino. Tischendorf logró persuadir a los monjes de que le entregaran el contenido del cesto para que él lo examinara. Después de escombrar entre los desperdicios. Tischendorf encontró 129 hojas de un antiguo Viejo Testamento escrito en griego. Los monjes, una vez enterados de su valor, le permitieron conservar sólo 43 de las hojas, las mismas que él llevó a Europa y las presentó al Rey de Sajonia.