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– ¿No eran esas hojas parte de este Códice? -preguntó Randall.

– Espere -dijo el doctor Jeffries-. Nueve años después,

Tischendorf regresó al monasterio para realizar una nueva búsqueda, pero los monjes no quisieron cooperar. No obstante, Tischendorf no cejaría en su empeño. Supo aguardar el tiempo necesario hasta que transcurrieron seis años más y, en enero de 1859, el persistente alemán regresó de nuevo al Monte Sinaí. Siendo más precavido, esa vez no solicitó de los monjes los viejos manuscritos sino que, en su última noche, Tischendorf se enfrascó con el Superior del monasterio en una discusión acerca de Biblias antiguas. Para demostrar su propia erudición, el abad se jactó de que había estudiado una de las más antiguas Biblias conocidas hasta entonces, después de lo cual se dirigió a un estante que estaba arriba de la puerta de su celda (donde guardaba sus tazas para café) y bajó un grueso paquete envuelto en un trapo rojo. Lo desenvolvió y ahí, ante los ojos de Tischendorf, surgió el Códice Sinaiticus, que contenía la totalidad del más antiguo Nuevo Testamento conocido por el hombre.

El doctor Jeffries rió entre dientes.

– Uno puede imaginarse la emoción de Tischendorf; muy semejante, estoy seguro, a la que sintió Colón al divisar el Nuevo Mundo. Después de muchos meses de esfuerzos, Tischendorf logró convencer a los monjes de que debían presentar ese Códice como un obsequio al protector de su iglesia, nada menos que el Zar de Rusia. El Códice Sinaiticus permaneció en Rusia hasta la Revolución de 1917 y la llegada de Lenin y Stalin. Los comunistas no tenían interés en la Biblia así que, para recabar fondos, trataron de vender el códice a los Estados Unidos, sin haberlo conseguido. En 1933, el Gobierno y el Museo Británicos recaudaron las cien mil libras necesarias para comprar el códice, y aquí lo tienen frente a ustedes. Toda una historia, ¿no?

– Toda una historia -convino Randall.

– Se la he relatado detalladamente -dijo el doctor Jeffries- para que ustedes puedan apreciar una historia todavía mejor… la excavación del doctor Monti y el descubrimiento del Evangelio según Santiago en Ostia Antica; un hallazgo bíblico casi 300 años más viejo que el Códice Sinaiticus; un descubrimiento medio siglo más antiguo que cualquiera de los evangelios canónicos; una escritura atribuida a un familiar de Cristo, un testigo ocular de la mayor parte de la vida humana de Jesús. Señor Randall, ahora tal vez usted pueda apreciar el estupendo don que está a punto de anunciar al mundo. Y ahora tal vez más nos conviniera subir a la oficina del doctor Knight y tratar los aspectos prácticos de su misión inmediata. Por favor, síganme.

Con Wheeler y Naomí Dunn detrás, Steven Randall siguió al doctor Jeffries hacia la empinada escalera que conducía a la oficina ubicada dos pisos arriba. Mientras el doctor Jeffries abría la sencilla puerta y los guiaba adentro, anunció:

– La oficina del guardián, que el doctor Knight utiliza como su centro de operaciones.

Era el típico cubículo de un escolástico; revuelto, lleno de papeles y reflejando intensas horas de trabajo. Había estantes repletos de libros, desde el suelo hasta el techo; diccionarios, enciclopedias, libros de referencia, documentos y paquetes que estaban apilados sobre las mesas y en la alfombra. Apenas parecía haber lugar para el viejo escritorio que estaba ubicado cerca de la ventana, lo mismo que para los archivos (todos cerrados con llave), el sofá y las dos o tres sillas.

Resollando por la caminata y la subida, el doctor Jeffries se acomodó detrás del escritorio. George Wheeler y Naomí Dunn ya se había buscado un lugar en el sofá, mientras que Randall había acercado una silla para sentarse junto a los otros.

– Hummm, tal vez debí haberlos llevado al comedor de empleados para que charláramos tomando un té -dijo el doctor Jeffries.

Wheeler levantó las manos.

– No, no, profesor; esto está muy bien.

– Espléndido -dijo el doctor Jeffries-. Yo pensé que la naturaleza de nuestra conversación más bien merecería un poco de intimidad. Para empezar, debo decir que tengo pocas noticias que ofrecer acerca de nuestro joven señor don… hummm, Florian… Florian Knight. Su desconcertante comportamiento y su inaccesibilidad me han angustiado y apenado. No he podido localizarle a él, ni tampoco a su prometida, la señorita Valerie Hughes, desde que llamé telefónicamente al barco anoche. Ustedes me preguntaron algo… ya olvidé qué… disculpen mi distracción… algo inquirieron allá abajo acerca del doctor Knight, ¿o no?

Wheeler se levantó del sofá y se mudó a una silla más cercana al escritorio.

– Sí, profesor. Olvidé preguntarle algo anoche. ¿Cuál es esa repentina enfermedad que padece el doctor Knight? ¿Qué le sucede?

El doctor Jeffries se retorció nerviosamente los bigotes.

– Yo también quisiera saberlo, George. La señorita Hughes no me lo explicó, y prácticamente no me dio oportunidad de preguntárselo. Sólo dijo que a Florian le había atacado una fiebre extremadamente alta y que había tenido que recluirse en la cama. Su médico le había indicado que lo que más necesitaba era un prolongado período de descanso.

– Eso me da la idea de un colapso nervioso -dijo Wheeler, asintiendo con la cabeza hacia Randall-. ¿Qué cree usted, Steven?

Randall consideró esa posibilidad como poco probable, pero respondió con seriedad:

– Bueno, si fuera un colapso se habrían presentado síntomas, signos de advertencia, aunque ligeros, durante algún tiempo. Tal vez el doctor Jeffries nos lo pueda decir -Randall miró al profesor de Oxford-. ¿Notó usted algún indicio de irracionalidad, de insensatez en el comportamiento del doctor Knight… o de ineficacia en su trabajo en los últimos meses?

– Ninguno en absoluto -respondió el doctor Jeffries enfáticamente-. El doctor Knight cumplió todas las tareas que le asigné de una manera consciente, brillante. El doctor Knight es un experto en muchas lenguas… el griego, el persa, el árabe, el hebreo… y el arameo, por supuesto; siendo este último el lenguaje en el que hemos estado trabajando. Como lector del museo, Florian ha funcionado intachablemente… justo lo que yo necesitaba. Comprendan esto: un joven tan enterado como Florian Knight no tiene que traducir el arameo, en un fragmento de papiro, palabra por palabra. Generalmente, Knight lo lee directa, fácil, naturalmente, como si fuera su lengua materna; como si estuviera leyendo el diario matutino. De cualquier manera, la actuación del doctor Knight, en cuanto a sus traducciones del arameo, del hebreo y del griego para nuestra junta de cinco miembros de Oxford, siempre fue elevada, siempre fue tan precisa, tan exacta como pudiera desearse.

– En resumen, ¿no cometía errores, especialmente en el último año? -insistió Randall.

El doctor Jeffries miró un instante a Steven antes de hablar.

– Mi querido amigo, los seres humanos son falibles, y su trabajo siempre está sujeto a equivocaciones. Han sido errores pretéritos (así como la nueva sabiduría se incrementó a través de la arqueología y de nuestros adelantos en filología) lo que motiva a los escolásticos a hacer nuevas traducciones de la Biblia. Permítame explicarme mejor, para que usted comprenda cabalmente las trampas a las que tuvo que enfrentarse el doctor Knight. Tomemos la palabra pim. Aparece en la Biblia sólo una vez, en el Libro de Samuel. Los traductores siempre creyeron que pim significaba «herramienta», y la consideraron como una especie de lima de carpintero. Recientemente, los traductores averiguaron que pim era en realidad una medida de peso, como la palabra shekel, así que en las últimas Biblias ya se ha utilizado esta palabra correctamente. Otro ejemplo: las antiguas Biblias inglesas siempre hicieron referencia a Isaías 7:14 redactándolo como: «Mirad, una virgen habrá de concebir.» Durante años esto fue interpretado como una profecía del Nacimiento de Cristo. Entonces, los traductores de la Versión Común Revisada vinieron y cambiaron esa línea, para que después leyera: «Mirad, una joven mujer habrá de concebir.» Ellos, los traductores, estaban traduciendo del hebreo original, en el cual la palabra almah significa «mujer joven». Las anteriores Biblias habían sido traducciones inexactas de los textos griegos que habían utilizado la palabra parthenos, que significa «virgen».