Se inclinó para acercarse más a Sarah Randall.
– Sarah, tu marido tiene una buena constitución. Tiene el deseo de vivir. Tiene fe. Ésas son cosas que no hay que considerar a la ligera. Pero no puedo ocultarte la realidad tras un cristal color de rosa. Su estado es grave. Debemos darnos cuenta de eso. No obstante, hay muchas cosas más, también. De momento, lo único que podemos hacer es estar alerta y esperar. Muchas personas muy famosas han tenido accidentes cerebrales similares y han sobrevivido, y han realizado vidas productivas posteriormente. Como el doctor Luis Pasteur. Cuando tenía cuarenta y seis años, Pasteur sufrió un colapso y una parálisis no muy distinta de la que afecta a tu marido. Sin embargo, se recuperó, y en los años siguientes mejoró lo suficiente para proseguir con su carrera, y aisló el germen del cólera en la gallina, investigó el ántrax, fue el pionero de las vacunas, descubrió un tratamiento contra la hidrofobia, y vivió hasta la edad de setenta y tres años.
El doctor Oppenheimer apagó su cigarrillo y se levantó.
– De modo, Sarah, que podemos esperar lo mejor.
– Rezaré -dijo Sarah con firmeza, mientras Clare y Randall la ayudaban a levantarse.
– Harás algo más que eso -le dijo el doctor Oppenheimer-. Te irás a tu casa y dormirás un poco. Lo importante es que conserves tus fuerzas… Clare, encárgate de que tu madre tome un sedante, una de las tabletas que le prescribí, antes de irse a la cama… Steven, cuánto siento que hayamos tenido que vernos en circunstancias semejantes. Pero, como dije, esperaremos lo mejor, y estaré en estrecho contacto con los médicos de guardia y el servicio de emergencia. Si hay algún cambio durante la noche, estaré en contacto con ustedes; de eso puedes estar seguro. De otra manera, bueno, te veré aquí por la mañana.
El médico tomó a Sarah Randall del brazo y la condujo fuera de la sala de espera, hablándole en un tono reconfortante y suave.
Los demás permanecieron rezagados algunos instantes. El tío Herman se había emparejado con Randall.
– ¿Adónde vas a ir, Steven? Podemos hacerte la cama en tu viejo cuarto.
– No, gracias -dijo Randall, con presteza-. Mi secretaria reservó una habitación para mí en el «Hotel Oak Ritz». Tengo que hacer muchas llamadas y no quiero desvelaros a todos vosotros. -En realidad, le había prometido a Darlene que la telefonearía a su apartamento en Nueva York, y había querido hablarle a su abogado, Thad Crawford, acerca de la venta a Towery y Cosmos Enterprises, pero el día y la noche habían sido muy ajetreados, y ahora se sentía demasiado cansado-. Además, quiero telefonearles a Bárbara y a Judy a San Francisco. Siempre le han tenido mucho afecto a papá, y me parece que debería…
– ¡Dios mío, olvidaba decirte…! -le interrumpió Clare, empujando para ponerse al lado de su hermano-. Ellas están aquí; Bárbara y Judy están aquí, en Oak City.
– ¿Qué?
– Me olvidé, Steven. Perdóname, estoy tan embrollada. No puedo acordarme de nada. Las telefoneé a San Francisco justo después de haberte llamado a Nueva York. Las dos estaban terriblemente alteradas. Tomaron el primer avión. El tío Herman me dijo que llegaron aquí a la hora de la cena y que se vinieron directamente del aeropuerto al hospital. Vieron a papá, y esperaron un poco a ver si llegabas, pero Judy se puso tan nerviosa que Bárbara acabó por llevársela al hotel un instante antes de que te trajera yo del Aeropuerto O'Hare.
– ¿En dónde están hospedadas?
– En el «Oak Ritz», ¿dónde sino? ¿Es que hay otro hotel decente aquí? -dijo el tío Herman-. Y déjame ver… Bárbara me dijo que te avisara que, si no era muy tarde, quería verte cuando salieras del hospital.
Randall consultó su reloj. No era la medianoche, todavía. No era tan tarde. Bárbara estaría levantada y esperándolo. Él ansiaba que aquel horrible día maldito terminara ya. No estaba de humor para una reunión con su mujer, después de tanto tiempo, de tantas cosas, pero no había modo de zafarse. Además, su Judy estaría allí, y esta noche deseaba verla.
– Okey -respondió-, ¿quién me lleva al hotel?
La puerta de la suite del hotel se abrió, y allí estaba ella.
– Hola, Steven.
– Hola, Bárbara.
– Lamento lo de Nathan -dijo la mujer- Lo quiero como quería a mi propio padre. Eso siempre le ocurre a la gente buena, ¿verdad?… Bueno, no nos quedemos parados aquí. Entra, Steven. Me da gusto que pudieras venir.
Ella no le había ofrecido un beso, ni él había hecho el intento de besarla. Entró a la sala detrás de ella. El cuarto estaba limpio, pero desaliñado; había un desorden de sillas desiguales, dos mesas de café, un sofá, un gabinete abierto, convertible en bar, con vasos en el compartimiento superior junto a una botella de escocés sin abrir. Obviamente, su mujer le esperaba.
Bárbara, que se había trasladado al centro de la sala, estaba extrañamente tranquila y controlada. Su apariencia no había cambiado mucho desde que se separaron. En todo caso se veía un poco mejor; peinado lacio, acicalada más cuidadosamente. Tenía el cabello castaño y pequeños y resentidos ojos café en un rostro plano, y a los treinta y seis años su figura era adecuada; senos pequeños, talle fino. Llevaba un traje sastre, copia de algún modelo caro. Tenía un aire muy de San Francisco y no parecía distraída, lo cual era inusitado.
– Entramos a ver a Nathan en cuanto llegamos al hospital -estaba diciendo ella-. Puedo imaginarme cómo debiste sentirte, Steven. Verlo nos partió el alma. Judy se deshizo en llanto. Lo amamos mucho.
Tal vez los oídos de Randall lo engañaron, pero había creído detectar un muy especial énfasis aplicado por ella en el entramos, amamos. Ahora Judy había sido fusionada a la primera persona en plural de madre e hija, e implicaba un adiós al extraño-marido-padre. Bárbara lo conocía bien; sabía en qué punto era él más vulnerable, y le estaba volteando el filo del nosotros para desquitarse; o era una estratagema para recordarle que a madre e hija les correspondía estar juntas, o quizá no era nada más que su imaginación.
– Era miserable -comentó él-, el cuadro completo. -Luego la consideró a ella- Ha pasado el tiempo. Pareces estar sobreviviendo.
Ella sonrió.
– En cierto modo.
– ¿Qué hay de Judy? ¿Cómo está?
– En este momento, en la cama. Estaba exhausta por el vuelo, el hospital; lo único que quería era descansar un poco. Probablemente ya esté dormida. Pero quería verte. Quizá mañana.
– Quiero echarle una mirada ahora mismo.
– Como gustes. ¿Quieres que te prepare una copa?
– Pensé que tal vez aceptarías tomar conmigo la última del día en el bar, allá abajo. Está abierto todavía.
– Si no te molesta, Steven, preferiría quedarme aquí. Es más privado. Esperaba que pudiéramos tener una pequeña charla. Muy breve, te lo prometo.
Conque ella quería una pequeña charla, pensó él. Recordó sus pequeñas charlas del pasado. ¿Quién fue (algún filósofo alemán) el que dijo que el matrimonio era una larga conversación? Así lo habría querido; una larga conversación, un plácido murmullo, y no lo que había sido, una realidad de furiosas pequeñas charlas en las que él sabía que estaba siendo oralmente castrado, y en las que ella creía estar sufriendo una histerectomía verbal.
– Como quieras -dijo él-. Que sea escocés con hielo.
Abrió silenciosamente la puerta de la recámara, y entró. Una escasa luz se filtraba a través de la forrada pantalla de la lámpara que estaba sobre la mesa-tocador. Adaptando sus ojos a la semioscuridad, Randall distinguió por fin a su hija en la cama gemela a su derecha.
Se acercó al costado del lecho y puso una rodilla en el suelo. Judy tenía la cabeza sumida en la almohada y con la sábana se cubría hasta el cuello; su cabello era color maíz, flotante, sedoso y esparcido sobre la almohada. Dormía y era hermosa, esta parte suya que ya tenía quince años, este ángel, la única cosa enorgullecedora que había producido él sobre la Tierra. La observó en silencio, el rostro puro y terso, la nariz finita, los labios semiabiertos, y escuchó su respiración superficial.