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– No.

– Entonces, ¿por qué te metes?

Lino se acuerda de mi mano sobre su hombro. La retira con dos dedos, como si se tratara de un detonador. La indelicadeza de su gesto me quita el hipo, pero lo paso por alto. El teniente está a punto de estallar y no me apetece recogerlo con cucharilla. Me ametralla la cara con su respiración desbocada y le borbotea por las comisuras una saliva lechosa. Cierto es que, al igual que sus congéneres, Lino salta con nada, como una gota de nitroglicerina, pero es la primera vez que le da un ataque como éste.

– ¿Puedo hablar contigo? -le pido.

– ¿Acerca de qué?

– Ven a mi despacho.

– No tengo tiempo.

– Deja de hacer el imbécil y sígueme. No tardaremos.

– No estoy de humor, comisario. Prefiero que dejemos así las cosas. Estoy cansado y necesito volver a casa.

– Aún no es hora de cierre.

Lino se obstina. Vuelve a fulminar a Serdj con una mirada voraz, se recompone el cuello de la camisa, casi me empuja y enfila la salida de la Central.

– Te he dicho que aún no es la hora.

– No estoy sordo -masculla para que me entere de que pasa de mí.

Cuando se ha ido el teniente, pido a Serdj que me ponga al tanto. El inspector intenta minimizar el incidente. Doy un puñetazo sobre la mesa y él claudica. Como si tan sólo estuviese esperando eso para vomitar todo lo que se le había atragantado, empieza explicándome que Lino lleva un tiempo comportándose de manera muy rara, más concretamente desde que se ha enamoriscado de una señora fina con pasta.

– Me pidió dinero. Me prometió devolvérmelo a primera hora del día siguiente. Aquí me tienes esperando… Dos días después, se camela a Baya y le saca la mitad de su paga, con la excusa de que tiene proyectos. Unos proyectos productivos, pues Lino ya no distingue a un colega de un socio capitalista. Cualquiera le parece bueno. Al cabo de tres semanas, la mitad de los chicos de la Central le reclaman la pasta, pero él no se desanima… Esta señora no está al alcance de su cartera. Pensé que iba a percatarse y quitarse de en medio, pero ha adoptado la política del avestruz. Le está tomando cada vez más gusto al lujo y a la extravagancia. Los compañeros están preocupados por él. Están convencidos de que a este ritmo acabará metiendo la pata, y en plan serio, a ver si me entiende usted. Total, que he ido a hablar con él a ver si se avenía a razones. Y ya ha visto usted cómo se ha puesto. Lino se está volviendo chaveta.

Me agarro la barbilla con el pulgar y el índice para reflexionar sobre el asunto mientras Baya vigila el frunce de mi entrecejo. Al cabo de una meditación, le digo a Serdj:

– ¿Y quién os autoriza a pensar que a Lino le está gorroneando una virgen falsa? ¿Conocéis a la señora? ¿La tenemos fichada como tanguista, tenéis pruebas de que lo está manipulando?

Serdj infla las mejillas:

– Realmente, no.

– En tal caso, ¿a qué viene tanto drama?

– Eso es lo que todo el mundo presiente en la Central, comisario. Lino vive por encima de sus posibilidades. Si ahora anda con la lengua fuera es porque no consigue mantener el ritmo. Está de los nervios desde que se levanta hasta que se acuesta. Eso no es normal.

– Tampoco creo que sea para tanto -aventuro.

– Yo no pienso igual -insiste Serdj, irritado-. Lino está perdiendo los papeles. Lo conozco. Cuando reacciona como acaba de hacerlo, es que ya no da pie con bola.

Con un gesto de la mano, ruego a Serdj que no pierda los estribos.

– Hombre, querido amigo Serdj, ¿acaso no te das cuenta de que por fin Lino está negociando su auténtica crisis de pubertad? Está más claro que el agua: está enamorado, y punto… Lino está e-na-mo-ra-do.

– ¿Usted cree? -Salta a la vista. Serdj es escéptico.

Le explico:

– El amor es una deliciosa inverosimilitud, un formidable quebradero de cabeza, un maravilloso desastre. Y Lino está metido de lleno. Está descubriendo a la otra parte, ¿captas la onda? Está explorándose a sí mismo, tomando consciencia de su auténtica dimensión, y, encantado con su suerte, se comporta como un capullo. Como hacen todos los enamorados desde la noche de los tiempos.

– Ha ocurrido todo tan rápidamente, comisario. Veo mucha precipitación en todo esto, y Lino es torpe.

– Es el flechazo. No da tiempo de afinar el disparo. Y nada se puede hacer.

– ¿Flechazo? -apunta con mala cara Serdj, que, por supuesto, no sabe de qué va el tema puesto que se casó con diecisiete años con una chavala que no conocía de nada, como se acostumbra a proceder en las familias conservadoras.

Ahí se me muda el semblante.

¡Flechazo!

La resonancia de tamaño vocablo, dentro de un cuchitril tan romántico como una consulta de dentista, me catapulta a un mundo de ensueños. Sin querer, la voz me flaquea, todo mi ser cede como un sauce llorón y me oigo a mí mismo:

– Yo también tuve un flechazo. Es peor que una insolación. Lo recuerdo: el país conseguía la independencia y Argel se chutaba bronca por las venas. Nos reíamos, caracoleábamos, nos emborrachábamos a lo bestia entre dos linchamientos; total, que volvíamos a nacer con fórceps. Era a la vez absurdo y pasmoso. Y en medio del delirio y de los colorines, estaba esa estación de trenes de cercanías, gris como una isla perdida más allá de todos los naufragios. Una estación callada. Otra gente menos afortunada se disponía a exiliarse hacia el abismo. Entre las familias amontonadas junto a sus petates, entre las miradas ateridas y la sombra de los silencios, allí estaba ella, sentada sobre un banco, en una esquina aparte, suspensa entre el alborozo callejero y la pesadumbre de los muelles. La luz del ventanal la cubría con una reverberación que jamás he conseguido definir. Era una francesa de entre veintitrés y veinticinco años, absolutamente preciosa, con unos ojos más grandes que el Mediterráneo. No llevaba pendientes, pero sí un triste gorrito. En su maleta de cartón debía llevar casi toda su fortuna. El vestido negro le llegaba a los tobillos, y la chaquetilla corta quedaba casi oculta tras unos enormes botones acolchados. El tejido no era de la mejor calidad, pero el corte era impecable. Únicamente una mano fina y tranquila como la suya podía haber combinado tanta humildad y perfección… Aquel día creí ser el más feliz de los mortales. Había bailado por todos los bulevares y bebido en todas las tabernas antes de ir a buscar vaya uno a saber qué en lo más hondo de aquella estación de cercanías donde no tenía motivos para ir. Quizá estuviese allí por ella, estremecido por su vaga sonrisa, incapaz de mantenerme en pie un día de gran victoria. Fuera, el sol se negaba a irse. En la estación ya era de noche. De repente, alzó su mirada hacia mí. Fue como si una ola me arrollara…

Me callo. Brutalmente. Con un nudo en la garganta. Serdj baja la cabeza, emocionado. Baya lloriquea imperceptiblemente, con el pañuelo en la nariz. A nuestro alrededor cecea un mosquito. Conmovido por la evocación de aquel recuerdo, me refugio en la contemplación de mis manos.

– ¿Y qué ocurrió luego? -me pregunta Serdj con la voz descompuesta.

– Luego… -contesto meneando la cabeza-. Luego, Mina me dio un codazo en los riñones y me despertó.

Capítulo 5

La calzada, huérfana desde tiempo atrás de sus adoquines, se ha convertido en un camino de cabras que un callejón sin salida intenta contener tras una barricada de basuras. A ambos lados, unos edificios ajados esperan la siguiente sacudida telúrica para sepultar, de una vez por todas, a los espíritus inquietos que los habitan. Un brigada me localiza mientras hago acrobacias entre los montones de basura. Me sugiere con la mano que me aparte. Asiento con la cabeza y dejo mi cacharro junto a una farola decapitada.

– Por aquí, comisario.

Me conduce entre carriles hasta un caserón y se pone a berrear a los mirones agrupados en la planta baja: