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– ¡Dejen pasar al señor comisario!

Un ama de casa gruesa se da la vuelta para ver cómo es una autoridad local. Mi tripón y mis mofletes la tranquilizan. Se pone a su vez a pedir a voces a los demás que se aparten.

Me abro paso entre el gentío como un monarca en medio de su corte y subo los quejumbrosos escalones. El suelo de los rellanos está tan desvencijado que podría verse con una cerilla lo que ocurre en el piso de abajo. Me desplazo a tientas, con una mano pegada a la pared y la otra a la nariz por el pestazo ambiental. Inútil buscar el interruptor de la luz, no hay nada que se le parezca.

Un poli monta guardia delante del piso, al final del pasillo, con la nariz tapada; tengo que apartarlo para poder pasar. En la sala atestada de míseros trastos, una mujer está sentada sobre un jergón, con tres niños asustados contra su pecho. Su enmarañada pelambre y su mirada inexpresiva me hielan las entrañas.

Serdj levanta una cortina mugrienta y se reúne conmigo en el vestíbulo. Me extraña encontrármelo allí. Normalmente, es a Lino a quien corresponde hacerse cargo de este tipo de situación. Pero desde que comparte afinidades con Narciso, no hay quien dé con él. Serdj capta mi hartura y se encoge levemente de hombros, como dándome a entender que cuando a un colega le da por perderse un poco, tampoco pasa nada si uno le cubre las espaldas, aun a riesgo de quedarse sin nada que ponerse.

– El teniente está atendiendo otro asunto -me miente.

– ¿Qué asunto?

Serdj adivina que no estoy de humor. Se traga la saliva para expulsar el cuajarón que pretende sustituir a su nuez.

– En realidad, no he conseguido dar con él -contesta rajándose.

– Le tocaba guardia.

– No sé dónde se ha metido.

– Ya veo.

Serdj agacha la cabeza.

– ¿Y esto de qué va?

La vuelve a levantar y se me adelanta hacia el fondo del piso, donde unos agentes intentan sin convicción razonar con alguien parapetado tras una puerta atrancada.

– Se llama Rachid Hamrelaine, cuarenta y seis años, cinco críos, dos de ellos huidos de casa. Los vecinos dicen que es un tipo decente, discreto y nada problemático. Lleva más de cinco horas encerrado en su habitación. Al principio, gritaba que lo dejaran tranquilo. Ahora está callado. Creo que ya no le quedan fuerzas para gritar.

– ¿Cómo está?

– He mirado por la cerradura. Está perdiendo mucha sangre.

– Supongo que no se puede echar la puerta abajo.

– Ha jurado que se tiraría por la ventana.

– Quizá sea un farol.

– Quizá, pero ¿quién se atreve a averiguarlo?

Miro por una ventana con los cristales rotos, veo la botella de butano colocada de cualquier manera en una alcoba acondicionada como cocina, las cacerolas abolladas y las gruesas capas de mugre que enmohecen las paredes. El piso no tiene nada que envidiar a un establo. Aquí, la miseria se siente como en casa y hasta se ha permitido instalarse a sus anchas.

– Cierto que esto no es la casa de la alegría, pero ¿por qué optar por lo peor?

Serdj me ruega que lo siga hasta un secadero horrendo, para que no lo oigan los niños.

– Trabajaba como repartidor en una empresa estatal. En uno de sus desplazamientos, tuvo un accidente de tráfico y perdió una pierna. Lleva ocho años sin poder regularizar su situación con el seguro social de su ministerio. Ni siquiera le han dado una pensión provisional. Le retuvieron el sueldo de la noche a la mañana. Según los vecinos, lo ha intentado todo, incluso varias huelgas de hambre; en vano. Hace unos días, recibió una orden de expulsión de la casa. Eso ya era el colmo. Esta mañana habló con su mujer y con sus hijos y les dijo que, puesto que nadie quería hacerle caso aquí abajo, ya sólo le quedaba exponer su caso ante Dios. Se recluyó en su dormitorio y se abrió las venas. Cuando llegamos ya estaba medio desangrado. Intentamos hacerle entrar en razón. Se niega a hacernos caso.

– ¿Se ha tomado algo?

– Su mujer asegura que jamás ha probado la bebida ni los barbitúricos. Es un tipo piadoso.

– ¿Habéis llamado a una ambulancia?

– Está en camino.

– Bueno, voy a hablar con él, aunque sea para mantenerle despierto hasta que lleguen los camilleros…

De repente, un estrépito. Se oyen unos berridos desde la calle. Salimos corriendo al balcón. El infeliz ha acabado tirándose al vacío. Yace, tres pisos más abajo, boca abajo, con los brazos en cruz y, a su lado, su prótesis retorcida.

No he pegado ojo en toda la noche.

He llegado al despacho por la mañana antes que el ordenanza y me he tirado al menos diez minutos vagando por los pasillos en busca de vaya uno a saber qué. Luego, cuando empezaron a aparecer los subalternos, me encerré a cal y canto en mi cuartillo e intenté relajarme no pensando en nada. Llegó Baya, maquillada como un dragón chino. Me dijo algo que no pillé bien y, ante mi aspecto lúgubre, optó por regresar a su nicho y hacer como que no estaba. Tras una inacabable apnea, empiezo a emerger e intento reponerme. No hay manera. No se me va de la cabeza el cuerpo descoyuntado de aquel desgraciado. Vuelvo a cerrar los ojos y a chapotear en el fango de mis fijaciones.

El teléfono se mete por medio.

Es el dire:

– ¿Brahim?…

– Señor director…

– ¿Tienes un minuto?

– Por supuesto.

– Pues menea tu corpachón y plántate en el tercero, volando.

Cuando el dire se sube a la parra es porque hay follón a la vista. No me equivoco. Al señor director le sobran razones para abusar de sus prerrogativas: tiene como huésped al mismísimo Hach Thobane, o sea, a una inagotable reserva de sobornos y atropellos.

Hach Thobane es un personaje influyente en el Gran Argel. Un histórico. Según él, fue quien le dio la patada en el culo a De Gaulle. Por supuesto, en mi país, este tipo de mito es tan duro de pelar que ni siquiera se le arrimaría un rinoceronte. Sin embargo, a pesar de la evidente inverosimilitud de sus hazañas, Hach Thobane tiene, al menos, dos méritos; uno filosófico y otro alquímico. Primero, hace añicos la famosa teoría de Darwin según la cual el hombre desciende del mono. Hach Thobane desciende directamente de su árbol. Segundo, para que no se lo lleve el viento cuando viene soplando fuerte, se llena los bolsillos las veinticuatro horas del día, y si saca un fajo de billetes es para canjearlo sobre la marcha por un corrupto, de modo que cuando suenan sus monedas toda la ciudad se pone a menear el rabo como un perrito faldero. Con él, nada se echa a perder y todo se recupera; tanto los hombres como la historia, incluso la mano que me niego a tenderle. No obstante, a pesar del asco que me produce su especie, me siento casi encantado de encontrármelo allí, en el despacho del dire, tan a gusto en su sofá como una cobra real sobre el turbante de un fakir. Por muy podridas que estén en el patio, las grandes fortunas se redimen admirablemente en el jardín, lo cual tiene la ventaja de sacarnos de vez en cuando de la depresión ambiental; siempre que se aparquen los principios revolucionarios, claro está.

El dire me presenta:

– Es nuestro Brahim.

Hach Thobane me dirige una sonrisa supuestamente encantadora. Como me he dejado las gafas sobre la mesa, me quedo más frío que una rodaja de salchichón. ¿Cuántas veces nos habremos cruzado Hach Thobane y yo, cinco, diez? Quizá algunas más. Al menor engorro se planta aquí, pues es muy amigo del jefe. Sin embargo, hace como si no recordara haberme visto antes. Cierto es que, comparado con esa especie de tiburón, uno no deja de ser simple morralla, pero tampoco hay que exagerar.

El dire me ofrece un sillón. Su deferencia me alarma. Me siento frente al nabab y aprieto los muslos, como haría cualquier mosquita muerta que se negase a creer que todos los ginecólogos son impotentes.

– Tienes buen aspecto -me halaga el dire uniéndose a nosotros.

– Gracias, señor director.

– ¿A que no le echaría cincuenta y cinco tacos, Hach?