Выбрать главу

– Veré lo que puedo hacer, señor director -gruño sólo para despedirme.

– Otra cosa: dile a tu pichón que puede que la paloma con la que se exhibe deje pasmado a todo el mundo, pero que yo en su lugar desconfiaría de su gorjeo. Lo va a desplumar. Y luego, ya no se atreverá a gallear sin hacer el ridículo.

– Está claro, señor director.

– En cuanto a ti, comisario, la próxima vez que montes un número delante de uno de mis huéspedes, te juro…, te juro…

Un ataque de tos le arrasa el gaznate y le deja doblado por la mitad. Con la cara congestionada y los dedos alrededor del cuello me despide con la otra mano y se dirige a trompicones hacia una jarra de agua mineral.

Ahueco el ala antes de que la espiche entre mis manos.

Cinco minutos después, Bliss invade mi despacho con la falsa ligereza de un sortilegio a la caza de un espíritu embotado. Fingiendo interesarse por el techo, se rasca la barbilla y, como si nada, indaga:

– Me ha parecido oír que un Míster Hyde rondaba por el tercero.

– ¿Y quién es Míster Hyde?

– Alguien que provoca alaridos allá donde se manifiesta. Estaba con la secretaria del jefe cuando he oído el griterío. Pregunté a la secretaria si se había declarado un incendio y me dijo que lo ignoraba. Eché una ojeada al pasillo y vi a Hach Thobane fuera de sus casillas. Pocas veces he visto gritar así.

– Quizá se pillara el pubis con la cremallera de su bragueta.

– No habría gritado tanto. Además, tenía a un tipo redondo delante. Hach iba seguramente tras él.

– ¿Cómo era de redondo ese tipo?

– Pues de esos que impiden a los polis buenos relacionarse inteligentemente con la gente con clase.

Lo veo venir.

Dejo mi lápiz sobre el secante y gruño:

– ¿Qué quieres, gusano?

Se vuelve a coger la barbilla con los dedos, como para dar con las palabras adecuadas, y luego concentra su mirada en la mía con intención de destrozarla.

– No nos visita a diario un maná del cielo, Llob. Me parece injusto que un malhumorado eche a perder los deseos de sus colegas porque se ha levantado con el pie izquierdo. En la Central vivimos a gusto. Ponemos buena cara, y eso nos permite aliviar algo nuestras deudas. Si prefieres caminar con babuchas, te las daremos gratis, pero deja que nosotros nos pongamos las botas.

Hemos profanado la integridad territorial de todos los cabarés del litoral, provocando ataques de apoplejía en el lustroso rebaño del Gran Argel. Hacia las once de la noche, llegamos al Sultanato Azul, un coto de caza privado erigido sobre una roca, en el paseo marítimo. Pido al inspector Serdj que me espere en el coche y subo la escalinata de mármol veteado del prestigioso establecimiento.

El eunuco enjaezado que ejerce de guardia en la entrada está en un tris de palmarla de indignación. Cada escalón que subo le sienta como una estocada. Cuando llego a su altura, intenta cortarme el paso al estilo alabardero.

– ¿Está usted seguro de que sabe dónde va, señor?

– No del todo, Casimiro, pero lo conseguiré.

Le enseño el tirante de mi Beretta 9 mm, lo aparto como si fuera una cortina y cruzo el vestíbulo con la valentía de un oso paseando por un campamento de exploradores. Unos putones pintarrajeados hipan de susto y se apresuran en ponerse a resguardo. Las ignoro y prosigo en mi trayectoria hasta un patio paradisíaco poblado de magníficas parejas que se deslumbran mutuamente en torno a una piscina.

Un aristócaca se sobresalta al descubrirme a su lado. Me mira de hito en hito y luego mira hacia el cielo, buscando el planeta de donde parezco haber caído.

– Bonita velada -le susurro.

– ¡Y usted que lo diga! -se atraganta, alejándose probablemente para dar aviso al equipo de descontaminación.

Me arreglo una corbata imaginaria y dejo mi mirada titubear entre las grandes fortunas. Allí están mis tortolitos, apalancados en un rincón muy tranquilo, dando la espalda al mundo entero. Me he topado con un montón de sirenas por las orillas de mi país, he quedado deslumbrado un sinfín de veces ante las egerias de Cabilia, pero la hurí que está ahí sonriendo, en la terraza del Sultanato Azul, alumbra por sí sola el mirador mejor que un fuego sacro. Es tan bella, con su melena crepuscular y sus ojos incandescentes, que no entiendo cómo el asiento que le hace de trono tarda tanto en incendiarse.

¡No! No los voy a molestar. Están tan encantadores, parecen tan felices. Aun cuando, junto a su compañera, Lino parece una sombra chinesca, no recuerdo haberlo visto tan lozano, relajado y contento consigo mismo. Los observo un rato, me sorprendo sonriendo cuando ríen, retorciéndome los dedos cuando sus manos se fusionan, enternecido, casi avergonzado de pisar con mis asquerosos zapatos el feudo de su idilio.

Sin hacer ruido, cuidando de no hacerme notar, doy media vuelta y regreso junto a Serdj al coche.

Capítulo 6

Desde hace un par de decenios, cada 31 de octubre, ya puede llover o ventear, amontono a Mina y a los críos en mi cafetera y pongo rumbo hacia el terruño. Incluso cuando estoy de servicio, me las apaño para que me sustituyan. Por nada del mundo me perdería la oportunidad de conmemorar con los míos el aniversario del inicio de la revolución. El primero de noviembre de cada año me reúno con mis antiguos compañeros de armas de Ighider. Acuden desde todas partes del mundo, algunos al volante de sus enormes cochazos, otros a bordo de vehículos desvencijados, y se juntan en el patío del decano del pueblo. Tras los abrazos homéricos y el tradicional vaso de té, desfilamos por el pueblo y el campo para depositar, en lo alto de la colina, una enorme corona al pie del monumento a los mártires. Allí se observa un minuto de silencio en memoria de los Ausentes, tras el cual a muchos de nosotros nos cuesta levantar la cabeza. Luego, el imán clausura el acto y todo el mundo regresa a casa del decano para hacer honor al mechuí *.

Creo que para el aduar, el día más edificante del año sigue siendo el primero de noviembre. Hasta Da Achur, que no sale prácticamente nunca de su caleta debido a su obesidad, se las apaña para reunirse con nosotros. Se desentierran los años muertos, las epopeyas del maquis, las bombas de napalm y las aldeas sepultadas; se alaba el carisma de tal muyahid, el patriotismo de tal tribu; se recuerda a aquellos que pagaron con su vida esa libertad que nuestros dirigentes de hoy intentan usurparnos; se suspira evocando los ideales que han ido al desguace, los juramentos hoy apresuradamente rescindidos; se recuentan las afrentas en que se han convertido nuestros silencios y nuestras renuncias; salen a relucir las quejas contra nuestros retoños entregados a los peligros de nuestras incertidumbres y, justo cuando se empieza a rozar la apostasía, todo el mundo se serena. Todos juntos, cogidos de la mano, nos apoyamos y nos prometemos proseguir la lucha hasta el final. Así, la tribu renueva sus compromisos ancestrales y renace de sus cenizas como una soberbia salamandra. Durante veinticuatro horas recupero mi dignidad. Ésta es la razón por la cual jamás me pierdo esa cita, que es, para mí, más que una peregrinación, una imprescindible absolución.

Es también, y sobre todo, por ese motivo por el que estoy a punto de reventar de cabreo en esta mañana de primero de noviembre del año de gracia presidencial, mientras me muero de asco metido en mi coche, frente a la cárcel de Serkadji, esperando que una escoria de asesino tarado se reincorpore a la sociedad porque una comisión de maricas incompetentes cree que el laxismo y la demagogia son los mejores avales de la reinserción, que cuanto más amable se es con un caimán, más posibilidades se tiene de amansarlo.

Una llovizna solloza sobre la ciudad mientras un viento desamparado se estrella la jeta contra los muros de las lamentaciones en que se han convertido nuestras murallas. Una leve bruma tiende su ropa sucia en la esquina de la calle. Diríase que toda la depresión del mundo se ha dado cita en nuestro país para hundirnos la moral. Como es día festivo, son muy pocos los que se ven tentados de cambiar el fétido calor de sus sábanas por el frío cortante de las aceras de tiendas cerradas y sediciosos baches. Aparte del agente de guardia delante del portón de la cárcel, patético en su solemnidad de farola que espera que un perro se acerque a mear a su pie, no se ve ni la sombra de un espectro. Sólo son las seis y cuarenta y dos minutos, y ya la mañana se arrepiente de haberse aventurado por este barrio de mierda en el que hasta los gatos observan una tregua. De no ser por el chisporroteo de la llovizna sobre las bolsas de basura destripadas, se oiría roncar al diablo.

вернуться

* Cordero asado. [N. del E.]