Mecida por tanta monotonía, mi mirada empieza a ondear hasta no saber distinguir el vaho del parabrisas de la niebla que cubre mis pensamientos. Poco a poco, mis párpados van cayendo como un cierre metálico y los miembros se me agarrotan. La cabeza se me cae sola en alguna parte entre Mina y Morfeo… El zumbido de un motor me espabila; observo que la ceniza del pitillo se me ha caído sobre la bragueta y que el inspector Serdj se ha destrozado los dedos de tanto tamborilear sobre el volante.
Según el comunicado oficial, los felices beneficiarios del indulto presidencial quedarían en libertad a partir de la medianoche. Pronto serán las siete y el portón de la fortaleza se niega a escupirlos fuera. Serdj no está nada contento. La noche ha sido dura, gélida. Como el asiento está hundido, acabó durmiéndose contra la puerta, roncando como un descosido. Me dio pena. Debí ahorrarle este sufrimiento, pero no hubo manera de dar con Lino.
– Voy en busca de café, comisario. ¿Quiere un cruasán o pan con mantequilla?
– Esos pajarracos no van a tardar en salir.
Serdj consulta su reloj, haciendo una mueca evasiva:
– Todavía tenemos una horita por delante.
– ¿Y eso?
– A los presos se les suelta a las ocho en punto.
Pego un bote:
– ¿Cómo lo sabes?
– Llamé ayer al servicio permanente. Me dijeron que no era prudente abrir las compuertas del penal a la hora del crimen, que había que esperar hasta la mañana.
– ¿Pero qué me estás contando? ¿Y no me dijiste nada?
– Pensé que ya lo sabía.
– ¿Acaso crees que me he tirado toda la noche en esta asquerosa cafetera por gusto?
Serdj se siente turbado. Se frota la nariz y medio lloriquea:
– Pensé que quizá tuviera pensada alguna idea, señor.
– Piensas demasiado, inspector. Eso no es bueno para un poli.
El café sabe a enjuagadura, pero me ayuda a recomponer las ideas. Enfrente, el policía de guardia se ha volatilizado. Un grupo de fantasmas surge de no se sabe dónde, envueltos como momias en unos velos de un blanco dudoso. Se trata de mujeres, madres o esposas llegadas hasta aquí para recoger a sus queridos internos a la salida del penal, algunas acompañadas por chavales con los ojos hinchados de sueño. Caminan rozando las paredes, con la mirada perdida, y se acuclillan a ambos lados de la garita. Luego aparecen unos cuantos hombres, se agrupan lo más lejos posible de las mujeres y, con un pie apoyado contra la empalizada y la mano acariciándose la barbilla, acechan a los primeros indultados. Un extraño silencio, nacido de un malestar insondable, se cierne sobre la calle. Luego, en menos de treinta minutos, un enorme gentío invade la plaza. Un furgón maniobra hasta torcerse el chasis para abrirse paso en medio del barullo; es el equipo de televisión que ha venido a cubrir el acontecimiento. Un tipo grandullón salta sobre el asfalto con su cámara al hombro y pronto se le une una amazona desmelenada, con el micro bien a la vista para que se sepa que está ahí para currar, y no para que la zurren los carceleros. El grandullón empieza a filmar, hace un barrido por el montón de infelices, se detiene en un anciano al que la locutora acosa con preguntas estúpidas sobre la misericordia presidencial. El anciano mira a su alrededor, sin saber qué contestar. Una vieja lo empuja para colocarse ante la cámara y, quitándole de las manos el micro a la periodista, suelta una larga letanía. Cuenta los años que ha pasado sin su retoño, los trabajos infames que ha tenido que hacer para no morir de hambre, ella, una inválida de guerra. La periodista le señala que la generosidad del rais ha sido faraónica. La vieja lo admite de inmediato y, con las manos juntas, suplica al Señor que destine todas sus bendiciones al Padre de la nación. La periodista, encantada, la anima con la cabeza a que siga en esa línea. Detrás se oye un chirrido; todo el mundo se queda paralizado. Se entreabre la puerta y se vuelve a cerrar antes de abrirse del todo con un crujido. Van saliendo los primeros indultados. Extrañamente, nadie va a su encuentro. La periodista aprovecha ese momento de indecisión para abalanzarse sobre un superviviente envuelto en una barba de asceta que se presta doctamente al juego de preguntas y respuestas. Manifiesta su alivio por recuperar a los suyos, a sus amigos, las calles de su ciudad y la mezquita, que Dios ha cumplido sus deseos y que a partir de ahora va a servirlo y no decepcionarlo. Con respecto al indulto presidencial, añade que es Dios el que pone la bondad en el corazón de los hombres, y que el rais no tiene más mérito que el de no obstinarse en su extravío. A la periodista no le hace gracia y ordena a su cámara que deje de rodar. Acabada la entrevista, las familias acuden en tropel junto a los suyos. Los críos se echan al cuello de sus padres; los ancianos a los brazos de sus pillastres; las mujeres, púdicas, se limitan a sollozar.
Serdj vigila a los liberados, saltando de la foto que nos proporcionó el profesor Aluch a las caras desgreñadas que desfilan bajo el pórtico de la cárcel. Por fin aparece SNP, empaquetado en un kamis * impecable. Es grande como un forzudo de feria, con dos ojos inexpresivos incrustados en una cara maciza. Se echa a un lado para no taponar la entrada y espera, con los brazos cruzados sobre el pecho. El gentío empieza a dispersarse; la calzada recupera sus baches. El furgón de la tele se va, seguido por el racimo de periodistas. Pronto, sólo queda en la acera un grupúsculo de liberados un tanto desorientados. Un coche negro se detiene ante la cárcel y se abre una de sus puertas. SNP entra en la parte trasera, junto a alguien que lo está esperando.
– Síguelos -suelto a Serdj.
De pie delante de la ventana, finjo mirar la ciudad arropada por su contaminación. En realidad, estoy espiando el reflejo de Lino en la ventana. El teniente, con las manos en los bolsillos y la boca ladeada, parece disgustado. Lleva una chaqueta de ante auténtico, una camisa satinada abierta que deja al descubierto una imponente cadena de chulo, rutilante sobre el vello de su pecho. Su pantalón de impecable raya luce un cinturón dorado y sus zapatos recién abrillantados relucen como soles. No necesito cuidar mi resfriado para advertir que se ha echado un tarro de perfume encima.
Desde que se ha prendado de su vampiresa, Lino está cada vez más coñazo. Lo que más me fastidia es constatar que mi autoridad empieza a flaquear en la Central, pues ni siquiera consigo meter en cintura a mi colaborador más directo.
Finjo interesarme por las callejuelas encenagadas para ver lo que puede aguantar mi perillán. Lo conozco, sus convicciones carecen de fuelle, y no es pavoneándose en plan vacilón como me va a convencer de que se las sabe todas.
Lino siente que le estoy observando. Procura mantener la boca ladeada y la ceja en alto. Al cabo de esa ineficaz desenvoltura, consiente en sacarse las manazas de los bolsillos y agarrarse las caderas con ellas.
– ¿Puedo saber por qué se me obliga a perder el tiempo en esta jaula de fieras, comisario?
Meto el dedo por el cuello de mi camisa para que se entere de lo poco que vale. El teniente menea la cabeza, hincha las mejillas y exhala un suspiro. Se vuelve a meter las manos en los bolsillos.
Ya harto de luchar, se acerca a mi mesa.