– ¿Se puede saber lo que tienes conmigo, comisario Brahim Llob?
Me doy por fin la vuelta, el dedo inapelable:
– Tus fintas de cateto advenedizo te las guardas para los botones, ¿te enteras? Cuando se ha faltado y se tiene un mínimo de civismo, se pide perdón.
– ¿Qué he hecho esta vez? -pregunta el muy hipócrita.
Me tiembla el dedo y, ante tan desesperante cretinismo, me doy por vencido.
– Es cierto que me ausento de cuando en cuando -reconoce-, pero por eso no se acaba el mundo. Aquí, en la Central, nadie es asiduo.
Para no perder la calma, me limito a sacar un folio de la carpeta y se lo acerco:
– En veinticinco días has faltado diecisiete veces, te han cubierto cinco veces las guardias, te has escaqueado otras tantas durante una misión, jamás has dado cuenta de tus movimientos y ni una sola vez te has dignado justificar tus retrasos. Desde luego, en la Central nadie se mata a trabajar, pero la Central tiene un director, y no soy yo. Yo llevo un servicio de investigación y no quiero que se me tome por el pito del sereno. Soy tu superior, tu jefe, tu manitú -ahí Lino ríe sarcástica y ostensiblemente-. Y exijo que me des razón de tus ausencias y que me digas dónde estás, allá donde te lo estés montando. Si te parece que esto es mucho pedir, ya sabes lo que te queda por hacer.
– ¿Y qué me queda por hacer?
– Un folio, un bolígrafo y me redactas tu dimisión.
– No tengo intención de echar a perder mi carrera en un momento tan bueno.
– En ese caso, debes adaptarte al reglamento.
Lino mueve la cabeza. Como buen camandulero, se aprieta las sienes con los dedos, haciéndose el ofendido, mientras encuentra un pretexto solvente, y suelta:
– ¿Joder, por qué nadie intenta comprenderme?
Me dirige una tierna mirada:
– Es normal que los demás la tomen conmigo. Pero tú no, comi… ¿Acaso no ves que estoy viviendo el mejor momento de mi perra vida? Sólo por eso me merezco una mayor indulgencia.
– Eso no es motivo. Eres un poli y tienes tus obligaciones.
– Esto se irá normalizando, comi. Volveré a mi vida normal. De momento, me siento como catapultado a un cuento de hadas. Es como si caminara sobre las nubes.
– En las nubes hay agujeros.
– ¡Qué se le va a hacer!
– En ese caso, debes elegir: las nubes o la calle.
El teniente está aterrado. Se le dilatan las ventanas de la nariz y le llamean las pupilas.
– Me da mucha pena, comi.
– No puedo hacer nada para evitártelo.
Ante mi firmeza, vuelve a suplicar:
– ¡Narices, que estoy enamorado! Me he topado con mi alma gemela. Me siento colmado, feliz, estoy viviendo un sueño, un maravilloso ensueño.
– Tan maravilloso que no te das cuenta de que la cadena de tus acreedores está creciendo como una tenia.
Ante eso se queda petrificado. Se le descompone el semblante y le invade la ira. Tiembla de pies a cabeza, se destroza los dedos, hace lo imposible por no romperme la cara.
– Ya veo que las malas lenguas han dado con un bonito tema de conversación. ¿Quieres mi versión, comi? Son unos envidiosos. Mi felicidad les da unos celos de muerte. En cuanto a mis acreedores, pronto les pagaré. Otra cosa, no soy un primo. Cierto es que gasto pasta, pero sólo para maquearme. No pago nada, ni una factura. Los restaurantes, los clubes, las salidas, ella es la que afloja. Mi chica está forrada. No le interesa un asqueroso sueldo de poli; ni siquiera el poli, sino el hombre que hay detrás. Ha dado con su hombre. Lo trata con mucho miramiento. ¿Sabes cuánto vale esta sortija de sello? Un riñón. Me la regaló ella. Y esta cadena de oro macizo, de gran marca parisina, ¿sabes cuánto cuesta? Un huevo. Me la regaló ella. Y este reloj Rolex, ¿sabes cuánto cuesta…?
– A mí me la pela lo que cueste. Aquí tampoco se trata de factura, sino de un teniente de la policía que demuestra una abrumadora falta de sesera. Me parece cojonudo que estés viviendo el gran amor de tu vida. Pero de ahí a creerte que estás solo en el mundo me parece imperdonable. Tienes un despacho, y mucho que hacer; tienes que cumplir con tu tarea, y punto. Te sobra el tiempo para lo demás, y puedes hacer con él lo que quieras.
– Yo…
– ¡Basta, teniente Lino! A partir de hoy, quiero verte en tu despacho en tus horas de servicio. ¡Y ahora, aire!
Lino se queda boquiabierto durante un minuto, tras el cual comprueba que su alegato no ha funcionado. Se aparta el mechón, se da la vuelta y abandona el despacho dando un portazo tan fuerte que Baya suelta un grito desde el despacho de al lado.
El inspector Serdj llega justo en el momento en que Lino se va. Despeinado por la borrasca, se queda plantado en la misma entrada, con su agenda pegada al pecho, sin saber si debe entrar o volver más tarde. Me tomo el tiempo de digerir la afrenta del teniente, y luego le señalo una silla. El inspector se sienta, encogiéndose todo lo que puede. Su respeto por mí se parece tanto al temor que aún sigo sin saber dónde situarlo. Adelanta la silla con un crujido que le afila la nariz, deja su cuadernillo sobre la mesa y se pone a revisar sus notas para que me vaya calmando.
– ¿Qué? -lo zarandeo.
Se rasca la sien, se enreda durante cinco segundos y dice:
– Nos faltan efectivos, señor comisario. La sección del teniente Chater está en un cursillo de perfeccionamiento. Hemos hecho algunas punciones en las demás secciones, incluso en la de tráfico y entre los recién llegados. La tarea lo requiere. No podemos establecer una vigilancia permanente en el domicilio de SNP. Por supuesto, he movilizado a tres confidentes. Se hacen pasar por vendedores de cacahuetes o de tabaco, pero, al caer la noche, no tienen más remedio que largarse para no llamar la atención. Nuestros equipos de vigilancia tienen diez hombres, dos de los cuales son agentes de investigación. Al cabo de una semana, están agotados. Normal, las guardias son de ocho horas, y las recuperaciones, casi nulas, puesto que regresan a sus puestos al acabar su turno de guardia.
– ¿Esto qué significa, que lo dejamos?
– Me limito a exponerle a grandes rasgos nuestras dificultades, señor comisario.
– No me convence. Puedes encontrar otros hombres. No hay más que echar una ojeada por los pasillos de esta jaula de grillos que es la Central. Aquí sólo se menean cuando están extorsionando a los vendedores sin licencia.
– Los demás jefes de servicio se niegan a colaborar. Dicen que necesitan una orden escrita y firmada por el director.
– Pues nos las apañaremos sin su jodida cooperación.
– ¿Con qué?
– Ése es tu problema, inspector.
Serdj agacha la cabeza. Veo su nuca despeinada, donde sus canas se retuercen en el pescuezo. Es la nuca más lamentable que haya tenido ocasión de examinar.
– Veré lo que puedo hacer, señor comisario.
Asiento con un gruñido y le pido un informe completo de la situación del chalado.
– No ha salido una sola vez de su escondrijo -cuenta el inspector-. Ni siquiera al patio. Desde que se ha encerrado a cal y canto, evita acercarse a las ventanas.
– ¿Hay alguien con él?
– No hemos visto a nadie.
– ¿Pero cómo narices vive? Tendrá que comer, que aprovisionarse en alguna parte. ¿Estás seguro de que está vivo? A lo mejor la espichó mientras tus hombres estaban mirándose el ombligo.
– No está muerto, comisario. No se acerca a las ventanas, pero le hemos visto con prismáticos cuando rezaba. Una sola vez, al segundo día de su liberación, apareció el cochazo negro. Entró en el garaje y salió al cabo de una media hora. Había dos tipos en su interior. No vimos gran cosa.
– Motivo por el cual debes arreglártelas para obtener un máximo de información sobre esa escoria psicopática.
– He conseguido hacerme con una copia de su expediente. La prensa de la época lo llamaba el Dermatólogo.
– ¿Era un auténtico dermatólogo?
– En sentido propio y en el figurado: acababa con el pellejo de sus víctimas, y luego los despellejaba como conejos. Y no con un cuchillo, ni con un cepillo metálico, ¡con las manos, sólo con las manos! Aparte de esto, el tío es un enigma. Ni parientes, ni amigos, nada.