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Abre un paquete de cigarrillos americanos y me ofrece uno:

– Son auténticos Marlboro, comprados en París.

– No gracias, perjudican gravemente la salud.

– ¿Has dejado de fumar?

– No obligatoriamente, pero en mis paquetes argelinos no vienen indicaciones disuasorias.

Suelta una risotada, enciende un mechero de oro macizo y me echa el humo a la cara.

Adopta un tono serio y preocupado:

– Brahim, he venido a hablarte como un hermano.

– Ignoraba que mi madre tuviese otros amantes.

– Por favor, deja tu sarcasmo en la dentadura postiza e intenta ser amable. Tengo un amigo que está preocupado. Está viviendo un dilema. Le encantan los polis y lamentaría tener que escacharrar a unos cuantos por un quítame allá estas pajas. Es un tipo cojonudo, muy generoso y desinteresado. Muy amigo de nuestros jefes. Y no entiende por qué un madero de tres al cuarto se mete con él. Esta mañana ha venido a verme a mi despacho. Su relato me ha conmovido, te lo aseguro. Me dio tanta lástima, y me avergoncé tanto de nuestra institución, que deseé que me tragara la tierra. Cuando nosotros, los altos ejecutivos de la policía, hacemos lo indecible para dar lustre a la profesión, unos maderillos sin apenas galones escupen en la sopa y dejan al ministerio a la altura del betún. He preguntado a ese amigo por qué no ha acudido directamente al ministro, que es colega suyo. Agárrate; el buen hombre me ha declarado que no quería echar a perder la carrera de un joven oficial sólo porque se haya pasado un poco. Se me saltaron las lágrimas, wallah laadim *. Sin embargo, tiene mucho poder. Le basta con chasquear los dedos para aplastar al más duro de nosotros. ¡Pero no! Se niega a abusar de su notoriedad, sólo quiere que se haga entrar en razón a esa oveja negra…

– Supongo que tu buen samaritano es Hach Thobane.

– Has dado en el blanco.

– Y que el oficial poco delicado es Lino.

– No se te puede ocultar nada.

– Es porque la vergüenza ya no ofusca a nadie, Hadi.

– Eso es exactamente lo que le he dicho a Hach Thobane. ¡Menudo idiota!

– ¿He soltado alguna gilipollez, Brahim?

Cabeceo, desesperado.

– Se te ha subido a la cabeza el tocino de la panza.

Se pone rojo. Sus mofletes aletean como las orejas de un elefante. Suelta un suspiro capaz de hinchar una vela y gime:

– ¿Ves? Te niegas a atender a razones. Contigo, siempre hay algún problema. Vengo en plan amigo y me recibes como si fuera un indeseable. Te hablo de un malentendido y tú lo conviertes en un diálogo de sordos. Intento ser amable y aprovechas para ser desagradable.

– ¿Se puede saber para qué has venido a verme?

– Para que pongas límite a las indelicadezas de tu teniente… si es que lo sigues apreciando.

– Ya lo puse en su sitio esta tarde.

Se quita las gafas para verme mejor, busca la trampa y no la ve por ninguna parte. De repente, se le animan los mofletes de alegría.

– ¿Le has hablado del tema?

– He sido firme con él.

– ¿Y qué piensa hacer? Quiero decir, ¿acepta renunciar a Nedjma?

– ¿Qué Nedjma?

– La chica con la que sale.

– ¿Se llama Nedjma?

– Eso no tiene importancia. Lo más importante es que tu teniente pase página y se vaya a husmear a otra parte. Tampoco vamos a permitir que nuestros subalternos atenten contra nuestra integridad.

Le pido con un gesto que aparte su pitillo imperialista, que me está irritando los ojos, y le explico en tono sosegado:

– He dicho a mi teniente que a partir de ahora tiene que llegar a su hora al trabajo, que no toleraré ninguna ausencia ilegal y que no voy a permitir que me pise los callos.

– Excelente. ¿Crees que se ha enterado?

– ¡Y tanto!

– Fantástico. Voy a tranquilizar inmediatamente a Hach Thobane.

– Ojo, Hadi. Le he echado una bronca al teniente, no al gigoló.

Frunce el ceño, aplasta su pitillo contra la pared de mi edificio. Le tiembla la mano y hace unas muecas muy feas con los labios.

– ¿Qué significa esa jerigonza?

– El teniente tendrá que llegar a su hora al trabajo. Lo demás, sus veladas, sus fines de semana, sus putillas, eso es su vida privada. Ya es mayorcito para saber lo que hace.

– Me temo que tu mequetrefe no da la talla. Hach lo va a aplastar como a una mosca.

– No es asunto mío.

– Sí, será culpa tuya. No habrás hecho nada para disuadir a tu cachorro. Y, de rebote, de alguna manera te va a salpicar el escándalo que este asunto va a provocar. Te recuerdo que Hach Thobane tiene mucha manga. Es un gran revolucionario.

– Puede hacerse un pilón con su revolución y sentarse encima. Eso es asunto entre él y Lino y no me quiero meter.

– ¿Cómo te atreves a hablar así de uno de nuestros más valientes muyahidin?

– Es el vuestro, no el mío. Para mí, no es más que un pedazo de capullo de falso devoto que roba con la misma facilidad con la que respira y que no se merece más respeto que un follacabras al que se le ha quedado pillado el pito entre los dientes de un macho cabrío.

– ¡Oh! -se indigna Hadi.

Retrocede hasta su Mercedes, muy disgustado, me mira intensamente durante diez segundos, se mete dentro y arranca haciendo chirriar los neumáticos.

– Eso es, gilipollas -refunfuño-, lárgate y no vuelvas por aquí a viciar mi oxígeno.

Mina va muy peripuesta. Se ha puesto el último vestido que le regalé, es decir, hace tres años, algo de rímel para suavizar su embelesadora mirada y una imperceptible capa de polvo en las mejillas. Está preciosa. Pero nada más ver la cara que traigo al regresar, comprende que su velada se ha echado a perder. Estoica, relega su entusiasmo como quien retira una denuncia y se da la vuelta hacia su dormitorio para ponerse de nuevo el delantal.

– ¿Dónde vas? -le pregunto.

– Pues a cambiarme.

– ¿Por qué?

– Te han vuelto a poner nervioso.

– Es verdad que me han puesto nervioso. Pero no vamos a permitir que unos desgraciados nos perturben.

Le ofrezco mi brazo.

Mina titubea. Luego, al ver renacer mi sonrisa como si fuera un amanecer de ensueño, me rodea el codo con la mano y me sigue hasta la calle. Esta noche, Mina y yo nos vamos de marcha a ponernos hasta las patas.

Llego a la oficina a las ocho y cuarto. Lino ya está ahí, con la camisa arremangada hasta los hombros y lápiz en mano. Está apoyado sobre una pila de asuntos pendientes y trabaja. Al verme llegar, echa una mirada significativa al reloj de pared.

– Siempre va adelantado -gruño para mandarle a paseo.

Lino suelta una risotada, vuelve a sus papelotes y finge ignorarme. Junto a su máquina de escribir humea todavía su taza de café y, al alcance de la mano, una colilla agoniza dentro de un precioso cenicero de concha. Lo cual demuestra que lleva allí menos de veinte minutos. Lino se fuma tres pitillos por hora. Suelto a mi vez una risa cáustica y mando al ordenanza por café.

El primer asalto entre el teniente y yo es de pura observación, asimismo el segundo y el tercero. Él se niega a sustraerse a sus expedientes, yo me prohíbo dar el primer paso. Cuando regresa el ordenanza, y tras un buen pitillo negro con sabor a pelo de gato, llamo a Baya y le pido que se siente frente a mí. Obedece y abre su agenda en la página del día.

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* Por Dios todopoderoso. [N. del E.]