Выбрать главу

– Es para un parte de servicio -le digo.

– Le escucho, señor comisario.

– Objeto: las ausencias…

Lino acusa el golpe. Se le estremece el mechón. Pero se recupera y se concentra en sus folios.

Dicto el parte de servicio a la secretaria, articulando debidamente e insistiendo en las palabras adecuadas. Satisfecho con la disposición de mis frases cortas y afiladas, con mis juiciosas comas y la firmeza de mis advertencias, añado:

– Quiero que esta nota figure en todas partes, incluso en el váter. Así, nadie podrá decir que no se había enterado.

Baya echa una furtiva mirada hacia el teniente. Éste le devuelve la pelota, como para decirle que no le impresiono y que piensa tener por mi parte de servicio tanta consideración como por un Kleenex.

Doy a entender a Baya que para mí su presencia ya está de más. Respinga la nariz y se levanta con la agenda pegada a los pechos.

Lino hace chasquear adrede sus expedientes sobre la mesa, uno tras otro. Me está diciendo con ello que los litigios que contienen están resueltos. Por la velocidad con que pasa las páginas, entiendo que tiene la cabeza en otra parte. Hacia las nueve, aparta sus demás papeluchos y se aprieta las sienes con los pulgares. En dos ocasiones se le va la mano hacia el teléfono y se bate en retirada. Suspira, carraspea, saca un periódico, tantea el crucigrama, esboza una caricatura y deforma el dibujo antes de emborronarlo. Las mandíbulas se remueven como poleas en su tenso rostro. Para exacerbarlo aún más, planto los pies sobre mi mesa poniéndole de frente las suelas de mis viejos zapatones. En el despacho, el silencio está cargado de sorda animosidad.

Pasa un coche por la calle, y es como si una descabellada idea se le hubiese cruzado a un alcalde siempre dispuesto a introducir un suplemento de desamparo en la cotidianidad de un populacho cuya deriva viene de lejos. Lino cede, agarra el aparato y, ocultándolo con el brazo, marca un número. El rostro se le sigue contrayendo y flamea cuando descuelgan.

– ¿No me echas de menos, cariño…? Como no me has llamado… -consulta su reloj-. Las nueve y treinta y dos, exactamente… ¡Ay!, se me había olvidado que nunca te levantas antes de las doce.

Lino, que pretendía impresionarme llamando a su Dulcinea, se da cuenta de que ha metido la pata. Si me diera por llamar a Mina a las tres de la mañana, jamás se le ocurriría colgarme en seco. Coloca el auricular en su sitio, coge un boli y se dedica a desfigurar, uno por uno, los retratos del periódico.

De repente, por el pasillo resuenan unos taconazos furibundos. El teniente azuza el oído como un animal en celo que olisquea la cercanía de una hembra. El martilleo se intensifica, se acerca, se bifurca y se mete en el despacho de Baya. Unas sillas se apartan brutalmente. Oigo a mi secretaria gritar: «¡Oiga, que no está usted en su casa!». Una voz cortante le replica: «¡Lo sé!». De inmediato, se abre atropelladamente la puerta de mi imperio a pesar del valor de Baya. Se me viene encima una dama y estrella su puño de majorette contra mis papeles.

– ¿Es usted el comisario Llob?

No me gustan nada esos modales. Sin embargo, aguanto el chaparrón. La dama me interesa. Es de las que saben cabrearte como nadie. Me recuerda mis años juveniles de militante del FLN. Todo su ser irradia una energía cibernética. Me llaman la atención la firmeza de sus puños, la agudeza de su mirada y la severidad de su moño. Esa pequeñaja, ceñida en un austero traje de chaqueta, con sus gafas de sindicalista y su frente alta, oculta una auténtica bomba. Conozco a las argelinas: son de cuidado. De modo que, cuando a una se le ven a las claras las intenciones de montar el número, es una estupidez plantarle cara. Así pues, me repantingo en mi sillón, me llevo las manos a la barriga y me limito a contemplarla. Es magnífica, y su ira constituye por sí sola un hechizo. Lino, en su rincón, también está bajo el efecto de su encanto, salvo que con la mirada gacha.

– ¿Es usted? -pregunta apuntándome con el dedo.

– ¿Quién me honra con su presencia?

– La Justicia.

– No le veo la venda.

– Está claro que es usted quien la lleva puesta, ya que no sabe dónde se mete. No me voy a andar con rodeos. Éste es mi último aviso. Si, en la próxima media hora, no levanta usted el estúpido dispositivo de acoso que ha desplegado en torno a mi cliente, lo arrastraré por los tribunales hasta que la panza se le quede pegada al espinazo. Le recuerdo que el señor SNP se ha visto favorecido por el indulto presidencial. Nada le autoriza a cuestionar o tomarse a broma esta medida, señor comisario. Por ahora, me limito a dirigirme directamente a usted para recriminarle su abuso de poder. La próxima vez me saltaré ese trámite, y entonces oirá hablar de la señora abogada Wahiba.

Dicho esto, se da media vuelta y se va como vino, como un torbellino.

– ¡Vaya por Dios! -dice Lino.

Capítulo 8

Monique nos ha invitado a cenar. Insistió mucho. Le dije que no tenía por qué tomarse la molestia. En realidad, estaba reventado y tenía ganas de plantarme frente a la tele para ver con tranquilidad el partido JSK-Olympique El Jrub, para la eliminatoria de la Copa de Argelia. Monique me recordó que tenía tele en casa y que Mohand estaría encantado de echar un rato de palique conmigo. Me hice de rogar durante un minuto, indeciso, y luego, cuando la alsaciana empezó a enumerar los platos regionales que estaba cocinando, acabé cayendo en la tentación.

Tampoco Mina tenía ganas de salir. Puso por pretexto una migraña para escabullirse. Le señalé que si quería ahorrar algo, ésta era una oportunidad. La última vez que sacudimos nuestra hucha tuvimos antes que limpiarle las telarañas que la tenían momificada. Se lo pensó y, razonablemente, se puso el vestido y se apresuró a alcanzarme en la escalera.

Nos metimos en nuestro cochecito y fuimos a comprar unos pasteles a la pastelería más barata del barrio para no llegar a casa de nuestros anfitriones con las manos vacías. Como aún era de día, decidimos dar un paseo por la ciudad para hacernos un hueco en la panza y almacenar, en una velada, lo suficiente para seguir rumiando hasta las próximas elecciones.

Argel se deja vivir. No es una ciudad que persevere en sus ideas especialmente, pero, igual que un condenado la víspera de su martirio, intenta sacar provecho de los escasos momentos de respiro que los duendes le conceden. Diríase que evita mirarse de frente. Quizá porque no haya nada que ver. Además, a la gente le importa un pepino. La calle Larbi Ben M'hidi está atestada de campesinos venidos de las regiones más lejanas para sobornar a subalternos listos y golosos. Unos golfos se pavonean por las aceras, con la camisa abierta y gruesas cadenas de oro; otros van por la vida de escaparates y se molestan cuando las señoritas no se detienen para mirarlos. Y otros, menos ricos, exhiben el vello de su tórax olvidando que los prominentes huesos suspensos sobre su famélico vientre comprometen seriamente sus posibilidades de seducir a una cartomántica falta de lubricación. A Mina le hacen gracia sus pantomimas, y sonríe. Debe de traerle un montón de recuerdos. Yo, con veinte años, era más temerario. En aquella época pesaba tanto el honor de la tribu que para cepillarte a una falsa virgen tenías que cumplir previamente con tus oraciones. Recuerdo que la primera vecina que me beneficié en el lavadero de mi tía era veinticinco años mayor que yo. Era tan peluda que no paraba de estornudar cada vez que mi dedo conseguía abrirse paso hasta la carne firme. Así y todo, apenas me había bajado los calzoncillos, su pelambre se había vuelto a enmarañar con tal rapidez que perdía mis puntos de referencia. Cuando le cuento esta historia a Mina, se pone tan triste que lamenta habérselo pensado tanto antes de acceder a casarse conmigo. Pero aquellos tiempos ya no son los de hoy. Las pasiones yerran su objetivo y los sueños se fabrican en otra parte. Argel no ha perdido del todo su alma, pero, mires donde mires, percibes que las cosas no van bien. Uno se muere de ganas de pasear hasta la orilla del mar, pero, una vez allí, en lo único que piensa es en regresar cuanto antes a casa. Los destellos que hasta hace poco inspiraban a uno, ahora, de repente, le preocupan. Todos aquellos pequeños detalles que realzaban el encanto de la ciudad han desaparecido. Los cafés parecen madrigueras, los cines están precintados, las explanadas y parques deteriorados y a merced de los desengaños. Al pobre diablo sólo le queda recorrer a paso largo las calzadas leprosas, durante todo el día, con el oído asaltado por obscenidades y la nariz magullada por el tufo de los figones. Imposible sentarte a una mesa sin que un amargado te imponga su mala sombra, imposible asomarte por una rampa sin tener la tentación de saltar al vacío. El Bahja sufre. Ya no le queda pudor para ocultar su ajamiento. Su dolor es flagrante, su hartura sobrepasa los límites. Aquí y allá unos policías desaliñados se dedican a fastidiar a la gente, eso cuando una pelea no congrega a una enorme muchedumbre en cualquier espacio público. Un insondable malestar está pervirtiendo las mentes. La invectiva pretende ser valiente, y la blasfemia, sísmica. Estos síntomas no engañan, son signos precursores de una desgracia. Es verdad que aún no se ha puesto el dedo en la llaga. Sin embargo, nadie, universitario o ferroviario, médium o zoquete, sinvergüenza o cretino, entiende por qué en un país donde hay de comer y beber para todos el pueblo entero se muere de hambre; nadie puede explicar por qué, bajo el diluvio de luces que derrama ese entrañable sol argelino, los íntegros caminan a ciegas, los valientes andan rozando las paredes y los jóvenes se empeñan en buscar en la penumbra de los portones la espantosa negrura de los abismos.