Mina rumia todo esto sin decir palabra. La mirada se le ha nublado. No cabe duda: la patria se está hundiendo a simple vista. Las buenas voluntades se estrellan contra las murallas de los apetitos desaforados, la renuncia empieza a afianzarse en los militantes, y los recién diplomados reclaman a voz en grito una parte del pastel que parece que jamás van a probar. Un día de éstos, sin previo aviso, el polvorín va a pillar desprevenidos hasta a los más sagaces. El hundimiento se anuncia grandioso, y los desperfectos, irreversibles.
Para animar a mi pasajera, le doy un codazo de afecto en el costado y le susurro:
– ¿Recuerdas el Argel de los años de la baraka?
– Intento no remover demasiado el pasado -suspira.
– Son las mismas calles, las mismas gentes, las mismas luces. ¿Qué es lo que ha podido cambiar?
– Las mentalidades.
– ¿Las mentalidades?
– Antes se compartía todo.
– Eso que no teníamos gran cosa.
– Le poníamos corazón.
– ¿Crees que nuestra desgracia viene de que ya no le ponemos corazón?
– Así es. Cuando el colono se fue, nos perdimos de vista. A fuerza de querer alcanzar a toda costa la luna, hemos renunciado a lo esenciaclass="underline" la generosidad. Brahim, los hombres son como los elefantes. Como den un paso fuera de la manada, van a su ruina. Nos hemos vuelto egoístas. Y hemos cortado las amarras. Creemos que marcamos las distancias con los demás y en realidad vamos a la deriva. Al aislarnos, hemos descuidado nuestros flancos, de modo que cualquier golpe nos sacude de arriba abajo como una estocada. Nos estamos descomponiendo porque hemos elegido maniobrar en solitario. Por mucho que nos desgañitáramos hasta quedarnos sin voz, nadie vendría en nuestra ayuda, pues cada cual escucha solamente su propio canto de sirena.
– Oye, que yo pensaba que no tenías más que problemas domésticos. ¿Dónde has aprendido a hablar así?
– Remendando tus calcetines.
– Debiste intentar entrar en la universidad cuando aún podías.
– Imposible. Ya en el liceo, todos los días, al salir de clase, había un joven vacilón que me esperaba en la acera de enfrente. Me seguía y me galanteaba hasta que llegaba a mi barrio. Como era policía, creía que todo le estaba permitido. Me hablaba de un apartamento en un tercer piso para él solo, con un montón de ventanas, alfombras por todas partes y una bonita nevera. Decía que era un auténtico paraíso, y que por la tarde, antes de retirarse, el sol vertía su oro sobre la habitación del fondo del pasillo, un dormitorio grande como un imperio, con un armario de estreno con espejos, una cama con almohadas bordadas y sábanas sedosas bajo las cuales se concebía a los niños más hermosos del mundo.
– Reconóceme que aquel polizonte era un encantador de mucho cuidado, puesto que la víspera de tus exámenes, en lugar de estudiar, recitabas de memoria sus cuentos chinos.
– Era encantador como un fakir. Lo que pasa es que mi padre, que era sordo de un oído, le prestaba de buena gana el otro en vez de escucharme.
Me doy una palmada en la rodilla y suelto una carcajada.
A menudo me he preguntado qué habría sido de mí si no me hubiese casado con Mina. Es más que mi esposa, es mi buena estrella personal. Sólo tenerla a mi lado me produce una seguridad increíble. La quiero con locura, pero, en un país donde lo prohibido disputa al harén las palpitaciones del alma, sería mayor locura declarárselo.
El viejo edificio donde vive Monique se encuentra detrás de una plazoleta cuyos bancos están destrozados. Por un lado, unas construcciones de una fealdad agresiva le cortan el camino hacia el mar. Por el otro, la austera tapia de un colegio lo mantiene a raya. Encajonado entre la miseria de unos y el jaleo de otros, intenta mantenerse incólume. Contrariamente a las casuchas cercanas, su fachada principal está recién pintada, tiene un portón digno, rellanos con luz y un ascensor aún operativo, y todo ello, considerando la ruina circundante, tiene algo de milagroso. Los escalones están limpios y las paredes, aunque dañadas por la humedad, no están cubiertas de pintadas. Estamos en casa de gente educada.
Llegamos al quinto sin novedad. El piso de Monique está a la izquierda. Un felpudo permite limpiarse las suelas embarradas. Mina aprecia la seriedad del rellano con una leve mueca, pues en su casa los vecinos no perdonan nada y lo mismo se llevan los cubos de basura que las colillas mal aplastadas.
Llamo al timbre.
Una cerradura chirría y la puerta se abre para mostrar a un Mohand patético con su traje de proletario ilustrado.
– ¿Os habéis extraviado? -gorgotea mirando el reloj.
– Solo un pinchazo. Lo malo es que el vulcanizador tenía un brazo escayolado.
– Un gran problema, efectivamente.
– ¿Nos dejas pasar?
– ¡Oh, ustedes perdonen! -se sobresalta apartándose.
Mina pasa delante. Le piso los talones. El interior de la morada se parece a lo que ya hemos visto en la librería. Libros por todas partes, en las estanterías, sobre los asientos, en los rincones. Encima de la chimenea, un retrato de Kateb Yacine flirtea con un cuadro de Issiakhem; luego, en medio de un desbarajuste de estatuillas y de vetusteces indefinibles, libros, manuscritos y más libros.
Mohand coge la caja de pasteles y nos señala un sofá raído bajo la ventana.
– Todavía no ha empezado el partido -me tranquiliza.
– Mejor. ¿Dónde se ha metido tu vaca lechera?
– Aquí estoy -muge Monique desde la cocina-. Dadme un par de segundos.
Antes de sentarse, Mina me mira con cara de desaprobación. Le hago un guiño para rogarle que se guarde en el bolso sus complejos. Si voy a casa de Monique, es sobre todo por el cachondeo.
Mohand regresa con una silla de mimbre, se instala en un rincón y cruza los brazos como un escolar en espera de su merienda. Con él no hay manera de divertirse. Se puede tirar horas sin abrir la boca, hundido en su asiento, con la cabeza en otra parte y la mirada perdida. Lo que menos me gustaría en este mundo es quedarme a solas con él en una isla desierta. Incapaz de meterse en la cama sin un texto pegado a la cara, las malas lenguas cuentan que cuando Mohand le mete mano al mismísimo de Monique, es que se está mojando el dedo para pasar la página.