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Me aúpa con sus brazos para contemplarme como si fuera un calzón de boxeador, menea de izquierda a derecha la cabeza, me escruta y, ya satisfecha, me felicita:

– Parece que estás en forma.

– Es que me falta fondo.

– Haz el favor, no te pases de gracioso. Por una vez que traes una pinta más aceptable, disfrutemos de ello.

Opto por no aguarle su felicidad e improviso un amago de sonrisa.

Me increpa.

– ¿Te has equivocado de camino?

– Mis lectores opinan que no hay bastantes mujeres en mis novelas.

Me agarra por los hombros, se supone que para entonarme.

– Me estás tomando el pelo, Brahim.

– Me he dejado las tijeras en el despacho.

Monique suelta una carcajada que suena como si un establo al completo estuviese cantando al caer la noche sobre las verdes praderas.

– ¿De verdad de la buena vas a hablar de mí en tu próximo libro?

– Te prometo que se lo comentaré a mi negro.

– Podías haber avisado, me habría peinado un poco.

Conocí a Monique en 1959, en Ighider, donde daba clases de geografía e historia. También su padre era maestro. Tras la guerra y las horrendas oleadas de represalias posteriores, su familia se exilió a Francia. Monique se quedó. Se casó con Mohand, un d'arguez * de las altas montañas amante de los libros. Al parecer, la noche de bodas, mientras los amigos esperaban en el patio que se les enseñara las enaguas manchadas de sangre, ambos tortolitos estuvieron traduciendo poemas de Cabilia hasta el amanecer. Luego, como el aduar se les quedó pequeño para su pasión, se compraron una pequeña librería venida a menos, en Bab El Ued, y desde entonces pasan más tiempo leyendo que haciendo cualquier otra cosa.

– Mohand, mira quién está aquí -suelta Monique hacia la trastienda.

– Sólo conozco a un tipo que apeste tanto -contesta una gangosa voz en off.

Me acerco a Monique y le murmuro:

– Debería desinfectarse el bigote.

Suelta otra de sus carcajadas ancestrales.

No hay nada como la risa de una mujer para quedarse uno como nuevo. Se aparta una cortina y Mohand emerge de su ratonera. Es un hombrecito de cincuenta kilos, impuestos incluidos, con la nariz arrogante y gafas de montura metálica. De no ser porque la naturaleza lo ha agraviado con tan alarmante calvicie, casi darían ganas de adoptarlo.

– Brahim Llob en carne y hueso -dice barriéndome con la mano de arriba abajo-. O sea que ya nos hemos olvidado de los amigotes.

– Ando un tanto olvidadizo.

– Me va a mencionar en su próximo libro -le señala Monique, contoneándose de alegría.

– Eso no va a hacer que mejore el negocio.

Mohand finge estar mosqueado. Sé que me quiere mucho y que se toma muy a mal que no le haga caso. Erudito bilingüe, es en sí mismo una formidable enciclopedia. Ningún autor lo deja indiferente ni se le escapa una novedad. Se sabe de memoria a El Munfaluti, a Confucio, los ensueños de Rousseau y los controvertidos vaticinios de Nostradamus. Antes visitaba con regularidad su librería, y él ponía a mi disposición su tesoro libresco. A él debo el grueso de mis lecturas y buena parte de mis hazañas literarias. De hecho, a él le debo mi amor a una tradición de cada cultura y a una deidad de cada mitología.

– ¿Vienes a renovar tu suscripción?

– Así es. Últimamente ando escaso de inspiración, y me dije que quizá rebuscando entre tus viejos libros me topara con algo plagiable.

Me pone cara larga durante un par de segundos y luego me invita a pasar a la trastienda. Allí hay obras como para mantener vivo el fuego de un ejército de vándalos acampados durante todo un invierno. No tenemos más remedio que andar en fila india para que no se produzca la avalancha. Mohand empuja un minúsculo taburete hacia una fila de libracos de tapas mohosas, aparta una telaraña, busca y rebusca y se baja con un dedo pegado a la sien.

– Yo tenía un Akkad en alguna parte.

– Ve con cuidado, que no soy trapecista -le recuerdo.

– ¿Y qué?

– Que no pongas el listón demasiado alto.

Arquea la ceja y se dirige hacia un stock de novelas empaquetadas en un rincón.

– Esto iba para papel reciclado -me dice indignado-. El hermano de Monique los ha recuperado. ¿Te das cuenta? Hacen papilla miles de obras por falta de compradores cuando basta con regalarlas a una biblioteca del Sur para hacer feliz a una nación.

– Ya te mandan bastantes sacos de arroz.

– En la vida, no todo es comer… Mira, aquí tenemos algo interesante, añade proponiéndome un tocho. A este Rachid Uladj no se le conoce mucho por aquí, pero pronto oiremos hablar de él.

– ¿No es ése el fulano que habla tan mal del FLN?

– Digamos que no es cariñoso con el sistema.

Rechazo el libraco con gesto de asco.

– Te lo puedes quedar. Conozco de sobra a esos pequeños reaccionarios por encargo que de pronto descubren desde la isla San Luis de París que tienen talento, y te aseguro que no es como para empalmarse…

– ¿Qué me estás contando si ni siquiera le has echado una ojeada?

– No hace falta. Conozco el molde del que ha salido.

A Mohand le indigna mi patanería.

No me apeo del burro. En realidad, me limito a amoldarme a los usos de todo escritor local ante el éxito editorial de un congénere, sobre todo si arrasa en Francia. Si algún día yo, Brahim Llob, funcionario incorruptible y genio aséptico, llegara a brillar entre las estrellas del firmamento, seguro que se me trataría de plumífero a sueldo del régimen -sólo por ser madero-, o de chico para todo si los medios de comunicación de ultramar me diesen coba. Así son las cosas en Argelia, y no de otro modo. Experimentamos un placer insano asociando el éxito de los demás con la herejía y la felonía. Ese prejuicio nos produce una comezón a la vez dolorosa y sabrosa, y no renunciaríamos a ella aunque nos tuviésemos que rascar hasta sangrar. ¿Qué le vamos a hacer? Hay gente así: marrullera por su incapacidad para mantenerse erguida, malvada por haber perdido la fe, desgraciada porque es algo que les encanta congénitamente. No hay argelino que pueda recordar haber intentado reconciliarse realmente con nuestra verdad. ¿Y qué salvación se puede prescribir a una nación cuando la élite de sus retoños, la que se supone debería sacudir las conciencias, empieza enmascarando la suya?

Pero bueno…

Tras haber rebuscado un rato, me quedo con un Driss Chraïbi y me apresuro a salir de allí, pues el olor a humedad está empezando a dañar seriamente mi principal instrumento de trabajo.

Mina se ha pintado un poco los labios y se ha puesto un poco de kohol en los ojos. Es su manera de redimirse. Ayer no nos fueron bien las cosas. Por una tontería. Yo estaba de mal humor y me dejé llevar un poco.

Me gratifica con su sonrisa de madona y se adelanta para quitarme la chaqueta. Yo pongo cara de mosqueo. Soy consciente de mi falta de delicadeza, pero es algo que me supera. Cuando era crío, admiraba mucho a mi padre. No recuerdo haberlo visto sonreír. Era un auténtico d'arguez, severo y sempiternamente estreñido. Por menos de nada, volcaba la sopa sobre el regazo de la vieja y luego cogía su garrote. Y mi madre, que se echaba a temblar con sólo oír sus pasos en la calle, lo veneraba doblemente por ello. Así que cuando se le ocurría dar las gracias, para ella es como si estuviese oyendo piar a un ángel del cielo.

Creo que de ahí me viene mi machismo.

Mis dos retoños mayores están en el salón. Murad se ha adormilado, fulminado por el programa de la tele nacional. Ronca con la boca muy abierta y el cuello doblado sobre el brazo del sillón. A su lado, su hermano mayor Mohamed está tumbado sobre la banqueta acolchada, con las manos tras la nuca y la mirada clavada en el techo. Por su pinta me doy cuenta de que está a punto de estallar por dentro. Si por él fuera, recogería sus cuatro trastos y ahuecaría el ala hacia un improbable Jauja.

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* Un hombre duro. [N. del E.]