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– ¿De verdad te gusta el fútbol? -le pregunto.

– ¿Qué te has creído?

– ¿Hay más cosas que me estés ocultando?

– Depende de lo que quieras ver -contesta sin ironía.

– ¿Te he contado ya el chiste del sepulturero que quiso hacerse espeleólogo?

– No creo.

– Si a tu mujer le parece bien, me lo reservo para los postres.

– Perfecto.

Lo observo detalladamente durante un rato. Sus labios parecen cicatrices y tiene el entusiasmo por los suelos. Me va a resultar duro animar al JSK a su lado.

Apenas me he quitado el abrigo y ya está sonando el teléfono. Lo coge Mohand. Su «diga» suena a «señoría», escucha y suelta una frase de cortesía antes de mirar hacia mí.

– Sí, señor, se lo paso.

Me tiende el aparato.

Cuando reconozco la voz aguda del inspector Serdj, se me revuelve la sangre.

– ¿Es que ya no se puede respirar un momento?

– Lo siento, comisario, llamé primero a su casa. Su hijo me ha dado este número.

– ¿Qué pasa ahora?

– Uno de nuestros chicos, que estaba vigilando la casa de nuestro amigo, acaba de ser agredido. He pedido una ambulancia. Llegará dentro de diez minutos.

– ¿Es grave?

– He preferido no correr riesgos.

– Bueno, voy para allá.

Mina intenta protestar. La negrura de mi mirada la deja petrificada. Mohand está consternado, pero se calla su apuro.

– Tengo que ir -les explico-. Acaban de sacudir a uno de mis hombres. Se trata de una operación que he montado sin el visto bueno de los altos mandos. Una iniciativa que podría complicarse.

Aparece Monique, peinada y con los labios pintados. Las tetas le bailan debajo de su camisa de forzudo.

– ¿Ya te vas?

– El deber me reclama.

– ¿Y no puedes pedir que alguien te sustituya? Mira lo guapa que me he puesto para tu negro.

– Debo ir allá forzosamente para impedir que este asunto se difunda. Esto es muy serio. Os prometo estar de regreso antes de que acabe el primer tiempo.

La ambulancia ya está ahí. Su puente de señales ametralla la callejuela con destellos azules. Todo está a oscuras y la única farola lleva lustros difunta. Hay dos coches de la policía encallados sobre la acera, y unos camilleros acaban de atar las correas sobre el herido. El inspector Serdj está desconcertado.

– Un asunto feo -me anuncia a bocajarro.

Me inclino sobre la camilla. El infeliz parece anquilosado. Aunque tiene los ojos abiertos, no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo. Le han puesto un collarín y un grueso turbante de gasas en la cabeza.

– ¿Quién es el matasanos? -pregunto.

– Yo -contesta un mequetrefe manoseando su estetoscopio.

– ¿Cómo está?

– Tengo que hacerle radiografías. De entrada, el golpe en la cabeza no es nada bonito. El aplastamiento de las vértebras quizá se deba a la violencia del choque. No hay gran pérdida de sangre, pero el chichón es gordo.

– ¿Ha dicho algo?

– No. ¿Puedo irme, comisario? Cuanto antes lo llevemos al hospital, más posibilidades tendremos de que se reponga. No se puede descartar una hemorragia interna.

– Gracias, doctor. Confío en usted para que se recupere.

La ambulancia sale disparada, con la sirena ululando.

Me vuelvo hacia Serdj.

– Te dije que había que poner dos hombres por turno -empiezo, para hacerle cargar con el mochuelo.

– Eran dos.

La frialdad de su tono amortigua mi rabia. Procedo de modo distinto:

– Cuéntame.

– Llevaban aquí unas cuatro horas. En un momento dado, uno fue a buscar café aquí al lado. Cuando regresó, se encontró con la puerta del coche abierta y su compañero caído sobre el volante, con el cuello torcido.

– No tardé mucho -dice el superviviente-. Quizá cinco o diez minutos. El café está justo ahí, en la esquina. Regresé pronto y vi a Murad con la cara pegada al salpicadero. Pregunté a la señora de la casa de enfrente si había visto algo. No había advertido nada. Corrí hasta la esquina, ahí delante, y nada. Comprobé si habían robado algo del coche. No tocaron nada. Ni siquiera la pistola de Murad, que estaba en la guantera.

– De acuerdo -lo tranquilizo-. Nos largamos y ya hablaremos de esto mañana, a primera hora, en mi despacho. Serdj, regresa tú también con el equipo. Que quede claro que esta historia jamás ha ocurrido. Localiza a un pariente del herido para que lo atienda en el hospital.

Serdj espera que se vaya el primer coche de policía para confiarme:

– Como la Central se entere de esto, se nos ha caído el pelo.

– Se me ha caído el pelo. Soy yo el que he montado este tinglado y no acostumbro a escaquearme cuando empiezan los follones.

– No era lo que quería decir, comisario.

– Vuelve a tu casa, Serdj.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Voy a tener una conversación con ese fantasma.

– Es una pésima idea. No tenemos pruebas de que haya sido él. Además, puede perfectamente presentar una denuncia contra nosotros, y entonces todo el mundo se va a enterar de nuestro chanchullo. Y no sólo la Central, comisario. La wilaya *, el ministerio y… la presidencia. En mi opinión, ya hemos metido bastante la pata. Ahora, nos largamos. Sabía desde el principio que esto iba a acabar mal.

– Vuelve a tu casa, Serdj, e intenta dormir.

El inspector se percata de que ni siquiera un tanque podría detenerme. Menea la cabeza, cada vez más preocupado, y, con gesto cansado, me señala la villa tras una tapia alambrada.

Llamo al timbre.

Vuelvo a hacerlo un par de minutos después.

El interfono empotrado en el hueco de la puerta chisporrotea. Me presento. Suena el disparador de la cerradura y la puerta se abre.

Cruzo un pequeño patio embaldosado, subo tres escalones, empujo una segunda puerta de roble y accedo a una gran sala vacía y mal alumbrada. Algo se mueve en el fondo. Es SNP, envuelto en una túnica sahariana, con un tocado en la cabeza y la barba abierta en abanico. Se parece a uno de esos personajes de pinturas fenicias. Está sentado sobre una estera, con las manos sobre las rodillas y el busto erguido. Parece un montón de trapos olvidado en un muelle. De inmediato, un chorro de odio fulmina todo mi ser, como cada vez que me veo delante de un asesino arrogante y orgulloso de serlo.

Le gruño con el pulgar señalando por encima de mi hombro:

– ¿Eres tú el que ha sacudido a mi poli?

SNP esboza una sonrisa despectiva. Sus ojos se deslizan sobre mí como la sombra de un rapaz, provocándome escalofríos en la espalda.

Tras una inacabable meditación, dice:

– Sabía que la policía fabricaba mentes de poca monta, pero ignoraba que las investigaciones fueran tan desconcertantemente sencillas.

Su voz parece salir de un subterráneo.

– De acuerdo -admito-. Te voy a formular la pregunta de manera más inteligente: ¿Eres tú el hijo de puta que ha dejado hecho polvo al joven policía que estaba de guardia allí fuera?

– Salga de aquí, comisario…

No hay ira en su conminación.

– ¿O sea, que sabes quién soy?

– No sea idiota. Váyase de aquí.

Su confianza me pone de mala leche. Pretende sacarme de quicio y debo contenerme para no seguirle el juego.

– Voy a decirte una cosa, escoria. Ya puedes mandarme a tus abogados, a tus ángeles de la guarda, a tus desalmados y a todas las comisiones presidenciales del país, que no por ello voy a flaquear. Me voy a pegar a tu culo hasta que se le desgaste el pellejo.

– Haga usted lo que quiera, comisario, pero no me lo cuente. No le he pedido nada. Ahora, déjeme.

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* División administrativa urbana encabezada por un wali. [N. del E.]