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Asiento con la cabeza, a punto de sufrir una apoplejía.

Lo amenazo con el dedo:

– Te conviene mantenerte a raya, criminal.

Ahí siento que acabo de colar el dedo por una pequeña fisura del armazón del gurú. Se le estremece la barba y sus ojos relampaguean.

Se serena, yergue el cuello y decide no volver a dirigirme la palabra. Yo, por mi parte, considero que con esto he visto bastante. Giro en seco sobre mis talones y me dispongo a salir cuando su voz me asalta por detrás.

– ¿Qué sabes tú del criminal, comisario? -me tutea de sopetón-. ¿Tu valentía, tu honradez o sólo una manera como otra de ganarte el pan? ¿Crees que por ser madero estás automáticamente del lado de la viuda y del huérfano? ¡Una leche! No eres más que un vulgar esclavo de la función pública, y te conviene no llegar tarde al trabajo si no quieres que tu jefe te ponga como un trapo. Tienes menos consideración por el pobre diablo del contribuyente que un caballo de circo por su público. Esto es un simple reparto de papeles, tan arbitrario como irrevocable. Cada cual a lo suyo, y santas pascuas.

Sigo caminando hacia la salida.

Su voz me persigue, como si saliera de una zanja de desagüe:

– No hay por qué tomárselo así. Todos somos dignos de la misma compasión. Tú tienes los mismos impulsos criminales que cualquier otro predador, comisario. Tú acosas a tu presa cumpliendo con tu deber, y yo lo hago cumpliendo con mi vocación. Eso a ti te convierte en un héroe y a mí en un fuera de serie.

Alcanzo la puerta.

Su voz sube una octava, me agarra por el cuello de la camisa y jadea en el hueco de mi cogote:

– La vida y la muerte, el Bien y el Mal, el azar y la fatalidad, lo mismo da que da lo mismo; estúpidas teorías empeñadas en suplantar los destinos, prejuicios que sustituyen a las auténticas preguntas. Así va girando la rueda, acarreando el revoltillo de millones de clones que conforman los eslabones de la cadena, tan unidos en el drama como los dedos de la mano que empuña el arma del crimen. ¿Qué somos, comisario? Sólo seres sometidos, a pesar de ellos, a esa marejada soberana e inmutable que es el destino, sólo vulgares peones en el ajedrez del Señor. A ti mismo te habría gustado ser otro, una eminencia, un comendador, un ídolo o bien el mismísimo Creso. Desgraciadamente, el último guión del que disponemos es el que nos impone la fatalidad, e intentamos amoldarnos a él. Luego decimos que estamos orgullosos de ser esa u otra sombra chinesca. ¡Pamplinas! No tenemos el menor mérito, y tampoco ninguna culpa. Dios creó el mundo así de retorcido. ¿Y quién se atreve a preguntarse por qué? Lo único que sé es que Dios tiene toda la libertad para dar los retoques que le apetezca. Si no menea un solo dedo, sus razones tendrá. Entonces, ¿en qué te metes?

Me doy la vuelta y le miro de frente durante un momento.

Se le ha ido la sonrisa de la cara.

No sé cómo valorar esta primera confesión, pero, tal como están las cosas, algo es algo.

Capítulo 9

Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, jamás ha pisado un colegio. Aprendió en el tajo y sigue convencido de que para ser experto hay que trabajárselo, lo que explica su manía por los parlanchines académicos. Para él, el hombre no se hace con la cabeza sino con las manos. Si maña viene de mano, es porque nada se puede hacer sin ellas, y porque todo se supera a pulso. Como prueba, y sin necesidad de consultar ningún manual, ejerció de artificiero durante la guerra de liberación e hizo volar por los aires tantos raíles y puentes que la red ferroviaria argelina jamás consiguió recuperarse. Cuando la independencia, se conformó con el grado de cabo primera en una unidad del cuerpo de Ingenieros y se pasó la mayor parte del tiempo galleando en el pueblo, con un pitillo Bastos en la boca, el cinturón de combate en bandolera y la guerrera abierta sobre su panza de borracho chulesco y peleón. Por aquel entonces no pululaban las golfillas por las calles y los reclutas iban directamente a los burdeles, donde se cultivaban en cantidades industriales las blenorragias y las ladillas. Hocine no era un tacaño. Se llevaba bien con la patrona y a veces la ayudaba a calmar a los soldados con eyaculación precoz que acusaban a las chicas de incumplimiento. Eso sí que era vida. De día puteaba a los pelapatatas y de noche le daba al alpiste a cuenta de las candorosas chicas del Caméléa contándoles cómo, él solito y sin que nadie se lo mandase, les daba caña a los paracas franceses. Después empezó a llegar al cuartel material sofisticado, y el asunto empezó a complicarse. Ya no se trataba sólo de chapucear artefactos explosivos para hacerlos saltar al paso de un camión enemigo. Los instructores soviéticos manejaban unos manuales de cojones e insistían en la necesidad de atenerse estrictamente a las instrucciones de uso. Hocine ni se enteraba. Era demasiado para él. Le mandaron a una escuela especializada a que se chupara un curso de reciclaje. Allá, con las neuronas fundidas por tanta fórmula sabia y tanto cálculo esotérico, comprendió que debía rendirse a la evidencia, por lo que devolvió su casco, sus botas y su petate para incorporarse a la vida civil. Fue aparcacoches, repartidor y prestamista antes de alquilar un pequeño vapor. Le enchironaron por abuso de dinamita en sus incursiones pesqueras. Las alarmantes condiciones de su detención llegaron a oídos de su antiguo jefe de partida -ya convertido en dios interino-, que acudió a toda mecha, puso patas arriba el penal y declaró a quien quisiera escucharle que eso de meter en el trullo a un héroe de la revolución era el colmo de la ingratitud y de la ignominia. Hocine El-Uahch quedó libre de inmediato. Se alistó al punto en la policía para vengarse de sus carceleros. Primero se le vio, hacia finales de los años sesenta, regular el tráfico de carretas en la plaza del Primero de Mayo, y luego repartir leña a los seguidores del Muludia en la entrada del estadio Bologhine. Su fama de matón no tardó en extenderse por los barrios bajos. Madero durante el día, proxeneta de noche, sus trapicheos prosperaban a la vista de todos sin que se le opusiera la menor objeción. En la policía, el espíritu de cuerpo primaba sobre cualquier otra consideración. Eso le animó a superarse. Con un gran talento. Conocía su margen de actuación, jamás se pasaba y se cuidaba mucho de profanar los cortijos ajenos… Un día, sin previo aviso, se le vio de chófer de un alto ejecutivo de la nación -famoso por despotricar contra el buró político-, que desapareció del mapa de manera tan sospechosa que muchos nababs estimaron prudente conducir ellos mismos su vehículo oficial. Hay que decir que durante aquel periodo de lucha contra el desviacionismo antirrevolucionario, las desapariciones de este tipo eran casi un fenómeno sociaclass="underline" tras la fuga de cerebros vino la fuga de capitales, y un montón de aparatchiks, perjudicados o beneficiados, prefirieron ahuecar el ala antes de enredarse en conspiraciones. Las huidas en masa generaron puestos vacantes y los oportunistas se pusieron las botas. Así fue como Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, llegó como okupa a la Oficina de Investigación, tras la trágica desaparición de su director. Curiosamente, ningún ujier ordenó el desalojo. En realidad, en el mercado negro nacional, Hocine El-Uahch era el candidato ideal para el puesto. La jerarquía se empleaba a fondo en todo tipo de especulaciones y qué mejor, para el buen funcionamiento del chanchulleo, que confiar la Oficina de Investigación a un cretino fiel a la vez que emérito fullero. No es que fuera tonto: era sólo analfabeto. Cumplió como nadie, firmando a diestra y siniestra, para enorme satisfacción de sus superiores, facturas falsas, cerrando casos, reteniendo expedientes, cambiando fechas de informes, proporcionando falsos testimonios, etc. De la noche a la mañana no podía dar un paso sin verse rodeado por los efluvios sulfurosos de un séquito de cortesanos. Se hizo muy rico, lo que le valió la absolución de sus pecados, y muy influyente, por lo que quedó elevado al rango de las deidades locales. Hoy en día, Hocine El-Uahch es un zaím con todas las de la ley. Sigue sin saber leer un periódico, pero cada vez que un licenciado le exhibe sus títulos pidiendo un mínimo de consideración, Hocine le vuelve a bajar los humos levantándose la camisa para enseñarle sus heridas de guerra y desgranando con su rosario de falso devoto sus incontables hazañas bélicas, sin las cuales Argelia seguiría hoy viviendo bajo la bota francesa.