Está claro que en algunos sitios la Historia es el peor enemigo del Porvenir.
No me las he tenido que ver personalmente con la Esfinge. Hace mucho que nos conocemos y mantenemos relaciones normales. Eso no significa que le tenga respeto, pero opino que no tengo por qué avergonzarme del oprobio de mis compañeros. Para mí, la Esfinge tiene una bala de cañón en vez de cabeza, y no tengo ningún motivo para esperar de él el menor atisbo de inteligencia. Por ello, cuando vi su nombre entre los de los miembros de la comisión para el indulto presidencial, casi se me atragantó la nuez. Primero pregunté a Serdj si se trataba efectivamente de Hocine El-Uahch, alias la Esfinge. Serdj hizo algunas llamadas y me lo confirmó. Estuve dándole vueltas toda la tarde tratando de entender qué pintaba ese necio en un equipo de afamados psiquiatras. Por la noche no hubo manera de pegar ojo. Por la mañana, incapaz de hacerme a la idea de que un país pueda estar jodido hasta el punto de que un panel de eruditos se halle bajo la tutela de un ignorante, decidí acercarme a verle. Quién sabe, quizá haya cambiado desde entonces.
Llego a la Oficina de Investigación sobre las nueve y media. Me indican que la Esfinge sólo empieza a espabilar tras tomarse una decena de tazas de café y montar tres buenas broncas. Así que me lo tomo con calma. Comisqueo un bollo en un cafetucho, echo una ojeada al periódico, que no aporta novedades, y, tras un segundo pitillo, voy a lo serio. El edificio administrativo que gestiona Hocine El-Uahch parece una fortaleza fantasmal. Ni un solo ordenanza por los pasillos. Los funcionarios se ocultan tras sus papeles y hacen como si no existieran. Sólo rompe ese penoso silencio el intermitente carraspeo que la Esfinge emite para hundir aún más a su servidumbre tras sus máquinas de escribir. A mi paso se alzan algunas cabezas, todas con cara de perro apaleado. Sin embargo, cualquiera de esos perritos falderos con categoría de patéticas acémilas se convierten en bestias inmundas cuando los sueltan contra el pobre contribuyente. De repente, sus colmillos de vampiros rivalizan en agresividad con sus cuernos de demonios, tan abyectos que ni con el más eficaz lanzallamas se podría purificar sus almas.
Ghali Saad, el secretario perpetuo de la OI, me espera en el umbral de su santuario con una ancha sonrisa y la mirada chispeante. Nunca me ha caído bien ese fulano. Cada vez que se cruzan nuestros caminos me da como un mareo y me corren escalofríos por la espalda. Lo conocí cuando recogía pelotas en un club de tenis. ¿Cómo ha conseguido llegar tan pronto hasta la Esfinge? Ni él podría decirlo. En Argelia, las puertas de la salvación son tan imprevisibles como las trampillas por las que se sale para no regresar. Es cuestión de baraka. Unos nacen con estrella y otros estrellados. Ghali Saad debe de estar emparentado con el duende de Aladino: donde pone el dedo se topa con una pepita de oro. Todo le sale bien: mujeres, cochazos, rifas, inversiones bursátiles, amistades de postín, zancadillas. O sea, que tiene buena estrella, y encima la naturaleza lo ha mimado. Es un morenazo alto de olímpica belleza, de lo más cortés y exquisitamente galante. En las recepciones oficiales todos están pendientes de su elegancia. Su sonrisa obra milagros. Adulado por todos, soñado por todas, las malas lenguas cuentan que conserva en su guardarropa bragas de las señoras de mayor alcurnia de Argel, así como algunos calzoncillos con bragueta, talla XXL.
– Hoy es día de bendiciones -me suelta apartando los brazos para abrazarme.
– Déjate de polladas -le contesto.
– No todos los días aparece por aquí un monumento de integridad con su honradez a rastras. Tu olor a santidad va a purificar el recinto. También acabo de enterarme de que nuestro querido ministro abandona el hospital esta tarde, ya de pie y sin muletas.
– ¿Piensas que tengo algo que ver? Pues de ser así, voy a tener que invertir mis oraciones.
Ghali echa la cabeza atrás con una risa tan refinada que casi me la creo a pies juntillas.
– Siempre tan deliciosamente terco -me dice invitándome a entrar en su jaula de oro.
El despacho de Ghali es sin duda uno de los espacios más resplandecientes de la institución. No es posible describirlo sin que se te considere un alucinado. Maderas nobles, una cristalería delicadísima, cortinas de terciopelo, moqueta celeste y, en las paredes, cuadros tomados del Museo Nacional sin comprobante ni devolución posible. El secretario perpetuo es consciente de la fascinación que ejerce su fasto en los visitantes de categoría que pasan por allí. Cuando no comenta nada es porque el decorado habla por sí solo. Mientras espía de reojo mi reacción, me conduce amablemente hasta un sillón capaz de relajar el trasero de una pensionista estreñida.
– Tengo prisa -le digo.
– No te agobies. Te tomarás una taza de café conmigo. El señor El-Uahch está hablando con la presidencia. Cuando se apague la bombilla roja y se encienda la verde, será todo tuyo. Se va a alegrar de volver a verte. Sabes lo mucho que te aprecia.
– Vas a conseguir que me acompleje.
Ghali se apoya contra el borde de su mesa, cual dios hollywoodiano posando sobre un filón, coloca sus muy cuidadas manos sobre una rodilla y me contempla desde lo alto de su esplendor.
– Un grupo de comisarios va a ir de prácticas a Bulgaria. La lista sigue abierta. Si te interesa, puedo dar un toque al Servicio de Extranjería.
– Estoy a gusto con mis críos.
– Piénsalo en lugar de decir tonterías. No se trata de una expedición amazónica. En cuestión de pasta es un chollo. Nueve meses en una escuela de mucha fama. El peculio en divisas te dará sin problema para dos coches cuando regreses. Hasta podrías montar un negocio. ¿Cuánto te falta para la jubilación?
– No tengo intención de arrojar la toalla.
– Brahim, no vas a rejuvenecer. Hay limitaciones de edad por ley. Un buen día te puedes encontrar con una mala noticia en tu buzón. Mala porque haces mal en no anticiparte. En mi opinión, hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan. Bulgaria es un país bonito. La gente es magnífica, y la vida, barata para un cursillista retribuido en dólares. Nueve meses no son nada. Pero su rentabilidad es máxima.
– No hablo búlgaro.
– ¿Quién está hablando de lengua, Brahim? Hablamos de pasta.
– Cedo mi puesto a la juventud.
– La juventud tiene el porvenir por delante. Son los viejos los que tienen que disfrutar un poco del reposo del guerrero. Llevas decenios currando como un burro, Brahim. Soy de los que piensan que te mereces el máximo respeto del mundo. Aprecio tu rectitud, tu compromiso, tu patriotismo y tu honradez. De verdad, los polis de tu talla escasean hoy. Estaría encantado de serte útil en algo.
– Eres muy amable.
– Soy sincero.
Le miro de frente pausadamente. No rehúye mi mirada, para demostrarme su buena fe. En ese mismo momento una esplendorosa señorita embutida en un precioso traje de chaqueta entra con una bandeja rutilante. Lleva varias capas de maquillaje y su escote pone al descubierto unos pechos tan valientes que mi pudor queda descalificado de oficio. Me pone delante una taza de porcelana y echa dos dedos de café con una delicadeza infinita. Ghali le da las gracias mientras coge su taza y la despide. Antes de salir, me mira en el fondo de los ojos con tanta profundidad que algo se remueve en mis entrañas.
– Se llama Noria -me informa Ghali-. Nos llega de la Sorbona. Doctorado de Estado con premio extraordinario.
– Ignoraba que la OI exigiera tanto título para regentar un tugurio.
Ghali se da cuenta de que ha dicho una tontería. Se pasa una mano por la cara enrojecida y carraspea. Estoy a punto de darle la puntilla cuando se enciende la luz verde. Salvado por el campanazo, el playboy me anuncia de inmediato ante su gerifalte para librarse de mí.