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La Esfinge no se levanta para saludarme. Hasta parece molestarle mi presencia. Su conversación con el presidente parece habérsele atragantado. Mira el teléfono durante un buen rato con el ceño fruncido. Aprovecho para mirarlo con detenimiento. Jamás conseguiré acostumbrarme a su perfil. Hocine El-Uahch no tiene un milímetro de napia. Es como si de chaval un golpe de aire le hubiese estrellado la puerta de una caja fuerte en los morros. Si se le pusiera una regla de albañil sobre el hocico, la burbuja se quedaría clavada en pleno centro. No se le ha puesto ese mote por casualidad. Es difícil ser más feo. Para atenuar la inconveniencia de sus rasgos, se ha dejado crecer un gran bigote reforzado por una barba de charlatán que haría palidecer de envidia el pubis de una tendera. Sin embargo, lo más chocante en nuestro yeti mediterráneo son sus manos, repugnantes y velludas como tarántulas gigantes. Las mantiene tan juntas y apretadas que parece un parapolicía a punto de moler a un sospechoso.

– Ese dichoso Brahim Llob, siempre tan afectuoso como un piojo -ganguea tras echar una ojeada al reloj de pared-. No hay manera de que te apartes del punto de mira.

– Eso demuestra que soy un auténtico argelino.

No ve la relación, medita mis palabras unos segundos y vuelve al debate.

– ¿Y eso qué significa? -suelta desconfiado.

Le explico:

– Lo propio de un argelino es no pasar desapercibido: si no consigue fascinarte te monta un pollo.

– El problema es que te excedes y te expones.

– ¿Eso te parece?

– Si tengo en cuenta lo que acabo de oír, sí.

– ¿Y qué te han contado de mí?

– De todo lo peor que se puede contar. ¿Has tenido que vértelas últimamente con una tal abogada Wahiba?

– Vino hace unos días a mi despacho para cerrarme el pico.

– Pues ándate con cuidado. Esta señora es nitroglicerina. Allí donde se pone a gotear, hay inundación segura. Adivina con quién he estado hablando por teléfono hace tres minutos. Con el jefe del gabinete del rais. Está liado con ella. Ha estado esperando a que él vuelva a metérsele en la cama para echártelo encima. Al parecer, la cosa está que arde. Ha intentado localizarte en tu despacho. Le dijeron que venías para acá. Me las he visto negras para calmarlo. Me ha encargado que te advierta sobre tu abuso de autoridad. Ésta te la pasa, pero la próxima vez que metas la pata te manda descuartizar en la plaza pública.

Acaba reparando que estoy de pie en medio del salón, traga saliva y me pide que me siente sobre una silla acolchada. Me dejo caer sobre el asiento y cruzo las piernas con cara de disgusto.

Hocine se serena.

Menea su rosario, lo hace girar alrededor de su índice y reflexiona.

– ¿Tanto te divierten los follones, Brahim?

– Intento merecerme el sueldo.

Suelta el rosario, se alisa la barba y me mira con agudeza.

– ¿Para qué has venido, comisario?

El tono es expeditivo.

– Me temo que un peligro público se ha beneficiado del indulto presidencial.

– ¿Y qué?

– Llevo semanas intentando comprender lo que no cuadra en este asunto. ¿Pero a quién me dirijo? Y, de repente, me entero de que un compañero estaba en la comisión presidencial. Entonces he venido a ver hasta qué punto podría aclarármelo.

– ¡Dios mío! -suspira, ya harto.

Se coge la cabeza con las manos, se sacude la barba y, tras imprecar en silencio, confiesa:

– Lo tuyo es penoso, Brahim. Hay que ver la pena que me da ver lo mal que envejece un antiguo resistente, héroe de la mayor revolución del siglo.

– Sólo el vino mejora con el tiempo.

– No te sientas obligado a tener respuesta para todo.

– Es que no lo puedo evitar.

– Encima te crees gracioso. Mira, te voy a poner al loro, comisario. ¿Eso es lo que quieres, verdad? Tú eres tu propio problema. Ya ni te aguantas a ti mismo. Vas buscando bronca con la esperanza de que te cierren el pico de una vez por todas. El otro problema es que nadie se digna darte leña. ¡La gente anda metida en sus cosas, narices! -profiere dando brazadas en el aire con su rosario-. Espabila ya. Hay sol, las terrazas están llenas, hay jardines en todas las esquinas. Los críos se divierten, las abuelas se chutan en las perfumerías, los jóvenes revolotean por los colegios como enjambres y las chavalas están para comérselas. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Se acabó la guerra. El enemigo se fue. El país va de maravilla. No hay asesinatos, ni atentados ni toma de rehenes; esto es una balsa de aceite. Pero por desgracia, si eso tranquiliza al pueblo, fastidia al comisario Llob, nacido para la bronca, cuando no para provocar tormentas en un vaso de agua. Ahí es donde te aprieta el zapato, en tu insatisfacción. A falta de casos que resolver, acosas a tu propia amargura. Y, de paso, vas pisando los callos a los demás. Pues hazte a la idea de que ésa no es la solución. No sólo no provocas tormentas, sino que te empeñas en ahogarte en el vaso. Si quieres un consejo de amigo, tómate unos días de descanso y haz una cura en Hammam Rabbi. No hay nada que tenga que cuadrar en esta historia. Si a la comisión le ha parecido razonable que un detenido se beneficie del indulto presidencial, es porque se lo merece. Los expertos son científicos eminentes, elegidos entre los mejores. Además, estaba yo allí para supervisar el trabajo. La gente con título tiene sus conocimientos; yo, mi experiencia. Conozco como nadie el factor humano. Llevo décadas mandando en los hombres, formando y reformando a todo tipo de gente.

– Hace décadas que yo también soy poli. A mí lo que me espolea es la intuición, no el aburrimiento. Estoy seguro de haber dado con algo y no pienso soltarlo.

Hocine la Esfinge se siente desconsolado. Mi terquedad le deja destrozado. Aparta los brazos en señal de abdicación y gruñe:

– Haz lo que quieras.

– Necesito echar una ojeada a su expediente.

– ¿De quién hablas exactamente?

– De SNP.

Frunce el ceño.

– ¿Estás seguro de que su caso se ha estudiado en mi comisión?

– Que me ahorquen si miento.

Vuelve a encoger las cejas e intenta recordar. Tras una vana indagación mental, ablanda los labios.

– No me suena para nada.

– SNP, alias el Dermatólogo. En prisión desde 1971. Por una serie de asesinatos espantosos…

– No insistas, estoy saturado. Mi comisión ha estudiado mil trescientos cincuenta y siete expedientes. Caso por caso y a conciencia. No ha habido influencias externas ni decisiones a la ligera. Si hemos liberado a tu sospechoso es porque nos ha parecido que está perfectamente capacitado para volver a la sociedad y rehacer su vida. Dices que estaba en el trullo desde 1971. O sea que desde hace diecisiete años. Cuando uno se ha tirado tantos años de su vida tras los barrotes, ya no tiene secretos para sus vigilantes. Por consiguiente, si la dirección penitenciaria le ha propuesto para una eventual liberación, y si los expertos han dado por válida la propuesta, eso demuestra que el preso tiene derecho a una segunda oportunidad. No hay gato encerrado, Brahim. Ni siquiera se oye un maullido. Estás fantaseando con un pobre diablo que sólo pretende volver a empezar de cero.

– Puede ser. No estoy pidiendo la luna, tan sólo quiero echar una ojeada a su expediente. Las escasas informaciones que he conseguido recabar sobre su perfil son demasiado inconsistentes para elaborar un retrato robot fiable.

– No tengo ningún expediente de ese tipo en mis oficinas.

– Quizá pudieras decirme…

– No tengo nada que decirte -me corta en seco-. ¿Acaso pretendes hacer un peritaje de comprobación?

– Pretendo impedir que un asesino haga una carnicería con gente inocente.

– Espera primero que pase a la acción y luego le lees sus derechos constitucionales. No hay ley que nos permita encerrar a un fulano sólo porque no nos gusta su cara.