– Pues a ver si espabila la ley.
La Esfinge se sobresalta. Estira los labios, decepcionado, y refunfuña:
– Estás completamente chalado. No pienso pedir otra comisión de expertos para estudiar tu caso. Está claro que has pillado un buen catarro mental y, a todas luces, no tienes la menor gana de curarte. Te he concedido diez minutos de mi tiempo. He sido hasta muy simpático. Ahora, hazme el favor, tengo que hacer unas cuantas llamadas.
Me levanto.
Ya tiende la mano hacia el teléfono. Cuando llego a la puerta, dice:
– A propósito, ¿estás seguro de que tu teniente Lino está bien de la olla?
– Tiene buena cara, y con eso le basta.
– En ese caso, ¿por qué no se busca otra nena por ahí?
– Ya tiene una.
– Precisamente, pero no es de su medida.
– Mientras se la sepa tomar a ella…
– Pues yo en su lugar mediría las distancias.
– No hay nada como estar muy pegaditos.
– Siempre que no te den por culo.
Me doy la vuelta y lo miro de hito en hito:
– ¿Quién sabe? Quizá el teniente sea un poco mariquita.
Mi pugnacidad lo desconcierta. No está acostumbrado a que se le plante cara y le irrita quedarse sin aliento. ¿Quién no conoce a la Esfinge? Una palabra de más y quedas sistemáticamente borrado del mapa. Ha arruinado un montón de hogares y llevado a la depresión a decenas de mandos valiosos que cometieron el error de pensar que su deber de ciudadanos y de profesionales era insistir cuando Hocine El-Uahch se equivocaba.
Suelta el aparato y se me queda mirando. Su mirada amenazadora se cubre con un velo oscuro.
Masculla:
– Espero que sepas lo que haces.
Veo en su cara cómo le rechinan los dientes.
Lo miro fijamente durante tres segundos y le digo:
– Sé sobre todo lo que me queda por hacer: comprar ya mismo mucho papel higiénico porque esta historia apesta a cagada.
Capítulo 10
Para cambiar de siglo en Argel basta con cruzar la calle. Pero si tiene que salir de la ciudad, no se vaya a extrañar si, en algunos lugares, su coche se convierte en máquina del tiempo. Por eso no salté de alegría cuando el profesor Aluch me sugirió que eludiera el estruendo de Bab El Ued y me diera una vuelta por su casa. Le dije que no tenía la menor intención de volver a poner los pies en su purgatorio. Me replicó que no era ninguna obligación y me citó en el café Lassifa, en un poblacho antediluviano a un par de kilómetros del manicomio.
Debí preguntar tres veces para llegar a un aduar podrido, tras un forúnculo de colina donde uno no se llevaría ni a su cuñado para darle un susto. Sin duda, el culo del mundo. Cuando uno encalla por allí, le inunda un insondable sentimiento de frustración. Esto no tiene nombre. Casuchas pegadas a sus corrales, callejuelas retorcidas, arroyos fétidos y una enorme sensación de descomposición mental. Si la gente no tomó en marcha el tren de la revolución, fue porque ni siquiera pasó por aquellos parajes. Una vez que se fue el colono, ya considerablemente a mantener la aldea en la indigencia y el estancamiento. Los escasos testarudos que descartaron la huida siguen consumiendo sus últimas convicciones en una política de espera sin porvenir. Como se tomaron en serio las promesas, sobreviven de ilusiones y de un agua sospechosa. A eso se le llama ingenuidad. Su longevidad no se debe a la ineficacia de los tratamientos sino a una enconada propensión a la asistencia providencial. Sin duda, los discursos oficiales son contundentes; pero, a pesar de la demagogia chillona y de haber experimentado tantas decepciones, el pueblo llano se niega a admitir que sus representantes puedan tomarle el pelo.
Existen mentalidades así concebidas, tan desoladoras que dan ganas de tirarse por un acantilado. El problema es que ese sacrificio no cambiaría en nada las cosas.
Escupo por superstición dentro de mi camisa antes de internarme con mi cacharro en el gueto. Aquí y allá, amontonados a la entrada de las chozas, unos ancianos en las últimas me miran pasar como si fuera una incongruencia que se les acabara de ocurrir. Los saludo y mi gesto no hace sino intrigarlos aún más.
La plaza es lúgubre, apenas una lengua arcillosa delimitada por aceras medio invadidas por regueros de barro. De no ser por una vieja furgoneta desguazada y un chasis de tractor que semejan desechos acarreados por una especie de cataclismo itinerante, se podría jurar que la civilización se tomó a pecho no darse a conocer por aquellos lares.
El café Lassifa está cerca de una tienda de comestibles acordonada por una pandilla de gatos famélicos. El mocoso que sustituye a su padre junto al cajón de las monedas se aburre como una ostra. Ni un cliente a la vista. El cafetín está sitiado por una caterva de mozos mortalmente aburridos.
Llevan allí desde la noche de los tiempos, mirando el edificio de enfrente y acechando a ese Mahdí del que hablan las profecías y que vendrá a poner patas arriba el revolcadero de los prevaricadores.
Bajo del coche.
Miro de frente los alrededores.
En la pared, un cartel milagrosamente intacto propone una jeta de timador para el cargo municipal. No hay más candidatos potenciales, a no ser que se hayan destrozado sus carteles. Empiezo a entender por qué el pueblo está tan de capa caída. Pero lo que me apena no es la miseria de un pueblo bueno y valiente, traicionado por sus santos patronos. Esta vez, no cabe duda, mi reverenciado psiquiatra me demuestra a las claras que no tiene mucho que envidiar a sus pensionistas. Hay que tener la perola hecha polvo para elegir como lugar de encuentro un poblacho tan traumatizante.
El profesor está acodado al mostrador, absorto en las historias del cafetero. Sigue con su bata, y tampoco se ha quitado las zapatillas. Con las mejillas metidas en el hueco de las manos, escucha al pobre diablo, que le cuenta las perrerías de su vida. Al lado, dos campesinos con turbante se compadecen y rezan en silencio para que recuerde que han pedido algo de beber.
El cafetero levanta la cabeza y me ve en medio de la sala. De inmediato, intuye al poli tras mi placidez de buen padre de familia y se pone a sacar brillo a su alrededor.
El profesor me ve a su vez y suelta un ¡ah!, como si no esperara encontrarme allí. Luego echa una ojeada a su reloj para comprobar que he sido puntual.
– Por una vez, caes a pique.
– Depende sobre qué.
– ¿Tienes tiempo de tomar una taza de café?
– Acabo de salir de una disentería.
– ¿Qué significa tu insinuación? -truena una voz a mi espalda.
Me doy la vuelta.
Un viejo campesino se pavonea sobre una silla de mimbre, bajo un orificio dentado que pretende pasar por una claraboya. Lleva un vestido reluciente y tiene las mejillas rosadas y la barba cuidada. Sobre las rodillas, un garrote a modo de cetro. Debe de ser el amo del lugar.
Viendo que me callo, sigue dando caña.
– ¿Has probado mi café?
– Estoy tieso -le digo para guardar la cara porque lo que veo ante mí es un auténtico beduino, modelo de época, orgulloso y susceptible, de puño rápido, listo para romperle a uno la cara por poco que se pase.
– Entonces, que te zurzan en otra parte.
Lo calmo con la mano, agarro con la otra al profesor y me apresuro a quitarme de en medio.
La voz del viejo me sigue acosando por la calle:
– Porque vienen de la ciudad se toman por colonos. ¿Acaso ha probado mi café?
– No, Hach -contesta en coro la clientela.
Y el viejo, sentencioso:
– En mis tiempos, por menos que esto se cargaban a una tribu entera.
– Desde luego, Hach…
Me meto en mi trasto con ruedas y salgo pitando del pueblo.
– Podías haber propuesto algo mejor como punto de encuentro -digo a mi pasajero.
El profesor mira a un pastorcillo corretear tras una oveja extraviada y, con los labios muy apretados, me confía: