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– Hace cuatro años que no pongo los pies en una ciudad.

– Quizá hoy habría sido una oportunidad.

Suspira, y su mano transparente se crispa.

– En vuestra infecta y caótica ciudad, no las veis venir. Demasiado ruido y demasiado bullicio. Estáis atrapados en la marabunta de los días y de las preocupaciones, y os empeñáis en dar un sentido a lo que os supera. Aquí, en el campo, no se necesita un pergamino para saber adónde llevan los caminos trillados. Lo que descubro cada día del Señor me hiere el alma. Me basta con mirar a un adolescente sentado sobre la acera, con echar una ojeada a la espuerta de un ama de casa, observar durante un par de segundos a un pobre diablo encerrado en sí mismo en el fondo de un café para entender lo que les da vueltas en la cabeza. Estoy preocupado, Brahim.

– Deberías acudir a la consulta de algún colega.

Se suena en un pedazo de papel cebolla. Las lágrimas le arrasan los ojos.

– Lo mismo opinan algunos altos cargos. Me encierran en el asilo y piensan que el asunto está resuelto… Las cosas no son así. No basta con ignorar el drama para mantenerlo a distancia. Tú mismo solías decir que cuando se le da siempre la espalda a la desgracia, ésta te la acaba metiendo por detrás.

Delante de mí, un bache lleno de agua me corta el camino y me obliga a desviarme por la derecha. Subo por un terraplén, choco con un pedrusco y vuelvo a caer sobre la pista, esparciendo agua embarrada alrededor del capó.

– Ésos que has visto en el aduar no son mendigos ni malditos -prosigue-. Son sólo hombres normales, que soñaban con una vida decente. Llevan años haciendo de tripas corazón, convencidos de que recuperarán algún destello del sol que les fue confiscado. Hace un decenio venía por aquí los fines de semana para verlos disfrutar hasta hartarse. Estaban contentos y sus risas tronaban en kilómetros a la redonda. Ni siquiera necesitaba presentarme. Me llamaban hakim [4] y me profesaban un respeto religioso. No eran ricos, pero eso no les impedía invitarme a unos festines memorables. Por entonces se consideraba una vergüenza ver pasar a un forastero y no brindarle hospitalidad. Pero hoy la mirada que escruta al forastero ha cambiado. Y la gente también. Por culpa de la miseria. Juzgan toda intrusión en su intimidad como una profanación. Por ello se encierran en su silencio y en su hostilidad, para preservar las migajas de pudor que les quedan. Y allí, recluidos en su mala vida, se hacen unas preguntas espantosas. ¿Qué han hecho para caer tan bajo? ¿En qué han fallado, a qué santo han ofendido? A menos respuestas, menos cordura. Están perdiendo los estribos. Dentro de muy poco, irán hasta el infierno en busca de una explicación. Una vez que hayan dado ese paso, no veo cómo será posible aplacarlos. Entonces, Argelia conocerá la pesadilla dentro del horror más absoluto.

– Tampoco hay por qué agobiarse, doctor. Todos estamos pasando por un mal momento, eso es todo.

– Sabes perfectamente que no es cierto.

Por fin llegamos a la carretera asfaltada. Mi coche recobra su brío y se traga los kilómetros como un hambriento la sopa boba.

Digo a mi aguafiestas:

– Nací en una aldea peor que tu aduar y arrastro las secuelas. Gracias a ellas, me mantengo firme.

– ¿Debo tomarme en serio tus palabras?

– No estoy de broma.

– En ese caso, no retiro nada de lo que he dicho.

– Si eso te divierte. Pero ¿puedo saber por qué me has sacado de mi infecta y caótica ciudad?

– Gira a la izquierda, por la próxima carretera de empalme.

Un camino asfaltado nos adentra en la maleza. El sol juega al escondite entre el follaje. El frescor de los árboles es como un himno a la quietud. Muy a lo lejos, sobre los cerros, un contingente de aves se despide del lugar antes de emprender el gran viaje. El profesor se deja llevar por sus ensueños. De repente, se le relaja el rostro y en sus ojos, libres ya de pena, surge un remoto fulgor.

El camino serpentea por medio de un campo en barbecho, rodea una pequeña colina y se vuelve a enderezar hasta desembocar directamente en una granja rodeada de cipreses. Una jauría de perros ladradores surge tras un seto y nos escolta hasta el pórtico, donde un anciano harapiento acaba de reparar una carretilla.

Aparco el coche bajo un árbol.

El profesor baja primero para anunciarnos y regresa a buscarme.

En el umbral de un jardín nos espera un mozalbete fortachón. Nos pide que le sigamos y desaparece, dejándonos solos en medio de la vegetación.

– Qué día más bonito, ¿verdad? -dice un hombre en el que no había reparado, oculto tras unos rosales.

Está en cuclillas, casi emboscado tras sus flores, con un sombrero de paja calado hasta las orejas. Su mono de tela vaquera parece nuevo y sus botas, aunque salpicadas de barro, relucen exageradamente. Deduzco que se trata de un aprendiz de jardinero que debería regresar a su piltra de nabab en vez de empeñarse en arañarse las manos con las espinas de las rosas. Una ojeada al cuello de su inmaculada camisa blanca, el brillo de su nuca y su corte de pelo me confirman en esa idea. Por lo que se ve, el fulano pretende impresionarme, pero no lo consigue. Su actitud y su manera de cuidar las plantas desvelan al mamífero apalancado, educado en el odio al esfuerzo físico y a las manualidades; el típico rentista sobrado de todo e incapaz de moverse por su palacio sin una silla de ruedas, o de tomar algo sin llamar con campanilla. En resumen, el típico señorito rodeado de cortesanos y de servidumbre para quien recoger un pañuelo o limpiarse las gafas no deja de ser un gesto subalterno y degradante.

Guarda sus cizallas en una caja, se quita el guante y se incorpora para darnos la mano.

– El hakim me ha hablado a menudo de usted, comisario Llob.

Frunzo el ceño. Su fisonomía me suena pero no consigo ubicarla. Es un hombre pequeño con los rasgos muy marcados y las sienes canosas. Debe de tener unos sesenta años y sobradas razones para mantener una mirada alerta y fulminante. La mano que me tiende es apenas más grande que la de un niño, pero su apretón semeja una punzada de taladrador.

Nos señala con obsequiosidad unas sillas de mimbre bajo un eucalipto. Sobre una mesa, una máquina de escribir junto a una cesta repleta de folios escritos. Me parece estar en la casa de un poeta y casi me avergüenza molestarle.

– ¿Cómo van esas memorias? -le suelta el profesor instalándose a la sombra.

– Van poquito a poco. ¿Quieren tomar algo?

– Para mí, un zumo de naranja.

– ¿Y usted, comisario?

– Un zumo de frutas.

Nuestro anfitrión se vuelve hacia una cabaña.

– Tráenos zumo de frutas, Joe.

El forzudo de antes aparece con una bandeja repleta de vasos y de frutos secos. Nos sirve y se retira.

– ¿Se llama Joe? -pregunta el profesor.

– Le encanta que lo llamen así. Estuvo una vez en Chicago y aún no lo ha superado. Por entonces boxeaba como Dios y ambicionaba convertirse en campeón del mundo. Le tocó uno más fuerte que él. Su mánager le suplicó que arrojara la toalla, pero se negó. Aguantó hasta el final, pero se dejó en el cuadrilátero buena parte de su lucidez. Alguna tarde que otra se pone el chándal y se pierde por el bosque durante días. Cuando regresa, es incapaz de recordar dónde se ha metido. Está un poco tocado del ala pero es un buen chico. Cuando el tejado de mi casa amenaza con venirse abajo, él me lo repara. No me molesta. No tengo motivos para prescindir de él.

Luego, dirigiéndose a mí:

– ¿Hace tiempo que está usted en la policía, comisario?

– Desde la independencia.

– ¿No está usted un poco harto?

– He visto peores cosas en otras partes.

Asiente con la cabeza.

El profesor se lleva el vaso a la boca, lo vacía de un trago y mete mano a los frutos secos. Oímos su voraz masticación durante tres largos minutos. Luego, carraspeo y me adelanto:

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[4] Sabio, título que los autóctonos otorgan a los médicos rurales.