– El profesor no me ha hablado todavía de usted, señor…
– ¿Cómo? -se sobresalta Aluch-. ¿No le reconoces?
Le recuerdo en ese preciso momento. Dios, qué cabeza tengo. Cierto que ha envejecido -a su edad, está en su derecho-, pero de ahí a no reconocerlo, es como para preocuparse.
– ¿El señor Cherif Wadah, el Che africano?
– Con lo de Cherif basta. No creo merecerme lo de Che. Siéntese, comisario. Aquí no cabe protocolo ni zalemas. Estamos entre amigos, y es mucho mejor así.
– Me siento un poco confuso.
– No pasa nada. De tú a tú, no me quejo de ello. Si he optado por aislarme, es para tener tiempo y fuerza para mirarme a la cara, sin escolta ni aliados. Yo a solas con el que creo ser. Uno únicamente se recupera a sí mismo cuando consigue sustraerse a las miradas ajenas. Las adulaciones son tan peligrosas como las enemistades. Aquí, en mi rincón, me libro de las interpretaciones. Me hallo ante mí mismo y lo afronto sin reserva. Resulta imperativo para un hombre como yo, que ha sido objeto de atenciones exageradas antes de padecer canalladas inimaginables, hacerse un montón de preguntas y contestarlas solo. El mundo ha dejado de ser lo que era. Los hombres, sobre todo, han echado a perder bastantes cosas. Yo incluido. ¿Acaso sigo siendo el personaje de antaño? Si es así, ¿en qué medida y para qué? Las dudas están ahí, rodeándonos, como ejércitos de fantasmas. ¿Cuáles de nuestros compromisos hemos cumplido, adónde hemos llevado el país? ¿Por qué los clarines del alba nos sobresaltan en vez de lanzarnos a la conquista del día, como ocurría antes? ¿En qué hemos fallado? Porque es evidente que hemos fallado. Hoy resulta casi vergonzoso haber sido un zaím. No hay más que ver cómo se comportan nuestros héroes. Han pasado la página revolucionaria para cambiar mejor de chaqueta. Cada mañana se levantan como si fueran insultos a la memoria de los ausentes; cada noche se acuestan como perros sobre el felpudo de los juramentos. Me dan ganas de vomitar cuando pienso en ello.
– Éste es además el tema de la obra que está escribiendo -estima necesario señalarme Aluch-. Va a ajustar las cuentas a esos macacos privilegiados.
– Cuando se trata de ajustar cuentas, el revolucionario no escribe, sino que dispara.
El Che habla con serenidad, pero con suficiente firmeza para poner al profesor en su sitio. De inmediato se hace un silencio plomizo. Aluch deglute, sin poder librarse del trozo de almendra que se le ha atragantado.
El viejo guerrillero está enfadado, aunque lo disimula. Examina sus uñas durante un largo rato, con los labios reducidos a la mínima expresión y la mirada opaca.
Luego, como si no hubiera pasado nada, me vuelve a mirar:
– ¿Qué decía usted, comisario?
– Le estaba escuchando, señor.
Arruga el entrecejo. Con la uña de su pulgar raspa una mancha de la mesa, metódicamente, laboriosamente.
Tras una inacabable meditación, levanta la barbilla y confiesa:
– He perdido el hilo. ¿De qué hablaba?
– De compromiso, señor.
Su labio inferior se mueve. Ya no se acuerda.
Se levanta y me tiende la mano:
– Encantado de conocerle, comisario Brahim Llob.
– Yo también, señor.
– Aprecio su rectitud.
– Gracias, señor.
Da un paso atrás y, sin mirar al profesor, regresa junto a sus rosales y nos olvida. Ya está ahí Joe para acompañarnos.
En el coche, mientras nos alejamos del cortijo, observo que mi pasajero está lívido.
– No entiendo -le digo.
Se agita en el asiento del copiloto, turbado.
– Es imprevisible, sabes. A veces es exquisito, y otras se parapeta tras sus ambigüedades y todo le resulta hostil.
Rodeo un bache antes de gruñirle:
– ¿Por qué me has llevado a su casa?
– Me he enterado de que estás hecho un lío, de que tu investigación sobre SNP no avanza. El otro día, durante una conversación banal, conté a Cherif la historia de nuestro hombre. Comentábamos las torpezas del rais y acabamos hablando del indulto presidencial, que ha puesto a miles de golfos en la calle. Le dije que desaprobaba totalmente esa medida y, como argumento, cité a SNP y la amenaza que supone. Sidi Cherif me escuchó atentamente y luego me dijo que la historia de ese muchacho no le era desconocida.
– ¿Hasta qué punto?
– Lo ignoro. Hoy debía contarnos algo más.
– Y has metido la pata.
– Lo siento.
Subo la ventanilla, enciendo la radio y no añado una palabra más.
Capítulo 11
– Tengo una excelente noticia para ti, Llob -me anuncia el inspector Bliss por teléfono.
– ¿No me digas que me llamas desde el más allá?
– Para eso ya puedes esperar sentado. Yo mismo cavaré tu tumba. Gratis. Sólo por gusto.
– Presumo que el dire está a tu lado.
– Exacto. Sabes perfectamente que, sin su muy cercana protección, ya me habrías cortado los cojones.
Su insolencia me deja pasmado. Pero me sobrepongo, convencido de que uno de estos días se tragará el anzuelo. Ese día se va a enterar de lo que es bueno, y no pienso quedarme corto. Abundan los mierdecillas lameculos como él. Se creen que van a gozar de la baraka de sus jefes hasta el final de los tiempos, y abusan todo lo que pueden. Luego, un buen día caen en la cuenta de que nada dura eternamente para el común de los mortales. El palo que entonces se llevan es capaz de dar un vuelco a la tierra.
– ¿Sigues ahí, Llob?
– Como todos los espíritus, perrito faldero. ¿Qué quieres de mí?
– Hay bronca en el Sultanato Azul.
– ¿Y ésa es la excelente noticia?
– Pues sí, a juzgar por el tiempo que llevas dándonos por saco con tu depresión. ¿Acaso no es lo que esperabas para menear tu barrigón?
Cuelgo. Bliss está en forma y yo no. Plantarle cara sólo lo entonaría, como buen cabrón que es. Lo conozco: al menor síntoma de flaqueza, se envalentona y se abalanza sobre su víctima con el valor de una hiena contra un león moribundo.
Me despego de mi sillón y me encamino al dormitorio para cambiarme.
Mina se me acerca, intrigada.
– ¿Qué ocurre?
– El deber me reclama.
– ¿A las once de la noche?
– El deber es un aguafiestas, querida. Su especialidad es amargar la vida al prójimo. El problema es que no hay imbécil que pueda prescindir de él. Alcánzame mi abrigo, si no te importa.
Un relámpago raya el cielo justo cuando saco mi coche del garaje. En pocos minutos grandes nubarrones cubren la ciudad, empujados por la ventolera. Las primeras gotas de lluvia caen sobre mi parabrisas, como constelaciones abriéndose en las reverberaciones de las farolas. Hay poca gente por las calles. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, así como los figones y los cafés. Las aceras quedan a merced de pandillas de desocupados a la deriva. Cruzo las avenidas a toda mecha, saltándome los semáforos uno tras otro.
Llego al Sultanato Azul. Ya están ahí dos coches de la policía, y un corro de gente gesticula en la calle. Reconozco al cabo Lazhar entre el gentío. Está tomando notas en su cuadernillo, exageradamente atento a los testimonios que prorrumpen aquí y allá. Me acerco a él con las manos en los bolsillos para que quede claro que aquí el que manda soy yo.
– No se queden fuera, por favor -suelto para hacerme con la situación-. Aparte del gerente del local, no quiero ver a nadie.
El gerente finge alivio al enterarse de quien soy. Dispersa con deferencia a la gente y me lleva hasta su despacho.
– Por poco se arma una gorda -me dice de entrada mientras se enjuga delicadamente el sudor con un pañuelo de seda-. Sacó su arma, señor comisario. Cuando vieron la pistola, las mujeres se pusieron histéricas y se volcaron las mesas. Algunos se tiraron al suelo y otros a la piscina. Indescriptible. La gente corría por todas partes. ¿Se da usted cuenta, señor comisario? Gente bien que había venido a pasar un rato agradable con nosotros y, sin previo aviso, el horror… Ese oficial ha ido demasiado lejos. No tiene ni idea de lo que va a caerle encima. Aquí sólo vienen ejecutivos de renombre, hombres de negocios y dignatarios del régimen; gente que está en las antípodas de la violencia y que no va a perdonar que se les moleste de esa manera. El Sultanato es algo así como su microcosmos. Muy selecto y muy caro, para espantar a los indeseables. Y ¡catapún!, en pleno espectáculo, un oficial de la policía nos monta su numerito. Estoy avergonzado -me confiesa contoneándose-. Si supiera usted el apuro que he pasado. Sólo deseaba que me tragara la tierra. ¡Dios mío, qué escándalo! Ya nadie querrá volver por aquí. Creo que me va a dar algo…