– El cerdo de tu teniente sale en toda la prensa esta mañana -me anuncia a bocajarro-. Supongo que estarás orgulloso.
– Ni mucho menos, señor.
Está a punto de arrancarse los pelos, se lo piensa, intenta conservar la calma. Tras unos cuantos gruñidos, se le deshilacha la voluntad. De repente, se le desinfla el cuerpo y se tambalea tras su mesa de despacho.
– ¿Por qué, Brahim? ¿Qué pretende demostrar Lino? ¿De qué va? ¿Quiere joderme del todo?
– Lo siento mucho, señor.
Está en mangas de camisa, con la corbata aflojada. Las arrugas surcan su macilento rostro. Mi estoicismo le tiene perplejo. Esperaba que me lo tomase a mal y pensaba aprovechar la oportunidad para pagarla conmigo. Pero no he entrado al trapo y eso le fastidia.
– Te dije que lo llevaras a la perrera, Brahim -prosigue.
– Es cierto, señor.
– A ver cómo manejamos ahora este desastre. ¡Por tus muertos, dímelo! ¿Cómo se le ocurrió montar ese follonazo en el Sultanato? Allí ni siquiera me atrevo a ir yo. Sólo van ricachones y suripantas. ¿Y qué va a ser de mí ahora?
– No lo sé, señor.
– La jerarquía está fuera de sus casillas -me informa, trémulo-. He hablado hace un par de minutos con el wali *. Me ha dado tal repaso que creí que me faltaba el aire. El ministro en persona ha ordenado que se constituya un consejo disciplinario. Se lo van a comer con patatas, y a nosotros también.
– Lo entiendo, señor.
Menea la cabeza, totalmente destrozado; luego, se da la vuelta y me ruega que me quite de su vista.
Dos días de búsqueda, y Lino sin aparecer.
Y, a la mañana siguiente…
Aparco la tartana en la esquina de la calle Baba Arruj, una callejuela tan estrecha que apenas deja correr el aire. A ambos lados, unos edificios desvencijados defecan en las mismas aceras. Por ahí no ha pasado la sombra de un basurero desde los tiempos del voluntariado estudiantil de los años setenta. Hay que abrirse paso a machetazos para superar el hedor a cloaca. Me topo con una tasca medieval agazapada tras su escaparate, más sospechosa que una guarida de truhanes. En la misma puerta, el patrón dormita sobre una silla. El hotel está justo al lado, apretujado bajo su rótulo luminoso: El Oasis (ya puestos, entre hermanos, ¿por qué no soñar?).
Surge un chaval entre dos furgonetas, garrote en mano, con un brazalete deslavazado en el brazo. Tiene unos doce años y es más escuálido que sus posibilidades en la vida. Lleva un pantalón ajado, un jersey hecho jirones y a sus espaldas buena parte de la miseria nacional. Chavales como él abundan. Se pasan la vida en la calle. Como ya no son limpiabotas -una actividad considerada degradante y por tanto abolida por los aparatchiks-, intentan buscarse la vida haciendo de aparcacoches, y saben escaquearse como nadie cuando aparece por ahí un madero.
– ¿Le vigilo el coche, señor? -me propone.
– No hace falta. Es un coche trampa.
El chaval no insiste. Se coloca el garrote bajo el sobaco y regresa a su puesto.
Subo la escalinata del hotel y me doy la vuelta en el último escalón:
– ¡Oye, nene…!
El chaval regresa meneando el rabo como un cachorro. Le lanzo una moneda que agarra al vuelo.
– ¡Eso es tener clase! -me agradece.
Entro en el hotel.
El recepcionista está hurgándose la nariz detrás del mostrador. Su destartalado cuchitril no parece acomplejarle. Le asusta mi intrusión, me echa primero un ojo y el otro se le desencaja como si yo hubiese salido de la lámpara de Aladino:
Le enseño la placa.
– ¿Tú eres el que ha llamado?
– Depende…
– Comisaría Central.
– ¡Ah!
Observa detenidamente mi placa, se sale de su mostrador y se me planta delante. Es un hombrecillo torcido como dos sandías siamesas. La tripa le llega a las rodillas y el culo a las pantorrillas. Su acento chillón revela al bereber montañés varado en Argel tras una gran riada y que no consigue regresar a las fuentes.
El hotelucho es una pocilga surcada por una serie de pasillos estrechos comunicados por escaleras putrefactas. Si los turistas no quieren saber de nosotros, no es porque no seamos hospitalarios, sino por nuestra desabrida condición. Llegamos a la puerta 46, en el fondo de un pasillo cubierto con una moqueta sobre la que podría recogerse la huella digital de un legionario de la quinta del 58. El recepcionista sacude su manojo de llaves con un tintineo lúgubre. En el interior de la habitación, la oscuridad es total. Busco el interruptor. Una luz agresiva inunda la habitación. Un individuo está atravesado sobre la cama, con los brazos en cruz y la boca abierta. Algunas botellas de whisky, tiradas sobre la moqueta dan idea de la magnitud del desastre.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Tres días. Llegó una noche y exigió que no se le molestara.
– ¿Lleva tres días aquí metido sin dar señales de vida y ni siquiera te has preocupado?
– Yo soy un profesional, señor agente. En mi oficio, la discreción es fundamental. Cuando el cliente dice no disturb, no se le «disturba».
Me inclino sobre el durmiente, le tomo el pulso. Lino aún respira. Ha vomitado y también se ha cagado encima.
– Esta mañana -cuenta el recepcionista al ver las consecuencias de su negligencia- me pregunté «¿qué estará haciendo el de la 46? No ha salido a comer desde que llegó. No ha llamado ni telefoneado. Eso no es suní. Quizá se haya largado sin que me dé cuenta», y me preocupé. A menudo ocurre que un mal cliente aprovecha un momento de descuido para escaquearse sin pagar la cuenta. No tenía más remedio que comprobarlo y subí a ver qué pasaba. Estaba exactamente como está ahora, en el mismo estado. Ahí, ya no me anduve por las ramas. Yo siempre he sido correcto con Dios y con la policía, hermano. Lo registré para saber quién era y encontré su placa…
Me pregunta con un nudo en la garganta:
– ¿Cree usted que está muerto, señor?
– Llama a una ambulancia.
El recepcionista se cuadra y corre al galope escaleras abajo.
Ya solo, me pongo en cuclillas para reflexionar, con el índice sobre la sien. Empiezo buscando la pistola del teniente, la encuentro en el cajón de la mesilla de noche y me la guardo en la cintura.
Luego me quito la chaqueta, me remango el jersey y le cambio los pañales a mi oficial antes de que lleguen los camilleros.
Segunda parte
El polvo y las flores
se confunden
en nuestras llagas abiertas,
en la coartada del tiempo.
Djamel Amrani
Capítulo 12
Lino se recupera de su fracaso amoroso como lo haría una campesina recién violada sobre la paja; o sea, azorado, mancillado, humillado.
Ya restablecido, se atrinchera en su despacho, enfurruñado e inasequible, resentido con la humanidad entera, como si todos fuésemos responsables de su infelicidad. Viene a la Central más para buscar camorra con los ordenanzas que para hacer acto de presencia y está empezando a amargarnos la existencia.
He intentado cien veces hacerle entrar en razón y cien veces su dedo me ha conminado a quedarme en mi sitio, amenazando con atravesarme de parte a parte. Le he propuesto que se vaya a su casa e intente superar su desengaño, y me ha lanzado a la cara un paquete de folios, refugiándose en el aseo hasta bien avanzada la noche.
He ido a ver a un amigo psicólogo. Al enterarse, Lino me ha montado un pollo de mucho cuidado delante del personal de la Central y me ha jurado que, como siga metiéndome en su vida, puede que me abandone mi buena estrella.
Su manera de ponerse en evidencia me tiene consternado.