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– ¿Adónde quieres ir a parar?

– Yo, a ninguna parte. Me preocupo por Lino, eso es todo.

– Déjalo ya, que me estás partiendo el corazón.

Bliss se saca las manos de los bolsillos y las sube hasta los hombros.

– Veo que eres tan corto de luces como él.

Se levanta.

– ¿Jamás se te ocurre ser cortés?

– Jamás con las mentes retorcidas.

Hace una mueca, sacude la cabeza y se va.

Voy tras él y cierro la puerta.

En la cantina, observo que nadie se sienta a mi lado. Deduzco que la cara que traigo indispondría a mi propia madre. Ni siquiera toco mi bandeja y decido cambiar de ambiente.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Son más o menos las diez de la noche cuando me llaman de la Central. Media hora después, aparco a la altura del número 7 del Camino de las Lilas. La calle está en parte sumida en la oscuridad. Una ambulancia, dos furgones y no menos de siete coches policiales atestan el lugar. Los fisgones, algunos en bata, se agolpan en las aceras y observan en silencio el barullo. A ambos lados de la calzada se han desplegado cordones de seguridad. Varios policías de paisano se mueven en busca de indicios. Por el suelo, cuatro círculos de tiza señalan los casquillos. De rodillas al pie de una farola apagada, con un trozo de rama en la mano, Bliss remueve concienzudamente una mata de hierba. Hace señas a un fotógrafo para que se acerque y le pide que saque unas fotos de una huella de zapato.

Serdj me ve. Guarda en el bolsillo de la chaqueta su cuadernillo y se acerca a mí. Me señala con el pulgar el coche de lujo detenido delante del portalón del palacio, con el parabrisas reventado.

– Acaban de cargarse al chófer de Hach Thobane. Tres balazos en la cara, y dos en la nuca y el hombro. El agresor se ocultaba detrás del arbusto. Probablemente fue quien destrozó las dos farolas para aprovechar la oscuridad.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace unos tres cuartos de hora. El señor Thobane llegaba de su despacho.

– ¿Hay testigos?

– Por ahora no.

– ¿Habéis interrogado a los vecinos?

– Es que acabamos de llegar. Si alguien ha visto algo, seguro que lo contará.

– No siempre, Serdj, no siempre. A menudo no hay más remedio que ir en su busca. Quiero que se interrogue a todo el vecindario, sin excepción.

– Así se hará, comisario.

Echo una ojeada en el interior del Mercedes. El fulano está en el asiento del copiloto, con el busto caído sobre la palanca de cambio. Tiene gran parte del cráneo destrozada y media cadera, así como el brazo derecho, cubiertos de sangre. Con la boca y los ojos muy abiertos, parece no entender lo que le ha ocurrido.

– ¿Dónde está el señor Thobane?

– En su chalé, con nuestro director y algunas autoridades locales. La noticia ha corrido como la pólvora. Está a punto de llegar el ministro del Interior.

Bliss se une a nosotros, con un casquillo de bala en una bolsita transparente.

– Beretta 9 mm -comenta.

Dejo que mis hombres recopilen toda la información posible para la investigación y entro en el chalé. El señor Thobane está derrumbado en su trono, más blanco que un sudario. Conmocionado, su mano temblorosa aferra un vaso de whisky. El dire, de pie a su lado, también está lívido. Con los brazos cruzados sobre el pecho, me espera a pie firme. Algo apartado, el jefe de la Oficina de Investigación, Hocine El-Uahch, conversa con su secretario, Ghali Saad. No se aclaran.

– ¡Ah, por fin apareces! -me recrimina el dire-. Llevo una eternidad intentando localizarte.

Él es así. Cada vez que se ve desbordado la paga con un subalterno. Conservo la calma y le pido explicaciones.

– Han disparado contra el chófer del señor Thobane.

¡Será idiota!

– A quien buscaban era al señor Thobane -precisa Ghali Saad.

Hach Thobane se sobresalta, como si la observación del secretario le hubiese espabilado. No se percata de que se ha volcado sobre el traje la mitad de su vaso de whisky.

Ghali Saad se aparta de su patrón y pone una mano solidaria sobre el hombro del superviviente.

– ¿Se puede saber lo que le permite suponerlo, señor Saad?

– No es una suposición, comisario. Es más que evidente.

– Exacto -confirma el nabab-. Ahora que lo pienso, soy yo el que debería estar en la camilla ahora. No suelo conducir yo. En el sótano de mis oficinas nos encontramos con una rueda pinchada. El pobre Larbi se fastidió la muñeca al cambiarla, por lo que me puse yo al volante. El asesino quería matarme. Disparó contra mi chófer por error.

– ¿Cómo era?

– El señor Thobane aún no se ha recuperado -me increpa el dire.

– Estoy perfectamente lúcido -se rebela el nabab-. No voy a perder los papeles por culpa de un vulgar cabrón.

– No quise decir eso, señor Thobane.

– Entonces, cierre el pico. Parece olvidar que acabo de ser objeto de un atentado. Alguien quiere mi pellejo. ¿Se da usted cuenta?

– Por supuesto, señor.

– Eso es lo que usted se cree.

Hach Thobane estira los labios y hace una mueca voraz, como si fuera a comerse crudo al dire. Éste hunde el cuello, no sabiendo dónde meterse. Frente a él, Hocine la Esfinge le ordena con la mano que no se meta.

El nabab descubre con horror la mano de Ghali Saad sobre su hombro.

– Y tú, quítame la pata de encima. Porque un desgraciado de mierda se haya atrevido a agredirme no se me va a tratar como un trapo.

Ghali recupera su mano y regresa junto a su patrón.

– De todos modos, desgraciado o no, se le ha caído el pelo -gruñe el nabab-. Ya puede esconderse en el infierno que daré con él. ¿Dónde se ha metido ese maricón de ministro? -aúlla lanzando su vaso contra la pared-. ¿Es que su madre no ha acabado de parirlo, o qué?

– Está en camino -farfulla Ghali Saad, conciliador-. No tardará en llegar.

– Quiero que toda la policía le pise los talones a ese cerdo. Quiero su pellejo antes del amanecer.

– Yo me encargo personalmente, señor Thobane -le garantiza la Esfinge-. Su agresor será detenido en las próximas horas, puede contar conmigo.

Se abre una puerta en el primer piso. Nedjma, la amiguita del multimillonario, aparece en el rellano. Viste un traje de seda de color rojo sanguíneo que destaca con fuerza las curvas perfectas de su cuerpo de sirena. Su mirada apenas nos roza. Es tal la impresión que da de estar flotando que parece hallarse sobre una nube.

– ¿Estaba con usted? -pregunto.

Hach Thobane no se da cuenta del espectáculo que nos ofrece su nena. La mira fijamente a los ojos; ella remolonea ostensiblemente antes de retirarse a su habitación.

– Estaba solo con mi chófer. Cuando me disponía a cruzar el portón de mi casa, un energúmeno surgió de detrás del arbusto y vació su cargador sobre Larbi. Lo primero que vi fue el parabrisas saltando en pedazos. Al principio, pensé que había chocado contra algo o que había atropellado a un borracho. Todo estaba oscuro. Han debido sabotear la farola. Mi calle está siempre alumbrada y jamás hay cortes de electricidad por aquí. Me encargo personalmente de ello. Sólo cuando la cabeza de Larbi cayó sobre mi hombro me di cuenta de que nos acababan de tirotear. Al levantarlo, vi que ya no podía hacer nada por él. Ese hijo de puta no le dio la menor oportunidad.

– ¿Puede usted describirnos al agresor?

– ¡Todo ocurrió tan rápidamente! Soy incapaz de decirle si era alto o bajo. Apenas entreví una sombra entre los destellos del tiroteo. Intenté ver su cara. Se dio la vuelta para huir y no pude distinguir su perfil. Su cabeza era redonda y lisa como si llevara una media o un pasamontañas. Quizá fuera una falsa impresión, la verdad es que no estoy muy seguro, pero eso fue lo que me pareció durante unos segundos.

Gira de una pieza hacia la Esfinge, con los ojos desorbitados.

– ¿En qué país vivimos, señor Hocine?

– Estamos en Argelia, señor Thobane.