– Haz el favor de no enterrarlo tan pronto. Quien te oiga pensará que ni siquiera hace falta un juicio para pasarlo por las armas.
Se levanta para darme a entender que ya me ha concedido bastante tiempo. Me niego a dar mi brazo a torcer:
– Tengo que hablar con él. ¿Dónde está? ¿Dónde lo han encerrado?
– Me temo que eso es imposible, Brahim. El teniente está siendo interrogado por la cúpula de la jerarquía.
– No permitiré que se lo carguen. Esto es un malentendido. Es verdad que el asunto, tal como se presenta, no lo favorece nada, pero Hach Thobane tiene otros enemigos.
– Totalmente de acuerdo, salvo que ninguno ha ido dejando sus huellas por ahí. Tu teniente, sí.
Frunzo el ceño.
– ¿Es decir?
Ghali me agarra por el hombro y me empuja con amabilidad hacia la puerta.
– De los cinco casquillos recuperados allí mismo, tres no servían para la investigación, por distintos motivos, pero los otros dos estaban intactos. Llevaban las huellas del teniente Lino.
Otra vez, en el espacio de veinticuatro horas, siento como si el cielo -el cielo entero, con sus tormentas, sus oraciones, sus cometas y sus sondas espaciales- se me cayera encima.
Aparco mi trasto en una esquina y me cuelo, entre el gentío, en la plaza de los Tres Relojes. Hace una temperatura agradable y los cafés están atestados. A menudo me he preguntado qué sería de nuestro país si, por una cabezonada, una fatwa o un decreto presidencial, mandaran cerrar todos los cafés. En otros tiempos, uno se topaba con algunos cines, algún que otro teatro, y corros alrededor de un charlatán o de un saltimbanqui. No es que fuera para morirse de gusto, pero tampoco estaba mal. Una gracia por aquí, un rato de diversión por allá, y al menos, cuando se regresaba al cuchitril, no se tenía la impresión de hacerlo con las manos vacías. Hoy, aparte del café, donde la gente se mira con hostilidad, ya que no es capaz de hacerlo de frente, por todas partes se topa uno con el mismo sentimiento de nulidad. Por mucho que uno rectifique sus muecas ante los escaparates, por mucho que intente creerse que ya no son las mismas caras las que tiene ante sí, no hay manera de que se le pase el disgusto. Uno se pasea por la ciudad y ésta se zafa y lo aísla; lo deja más solo en medio de la muchedumbre que una mosca muerta en un hormiguero.
Incapaz de superar el desasosiego que me invade, me sorprendo conduciendo a tumba abierta por la Moutonnière. No recuerdo cómo he conseguido huir del barullo de Bab El Ued ni cómo he sido capaz de sortear la frenética circulación en hora punta. En Argel las nueve de la mañana son ya hora punta. Por el permanente estruendo de cláxones y refriegas entre conductores, cualquiera diría que la gente trabaja en su coche.
Por la ventanilla bajada me llegan a la cara ráfagas de viento que poco a poco me van reanimando. Para empezar, intento ubicarme. Vengo por el este, como si regresara del aeropuerto. ¿Dónde me había metido? No tengo ni zorra idea. El mar está en calma y, repantigada en su bahía, Argel le hace ascos a sus miserias. Aprovecho que la velocidad se va moderando para echarme a un lado y aparcar donde puedo; bajo para desperezarme al sol y, con los zapatos en la mano, camino por la arena húmeda de la playa cuidando de no cortarme las plantas de los pies con un casco roto de botella. Algunos jóvenes desocupados pululan por grupos, unos volubles y otros meditabundos. Como el relente de los bulevares les vicia el alma, vienen acá para aplacar su amargura. A la sombra de un barco encallado, dos diminutos chavales se meten por la nariz alguna porquería para aguantar el tirón. Ya desahuciados con doce años, no esperan nada de su infancia ni de la vida. Como por aquí no se aventura la pasma, se dedican a esnifar pegamento y a envenenarse con brebajes impensables con la esperanza de acelerar el desgaste de las últimas amarras, antes de alcanzar por fin el nirvana.
Me siento sobre una duna, enciendo un pitillo y contemplo el mar. A lo lejos, unos barcos esperan con paciencia que algún pez gordo confunda su ancla con un anzuelo. Las gaviotas revolotean, como un enjambre de muecas, sobre las olas. Me apoyo sobre un codo y me dejo arrastrar por la desolación.
El dire sigue igual de destrozado. Hasta un sauce llorón le aventajaría en brío. Derrumbado tras su mesa de despacho, con unos medicamentos al alcance de la mano, se le nota que ya no da para más. Ha vuelto a fumar. Antes, y sólo alguna que otra vez, para relajarse tras un buen almuerzo, como mucho se fumaba un buen puro, preferentemente habano para cumplir con su condición de rentista de la república. Esta noche chupetea unos pitillos negros proletarios, probablemente para ir acostumbrando al cuerpo a los duros tiempos que se avecinan. Ya se ve destituido, sin un céntimo y con las tarjetas de crédito confiscadas. No resulta fácil volver a pisar la tierra cuando se ha vivido sacando pecho a lomos de una nube. Casi me da pena.
En Argelia, cuando te desplomas desde tu pequeño imperio por una de esas trampillas, hasta el más negro abismo se te hace pequeño. El dire lo sabe de sobra. Ha visto a compañeros suyos caer rodando desde su Olimpo de privilegios y convertirse en guiñapos cacoquímicos. Ahora se imagina a su vez caído en desgracia, sin protector ni amigos -pues los amigos tienen esa enojosa manía de esfumarse cuando se presagia un descenso a los infiernos-. No para de darle vueltas al tema, con las tripas encogidas y la náusea a flor de boca. Ya no soporta la mirada de los demás, ni su silencio; ya no se soporta.
Se ha quitado la camisa y está en camiseta, empapada de sudor frío. Tiene erizado el vello canoso de sus hombros, los ojos hinchados y la boca arrugada. Su cara parece una máscara mortuoria.
Está con otros cargos superiores, que han venido para acompañarle en su desdicha. Bachir, de la célula científica, una eminencia gris que se pasa la vida en el sótano de la Central bregando como un mulo. Es la primera vez que lo veo en el tercer piso. Ni él mismo parece saber lo que está pintando en esas alturas del edificio. Desterrado, se encoge en su sillón e intenta pasar desapercibido. A su lado, el teniente Chater, jefe de la sección de intervención especial, contempla un cuadro firmado por Denis Martínez. Se limita a hacerme una pequeña señal con la mano y vuelve a replegarse tras su bigote. Frente a él, visiblemente a disgusto, el informático Ghauti tiene puestos sus interrogantes en remojo. Un poco más allá, Bliss se examina las uñas.
– ¿Cuánto va a durar el velatorio? -pregunto con cara de asco.
El dire aplasta su colilla en el cenicero. No parece haberme oído.
– ¿Me ha conseguido el permiso para ver a Lino?
– Siéntate, Brahim.
– ¿Me lo ha conseguido o no?
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con él. Es el único que puede aclararnos este asunto.
Bliss esboza un meneo de pestañas.
El dire agarra un nuevo pitillo, le da varias vueltas entre los dedos, como ausente, y luego se lo lleva a los labios. Ghauti se levanta y le tiende su mechero. El dire pega una interminable chupada, suelta el humo por la nariz y su mirada se derrumba sobre mí.
– Pierdes el tiempo, Brahim. A nuestro teniente Lino le ha caído tal cantidad de mierda encima que nos va a salpicar a todos. Una vez verificados los datos, queda confirmado: las huellas de los casquillos son efectivamente las suyas.
– ¿Qué dice balística?
Bliss se levanta de un bote. Con las manos en los bolsillos, pasa por detrás de mí y se planta junto al director. Dice:
– Balística espera que aparezca el arma para pronunciarse. Ahora bien, nuestro teniente declara que ha extraviado su pipa. No recuerda dónde la ha perdido o dejado olvidada. Se ha registrado su casa, y nada.
Aprovecha mi turbación para darme la estocada.
– Llob, el exceso de coincidencias va minando el terreno de la casualidad. Lino no nos deja ningún margen de maniobra para que le saquemos del atolladero en que se ha metido. Ya sólo le queda confesar, para que así podamos volver a casa. Ni siquiera tiene coartada. Fíjate qué mala pata. La noche del atentado nuestro teniente estaba colocado. Dice que estaba por ahí empinando el codo. ¿Dónde? ¿En casa de quién? No lo recuerda. Dice que ha perdido su pipa. ¿Dónde? ¿Cuándo? Se rinde, ni siquiera lo sabe. He ido personalmente a Bab El Ued con la esperanza de dar con uno de esos insomnes, por si lo hubiesen visto la noche del atentado. No le ha visto ni un gato. Este asunto es demasiado turbio como para que Lino quede limpio de las sospechas que recaen sobre él. Con el expediente que tiene, a ver quién le salva el pescuezo.