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Voy con Serdj al barrio de Sustara para ver a Sid Alí, un poli retirado que ahora tiene un figón. A veces se juntan allí algunos compañeros para tomarse tranquilamente unas copas en su trastienda, lejos de los chivatos. Como Lino conoce el lugar, pienso que hay que empezar por allí. Quizá le consigamos una coartada.

Sid Alí separa sus aletas de cachalote al vernos llegar. Me suelta un par de besos con sus gruesos labios salivosos.

– ¿Qué le pasa a un poli cuando ve un pedazo de madero? -me suelta.

– No lo sé.

– Que se le hace la boca agua.

Al comprobar que su acertijo me deja impávido, recoge sus pestañas en gesto de consternación.

– Brahim, si has perdido tu sentido del humor, es que la cosa va mal.

– Si quieres que te diga la verdad, estoy fuera de órbita -le confieso-. ¿Has visto a Lino estos días atrás?

Sid Alí se aprieta las sienes con el pulgar y el índice para intentar recordar. Durante cinco segundos, su bigote de escobilla palpita bajo su abultada napia. Me agarro a sus labios, cual náufrago a su tabla de salvación, y rezo para que se le ilumine el rostro. Muy a mi pesar, niega con la cabeza, hundiéndome un poco más en la desesperanza.

– Es muy importante -le animo.

– Hace semanas que no lo veo. ¿Qué ocurre? ¿Ha desaparecido del mapa?

– Está de mierda hasta el cuello, y tengo que saber con exactitud dónde se ha metido estos últimos días, con quién estuvo y, sobre todo, qué hizo la noche del jueves al viernes.

– No me gusta nada el tono de tus palabras, Brahim. Espero que sólo se trate de una escapada.

– Es algo más que una deserción, pero ahora no estoy para contártelo. Tengo que saber dónde se ha metido estas noches pasadas. ¿No se te ocurre nada? A veces venía por aquí para echar unas copas.

– Sólo cuando estaba tieso. Ya no le queda crédito aquí. Desde que he empezado a darle la bulla por la pasta que me debe, ni aparece. Pero sé de un tugurio donde recala de cuando en cuando. Allí el vino está menos adulterado que el mío, y las fulanas son legales, no como aquí.

Serdj saca su cuadernillo para tomar nota.

– ¿Está lejos?

– A una decena de calles de aquí, frente a la antigua fábrica de gaseosa. Primero cogéis por la izquierda y, a la salida de la rotonda, seguís por la antigua avenida. Cuando lleguéis delante de la fábrica, tomad a la derecha. La calle se llama Hermanos Murad.

El callejón sin salida Hermanos Murad se parece a su historia, una auténtica pocilga. Tiene una calzada ancha, cubierta con adoquines seculares, unas aceras altas y las fachadas agrietadas. Sus casuchas datan de la era otomana, achaparradas y sombrías bajo unos tejados ruinosos. El bar se encuentra en un ángulo cerrado, escudado tras un cartel desvaído donde, con algún esfuerzo, se puede descifrar El gato negro. En tiempos del reinado del dey, era un hammam * donde los dignatarios turcos iban a soltar grasa. Tras la invasión de julio de 1830, los soldados franceses, envalentonados por su conquista, lo convirtieron en burdel de campaña. Tuvo una larga carrera como casa de citas, con sus grandes orgías, crímenes pasionales y buenos sifilazos antes de que el FLN lo cerrara a tiro limpio, durante la batalla de Argel. Así se mantuvo hasta el final de los años sesenta, cuando lo arrendó una vieja prostituta. Tras una serie de asesinatos, lo volvieron a cerrar. Hoy en día es un tugurio clandestino, tan siniestro como la pinta de su clientela, con un mostrador que más parece una trinchera y tenebrosos rincones.

Como cierra de día, espero la noche para darme una vuelta por allí. Serdj viene conmigo, por motivos de seguridad. Porque eso de meterse solo de noche en un callejón sin salida no puede sino dar a los borrachos contumaces un montón de ideas escabrosas.

El cachas que custodia la entrada tiene una cara de cabreo permanente. Al menor lapsus, seguro que se le dispara el puño. Mi placa de madero no le impresiona lo más mínimo. Se aparta con desgana para dejarnos pasar.

Serdj no puede disimular su malestar. El lugar le repugna profundamente. Una decena de individuos andan desperdigados por la sala, algunos en compañía de fulanas y otros dándole palique a sus propias alucinaciones. Un anciano vestido con mono de trabajo se ríe mientras juguetea con sus manos. Al vernos entrar, abre su boca desdentada y nos señala con el dedo. En la barra, un negro gigantesco inclinado sobre su vaso, con unos hombros como murallas.

El barman pasa el trapo a su alrededor, con un palote de regaliz entre los dientes.

– Aquí no se fía -dice al ver mi placa.

– Me viene bien, lo que quiero es enmendarme.

Serdj interviene para evitar que se arme antes de tiempo:

– Un colega nuestro, el teniente Lino, suele venir por aquí. Queremos saber si ha venido a copear estos últimos días.

El barman cuelga por ahí su trapo y, como si no existiésemos, se va a charlar con un cliente a la otra punta del mostrador. Serdj le sigue, tranquilo y cortés:

– Es grande, moreno, más bien guapo, y viste muy a la moda.

El barman sigue charlando con su cliente. Su descaro me subleva. Cuando regresa en busca de una botella, lo agarro por el cuello y lo atraigo hacia mí.

– Estamos hablando contigo, maricón.

Mi embestida no le inmuta; me mira fijamente con desprecio y dice:

– Tío, que apenas quedan planchas en el país.

– ¿Y qué?

– Que tus sucias manazas están arrugando el cuello de mi mejor camisa.

Comprendo por su mirada que no podré sacarle nada. Le empujo hacia sus estanterías. En ese momento, el negro gigantón menea su carcasa y se me enfrenta peligrosamente.

– ¿Tú de qué vas, idiota?

– Déjalo, Musa -le dice el barman-. Es un polizonte de mierda.

Pero Musa, cada vez más encima:

– ¿Un polizonte de mierda? ¿Pero dónde coño estoy, en comisaría?

– Estás en tu casa -le señala el viejo mellado-, en El gato negro. Es el polizonte de mierda el que no lo está.

Musa me domina desde sus hechuras de ogro. Su nauseabundo aliento se me viene encima hasta casi asfixiarme.

– ¡Aquí no pintas nada, tú, asqueroso madero! ¿Acaso estamos haciendo pintadas sobre nuestra hartura en los muros de la república? ¿Acaso nos estamos manifestando por las calles, o haciendo una huelga de hambre, o despotricando contra el sistema corrupto que nos gobierna?

– Sólo estamos tomándonos una copa -añade el viejo-. No molestamos a nadie.

– ¿Entonces por qué viene a darnos por culo este polizonte de mierda? ¿Por qué no nos deja tomar una copa en paz?

– Déjalo, Musa -dice el barman sin insistir demasiado.

Musa se tambalea. Tiende el brazo hacia la puerta:

– ¡Aire!

Me agarra con el otro brazo por el cuello de la chaqueta y se dispone a catapultarme por la sala. Entonces giro en seco, desequilibrándolo un poco, doy un paso atrás y le meto con todas mis ganas una patada en la entrepierna. Mi técnica pilla de sorpresa al coloso de ébano, cuyos ojos saltones se le desencajan al tiempo que se cubre las partes con las manos y cae de rodillas, con un dolor que le desfigura la cara:

– Este hijoputa me ha reventado los huevos -gime.

– Lo siento -contesto-, creí que los tenías de bronce.

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* Baños árabes. [N. del E.]