– ¿Qué tal, Llob? -me susurra en la nuca el capitán Yusef.
– Buena caza -le digo.
– Así es. ¿Estabas en el restaurante?
– Andaba por aquí.
– ¿Y has venido a felicitarnos?
– Habéis hecho un buen trabajo. Casi como en las prácticas.
El capitán Yusef arquea una ceja, al acecho de alguna indirecta. Es un tío eficaz, cuando no temible. Trabajó para el Servicio de Investigación durante los años fríos con Marruecos antes de meter la pata en Francia cargándose a un oponente. Su nombre se publicó en un periódico parisino y hubo que quitarle de en medio durante una temporada, por Oriente. Cuando las aguas volvieron a su cauce, regresó a sus sótanos del OBS. Lleva los asuntos delicados que, de cuando en cuando, preocupan a las altas esferas.
Nos conocemos desde el asunto de los tres espías franceses que intentaron poner una bomba en el periódico del partido, allá por los años setenta. Por entonces yo era todavía inspector y él un joven oficial de mirada avispada y mente retorcida, a imagen de sus golpes. Yo estaba investigando la muerte de la dueña de un hostal. Los tres espías, dos argelinos y un pied-noir *, se habían alojado allí. De modo que, en un momento dado de la investigación, tuve que entregar el caso al oficial, pues ya no incumbía a la Criminal al haberse convertido descaradamente en una crisis diplomática. Yusef consiguió atrapar a los enemigos de la revolución. Como en este país no se reparten medallas, como premio lo mandaron a Europa. Tras ser expulsado de Alemania por coquetear con un grupo terrorista occidental, aterrizó en París dos años después. Allí un oponente le estaba tocando las narices al régimen a base de apariciones en la tele y visitas a las redacciones de los periódicos franceses para remover la mierda de la nomenclatura del FLN. Como no paraba de berrear y no dejaba que nuestros zaím se follaran a sus putas en paz, se pidió a Yusef que le cerrara la boca. Pero éste metió la pata al encargar ese trabajo sucio a un golfo de barrio: el matón no supo cerrar el pico, se lo contó a su amiguita, que no le vio la gracia y lo mandó a paseo tras un asunto de cuernos y de celos con una rival. Desde entonces, Yusef no ha vuelto a poner los pies en su antigua madre patria.
– ¿Se puede saber quién es el fulano que se está echando una siesta sobre el asfalto?
– No eres bienvenido, Llob. Ni tenemos nada que declarar ni, además, es asunto tuyo. Aquí sólo tienen derecho a estar los muchachos del OBS y los del Servicio de Información. Así que te vuelves a meter en tu cacharro y te largas sin mirar por el retrovisor. La Esfinge está a punto de llegar. Se mostró encantado cuando le dieron la noticia. Como te vea por aquí, le vas a aguar la fiesta y, por tu culpa, nos vamos a quedar sin caramelos.
Me contoneo in situ para calentarme.
– ¿Has visto su pipa? -le pregunto-. ¿No es una Beretta 9 mm?
– No se te puede ocultar nada.
– Lleva un chándal y un K-Way sin bolsillos.
– ¿Y qué?
– No resulta práctico para cargar con una pistola.
– Quizá la tuviera escondida por aquí.
– Quizá… Tampoco veo su linterna. El pelirrojo dice que vio cómo apuntaba hacia el Mercedes con la linterna.
– No hemos acabado el trabajo.
– Ya decía yo. Por lo que se ve, ibais tras él. Parece como si la trampa estuviese estudiada al milímetro.
– Lo cual demuestra que en la Central deberíais reciclaros.
– Soy demasiado viejo para volver al parvulario.
– Deberías jubilarte, Llob. Las cosas ya no funcionan como antes. Ya no vivimos en los árboles ni en cuevas.
Le sonrío para que observe hasta qué punto me gusta jugar limpio y, como si nada, vuelvo a la carga:
– ¿De verdad no quieres decirme quién es?
Creo que lo he ablandado, pues deja caer su labio superior y me confía:
– Aún no lo sabemos. Desde hace cinco días nos venían señalando con regularidad que un tipo raro andaba rondando al señor Thobane. Pero el dispositivo de seguridad que articulamos en torno a nuestro protegido mantenía al predador fuera de nuestro alcance. Cada vez que nos acercábamos, se volatilizaba. Así que se nos ocurrió un pequeño montaje para que picara. El sargento Kader se prestó a disfrazarse de señor Thobane. Fuimos tres veces al restaurante Marhaba para ver qué pasaba, reduciendo sensiblemente la vigilancia. Esta noche el pez ha mordido el anzuelo. Ahora que tenemos el cuerpo, no tardaremos en ponerle un nombre. Después, será coser y cantar.
– ¡Qué apasionante! Apuesto que un golpe tan magistral debe valer, tirando por lo bajo, un montón de caramelos. ¿Opinas que esto tiene algo que ver con el atentado del jueves? Porque, mira tú por donde, tengo a un oficial que ya tiene que estar apestando en vuestros calabozos y me muero por comprobar que no tiene nada que ver.
Yusef cruza los brazos sobre su pecho, como un cerrajero que no entiende cómo ninguna de sus llaves le abre la puerta. Sus labios articulan una mueca de aflicción.
– Llob, eres desesperante, como todos los gilipollas que se niegan a admitir que lo son. Recoge tus trastos y lárgate antes de que llegue la Esfinge. Se ha tirado una semana vomitando de pavor y, como se tope con la jeta que traes, seguro que devuelve hasta la primera papilla.
Levanto los brazos en señal de rendición y regreso hasta mi coche.
A una manzana de la Central hay un café donde, a veces, me refugio para evadirme un poco. La clientela está formada por una serie de abuelos en las últimas, y el camarero es tan lento que empieza a recordar los pedidos de la mañana a última hora de la tarde. Es un lugar deprimente, con un mobiliario putrefacto y el váter atascado, pero su terraza permite formarse una idea muy interesante de la regresión que afecta a nuestras capas sociales más desfavorecidas. Hace un par de décadas era una calle animada, todos los negocios funcionaban, las carnicerías estaban llenas y las amas de casa cargaban con espuertas repletas. Hoy, salvo una tienda de comestibles desvencijada y una lechería insalubre, reconocible por los tentáculos cremosos que se ramifican por la calle, el comercio está de capa caída y los monederos vacíos. Los escasos transeúntes que deambulan por allí tienen los ojos más grandes que la tripa; su mundo se empobrece con mayor rapidez que sus expectativas, y sus esperanzas se han largado a hacerse un lifting. Yo anduve mucho por la zona cuando inicié mi carrera. Por entonces sólo tenían derecho a café el director y sus invitados. A la morralla no se nos daba ni un vaso de agua. En la cantina se comía una auténtica bazofia, y a menudo nos preguntábamos si vivíamos en un penal, por lo que, cuando el jefe de guardia se daba la vuelta, nos largábamos al figón de la esquina. No me gustaban esos lugares, pensaba que me merecía algo mejor. Con el culo bien enfundado en mi vaquero, mi camisa vaquera abierta sobre mi vello rubio, me saltaba la comida y venía a vacilar por aquí, a ver si me ligaba a alguna mocita. La gente notaba que me pasaba un poco, pero no me lo tenía en cuenta. En aquellos tiempos, la exuberancia ya era de por sí una fiesta; todos, jóvenes y mayores, disfrutaban de ella. Pero yo sabía hasta dónde podía llegar. Cuando me percataba de que mi estilo rozaba el exhibicionismo primario, me metía en la primera cafetería y me pedía un café bien cargado que jamás pagaba. Cada vez que me llevaba la mano al bolsillo, el cafetero se negaba con un gesto, explicando que alguien ya había pagado. ¡Ah, querido barrio de Dzair, cuánto has cambiado! Éramos una auténtica tribu, y no era necesario pactar alianzas para sentirnos unidos. La gente se respetaba, hasta se tenía afecto, y a menudo su generosidad iba por delante de su pensamiento. Todo era tan…