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– Comisario.

El inspector Serdj está de pie delante de mí, hurtándome mi rayo de sol y echando a perder mi rato de asueto. No me gusta la cara que trae.

– ¿Qué pasa ahora?

– Hay novedades.

– Te escucho.

– Aquí no, comisario. Vayamos a estirar las piernas, si le parece bien.

Dejo un par de monedas sobre la mesa y lo sigo. Caminamos en silencio hasta la avenida y, una vez allí, me anuncia:

– Los chicos del OBS se cargaron ayer a un sospechoso.

– Estoy al tanto.

Casi se le borran las cejas.

– Andaba por la zona cuando sonaron los disparos -le explico-. Fui hacia allá sin hacerme demasiadas preguntas.

– ¿Le dijeron quién era el fiambre?

– Espero que me lo digas tú.

Serdj se rasca la sien antes de fulminarme.

– SNP.

– ¿Qué?

– Lo han identificado esta mañana.

De repente, sin saber bien lo que hago, dejo ahí plantado al inspector y salgo corriendo como un descosido hacia mi coche.

– El señor El-Uahch no puede recibir a nadie en este momento -me dice Ghali Saad, irritado al verme aterrizar en su reino sin visado de entrada-. Está con Hach Thobane. No están para bromas. Anoche, nuestros chicos se cargaron a un sospechoso. Figúrate que se trata de un condenado a perpetuidad que se acababa de beneficiar del indulto presidencial hace menos de un mes. La que hay liada en el despacho de al lado es de órdago. Thobane ha venido para exigir explicaciones al patrón, ya que éste encabezó la comisión nacional encargada de la amnistía.

Miro hacia la puerta acolchada como si quisiera traspasarla. Entre mis sienes redoblan una decena de tambores.

Ghali Saad observa mi cólera sin turbarse lo más mínimo. Está sentado tras su mesa, con los dedos cruzados sobre un cartapacio y un gran control de sí mismo. Sus ojos azules sostienen mi mirada con desenvoltura.

– Sin duda, esto se está poniendo cada vez más feo -me reconoce-. Pero tampoco es como para pegarse un tiro. Al contrario, hay que mantener la cabeza fría si no queremos que nos la corten. Te aseguro que este asunto no me deja dormir. Anoche me sacaron de la cama a las dos y me he tirado toda la noche aquí, haciendo el tonto. Estoy reventado. Y esta mañana, cuando identificaron al fulano, al Servicio de Investigación se le vino el mundo encima. Primero, el ministro. Llegó antes que el ordenanza. Con eso te lo digo todo. Luego el jefe, que se arrancaba los pelos. Cuando llegó Thobane, creí que esto se acababa. Si me aceptas un consejo, Llob, regresa a tu puesto y reza con todo el fervor del que dispongas. Porque no van a tardar en darte un repaso a ti también. Según un informe, instalaste un dispositivo de vigilancia en torno a ese individuo nada más salir del talego. Sin ni siquiera consultarlo con la jerarquía. ¿Por qué? Supongo que tendrás una justificación de peso para esa iniciativa estúpida. Como no sea así, me temo que te van a alojar junto a tu teniente: en el banquillo de los acusados. Y nadie pasará a verte por el locutorio. Ni tus hijos ni tus amigos. Con la actual esquizofrenia ambiental, cualquier protesta será considerada insubordinación declarada, y la espada de Damocles caerá para atajar el debate. En resumen, comisario, la mierda te llega al cuello.

Por mi espalda corre un sudor helado. Ni por un momento, ni siquiera una fracción de segundo, me había planteado esa posibilidad. Desvariando como estaba por el calvario que debía de estar pasando Lino, no se me ocurrió para nada que se pudiesen invertir los papeles de tal modo. Un principio de pánico me retuerce las tripas. Mi mano se aferra sola al sillón.

– ¿Qué leches está pasando aquí? -me oigo farfullar.

– Esto va a peor, Llob. La Beretta que pillaron al asesino era efectivamente la de tu teniente. Ahora te voy a poner exactamente al loro de cómo se presenta el asunto: Lino no superó su fracaso amoroso con Nedjma y quería lavar su afrenta con la sangre de Thobane. Necesitaba a un matón. Tenía uno a mano: SNP, un asesino psicópata. Debió de conocerle mientras le seguía los pasos, con tu bendición, y proponerle un trato. Eso era lo que necesitaba SNP para volver a las andadas. Lino le prestó su arma para que hiciera el trabajo sucio. Las cosas salieron mal, y el resultado es el tinglado que tenemos ahora.

Esta vez, la mano no basta para sostenerme. Me desplomo en el sillón y busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. Ghali se digna incorporarse para darme fuego.

Me confía:

– En cuanto al tema de ese estúpido dispositivo en torno a la vivienda del sospechoso, el jefe aún no lo sabe, ni tampoco Thobane ni el ministro. El informe sigue en mi cajón.

Lo miro con cara de perro apaleado:

– No te entiendo.

– Te aprecio mucho, Brahim. Sé que no tienes nada que ver con esta basura. Deja que tu teniente se las apañe solo.

– Qué quieres decirme con que «el informe sigue en mi cajón».

– Que no quiero entregárselo al jefe, al menos de inmediato. No haría sino envenenar una situación ya de por sí explosiva. He decidido contemporizar, darte un margen de maniobra y un respiro.

– ¿Harías eso por mí?

– ¿Por quién me tomas?

Tengo la garganta seca y el sabor infecto de mi pitillo me arrasa el paladar.

– Ésta te la debo.

– No creo que tengas mucho que ofrecerme, comisario. Confórmate con rentabilizar la prórroga que te concedo. Si quieres que te sea sincero, no lo hago por tu cara bonita. Actúo así para poner a salvo la honorabilidad de tu director. Me he enterado de que esta mañana tuvieron que ingresarle en el hospital. Los últimos acontecimientos han podido con él. Si me arriesgo a escamotear el informe, es sobre todo por él. Ahora, lárgate de aquí. Nuestros dos ogros no van a tardar en despedirse. Como te pillen en este sillón, te van a comer crudo, y a mí también.

Asiento con la cabeza y me levanto.

A pesar del cable que me está echando Ghali, me cuesta serenarme.

– Ghali -le digo-, si quieres que rentabilice la prórroga que me has concedido, tienes que hacerme otro favor.

– ¿Cuál?

– Que me consigas una entrevista con mi teniente.

Mueve imperceptiblemente la barbilla, sin descruzar los dedos.

– No me pienso meter para nada en tus asuntos, Brahim.

– No más de cinco minutos.

– Quiero conservar mis privilegios.

– Sin su versión no puedo hacer nada.

– No insistas.

Hacia la una de la madrugada, Mina me sacude para señalarme que el teléfono está a punto de despertar a todo el vecindario. Antes de dar con el aparato, mi mano va tirando lo que encuentra sobre la mesilla de noche.

– ¿Diga?

– Soy Ghali, ¿te molesto?

– Depende de lo que me vayas a contar.

Silencio al otro lado de la línea, luego la voz del secretario se anima:

– No sé adónde me va a llevar esto, pero veré lo que puedo hacer para tu entrevista con el teniente.

Me despejo del todo.

Ghali cuelga antes de que me dé tiempo a darle las gracias.

Alguien me ha quitado el sitio en el aparcamiento de la Central. Pienso primero bloquearlo aparcando detrás, pero como se trata de un cochazo, prefiero no meterme en más líos con otro capitoste. Doy vueltas en vano en busca de una plaza vacía y, furioso, acabo bloqueando el cochazo, dispuesto a vérmelas con el mismísimo Azrael *. En pleno centro del aparcamiento, uno de nuestros coches se ha quedado embarrado en un hoyo. El conductor, con la guerrera abierta sobre su panza de tragaldabas, se lía a patadas con la rueda atascada, visiblemente falto de iniciativa. Algunos colegas lo observan pero ninguno se digna echarle una mano, lo cual no hace sino cabrearlo más. Está sudando la gota gorda y suelta espumarajos por la comisura de los labios. Al verlo tan hecho polvo me dan ganas de arrojar la toalla.

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* Ángel de la muerte para los musulmanes. [N. del E.]